No sé si estos trenes seguirán ahí, oxidándose en una especie de basurero improvisado a la entrada del Barrio Chino de la Habana. La foto la hice en el 2009.

jueves, 25 de noviembre de 2010

VAGÓN 204



"Para no olvidar".

Discurso de Fidel Castro, 13 de marzo de 1963.

En ese discurso del 13 de marzo de 1963 en la escalinata de la Universidad de la Habana se dijeron cosas muy importantes; algunas que leídas hoy, provocan una risa dolorosa, como cuando Fidel dice que los pobres "del pasado" (de ese pasado que es el ahora mismo en Cuba) vivían añorando, en la otra vida, lo que no podían tener en esta. Dice el "imagintivo" Castro:

"Imagino cómo verá un pobre el cielo, y tal vez se imagine el cielo con un gran automóvil, vajillas de plata, un palacio y una pierna de cerdo o de res asada en la mesa de su casa".

Para leer, pinche aquí

domingo, 21 de noviembre de 2010

[27] Diciembre, 1994.



En ese año empezó a circular algo llamado “chavito”: unos papeles de colores que casi nunca había tenido en mis manos. Las colas en los kioscos de cambio eran interminables y solo había unos pocos dispersos por la geografía de la isla. En diciembre la venta de cigarros “por la libre” se había paralizado y los fumadores estaban desesperados: una cajetilla llegó a costar entonces 40 pesos. Vendí las que recibíamos en casa, por la bodega, con increíble éxito: el pudor fue cediendo ante el apremio, y sin detenerme a valorar lo que hacía, me embolsillé la necesidad ajena.

Una tarde, decidí no ir a clases y aventurarme más allá de los límites habaneros conocidos, para canjear por “chavitos” aquellos pesos que tenía ahorrados. Mi madre había multiplicado mi dinero para que, con el cambio, comprara algunos regalos de navidad: baratijas, refulgentes obsequios que tenían un aire de premio inalcanzable, y por ello mismo, los ansiábamos. Su brillo recién se estrenaba en las tiendas y como insectos enceguecidos, íbamos a menudo a morir en ellos, incluso, sin dinero: acudíamos solo a contemplarlos, como a los museos.

Mis padres llevaban días emocionados con el festejo de las navidades. La navidad siempre se había celebrado disimuladamente en mi casa desde que yo tenía memoria; solo que no bajo ese nombre: mi abuelo cumplía años el 22 de diciembre y desde mucho antes de que se suspendieran las navidades en la isla, convocaba a la familia por esos días en torno a las empanadas de carne y guayaba y a la preciosa vajilla de matrimonio, que la abuela trataba de mantener intacta a pesar de los chiquillos correteando por todos lados. El cumpleaños fue el pretexto perfecto para fundir una celebración con otra, enmascarar los festejos −como harían los esclavos en la colonia con sus fiestas religiosas, escondidas tras el calendario cristiano. Pero ahora, en los 90 era diferente: ya se podía celebrar a cara descubierta. Habíamos llenado la casa de colas de gato, y mi madre, envuelta en un entusiasmo infantil, proyectaba bromas, regalos, platos suculentos… Mis suegros vendrían esa noche, y a la emoción de la fiesta, sumábamos la comunión de las familias…

(En realidad mis padres trataban de alejar su desolación. Ese año habían tenido que añadir, a su oficio de maestros, el de vendedores en un mercado de la provincia donde ofertaban unos pudines que elaboraban en las noches junto con otras menudencias. Me ofrecieron sus ahorros para agasajar a los invitados: yo debía cambiar, entonces, los pesos por papelitos y los papelitos por los objetos made in China.)

Averigüé los ómnibus que me llevarían a Centro Habana, y al salir mis compañeras de cuarto me pidieron que les cambiara a ellas también. Sin pensármelo dos veces, accedí: llevaba conmigo nada más y nada menos que 2400 pesos −el cambio estaba a 80 x 1, o sea, que compraría 30 chavitos, de los cuales 10 eran de mi madre, 6 míos y los 14 restantes, de mis compañeras. ¡Iba con las cuentas muy claras y con el dinero contado y recontado! 2400 pesos era mucho dinero y a la vez era nada: unas 60 cajas de cigarros…

(Foto de OLPL)

Al llegar al kiosco había todo un pueblo para cambiar. La cola se extendía a varias manzanas a la redonda y en la entrada, un núcleo ameboide franqueaba el paso y hacía imposible el avance ordenado. Un mulato achinado −y de quien podría haber hecho un perfecto retrato robot- me sugiere, por lo bajo, que él me puede cambiar, pero apúrate, cuánto quieres, dame ya el dinero que ahí viene la policía, toma tus 3 papelitos de colores…: mi bulto de 2400 pesos pasó a su mano y tres billetes enrollados me fueron entregados. (Recuerdo que le pedí que lo contara y me dijo que no, que qué va, que ahí no lo podía contar: “yo confío en ti”, añadió.)

Con la confianza de quien se sabe más lista que nadie −¡me quité de encima una gran cola!- me fui a la tienda más cercana tras los regalos navideños. Al llegar a pagar, la bellísima cajera con ese maquillaje perfecto que solo las cajeras entre otras pocas mujeres de la Isla podían permitírselo, me congeló con sus ojos: “Estos billetes son falsos. O te vas calladita como si no pasara nada −¡y no armes espectáculo, niña, que se van a dar cuenta los de la seguridad!-; o tengo que llamar a la policía y te enredarías, te meterían presa, imagínate, te acusarían a ti de compra ilegal y a lo mejor hasta de falsificación… Tú decides...” (Evidentemente la cajera estaba compinchada con los estafadores: quizás se maquillaba todos los días gracias a la credulidad de los burlados: mi dolor era un impasible make up en su rostro…).

Y me fui calladita, por supuesto. Al doblar la esquina me doblé en dos y vomité mi ingenuidad: tenía una resaca pegajosa, un mareo de vientre grávido que, de repente, se vacía, y aborta en plena calle, a la luz del día. La estafa duele tanto como una violación. Es una violación que te rompe sin dejar huellas corpóreas: ¿dónde la contusión, la fractura?; ¿a quién mostrar la marca inexistente que como un sello de agua se estampaba cuerpo adentro?

(Foto de OLPL)

Luego aprendería a sobrevellar el timo diario, el timo de pacotilla casi imperceptible con el que se tropezaba a cada paso -de balanzas desbalanceadas, de productos adulterados-; pero aquel era un sablazo mayor para el que nadie está inmunizado.

Decidí caminar y caminar y caminar…
Salí al malecón y fui andando desde la Habana Vieja hasta el Instituto Superior de Arte (donde vivía mi pareja en aquel momento). Llegué mojada y ajada −una lluvia pertinaz me intercedió en el camino: mi imagen asustaba. No tenía dónde refugiarme y solo necesitaba un abrazo. ¿Cómo reponer el dinero?, o ¿cómo decirle a mis padres que seguía detenida en ese estado de inmadurez que ellos ya creían superado?, ¿cómo convencer a mis amigas, sin que la duda se posara en sus ojos, de que había sido tan infantilmente estafada?

Tenía sólo tres “chavitos” en mis manos: los 30 en realidad eran tres billetes de a 1 que les habían pegado un cero mal recortado (en un principio quise tirarlos; me contaminaban, pero solo esa doble humillación que nos obliga a controlar el orgullo ante la obvia necesidad, me hizo conservarlos). Mi novio me ofreció todos sus ahorros: 2 chavitos que tenía guardados para ese fin de semana; sin un centavo, tuvo que regresar a la provincia, mientras yo me quedaba sola, hidrocefálica: la idea de reponer la falta estallaba en mi cabeza como las olas del mar en el muro; estaba obsesionada. Debía reunir 24 más para completar la deuda y para borrar aquel episodio, como si nunca hubiese ocurrido: ¡pero 24 “chavitos” eran 1920 pesos!, ¿de dónde los iba a sacar?

Ese fin de semana recorrí toda la feria artesanal que ocupaba la calle G pidiendo trabajo. Casi llegando a Línea, un joven de pelo largo y rizado me “contrató” solo por ese fin de semana, después que le conté, llorosa, lo ocurrido: creo que se lo contaba a todo el mundo con el impudor que da la desesperación: iba de puesto en puesto con esa vocecilla moribunda que tienen los mendicantes. En su mesa exponía sandalias de cuero y por cada par que lograra vender ganaría 1 chavito. Estuve desde las 10 de la mañana hasta las 8 de la tarde bajo un sol que disecaba −mi propia piel olía a cuero− y sin comer nada. A ratos, me tiraba en la hierba, exhausta. Pero me sostenía la excitación, casi felicidad, de lograr saldar la deuda.

Solo vendí dos pares de sandalias; la euforia se fue tornando desesperanza. Volví el domingo, casi sin fuerzas −me pidió que madrugase para ayudarle a montar el tinglado. El día se extendió oblongo como una lengua de perro sedienta… A cada hora hacía cálculos, se acercaba el retorno de mis amigas de sus provincias. Hacia el final de la tarde vendí dos pares de zapatos más.

El lunes le entregué el dinero recaudado a una de mis compañeras y no le conté lo ocurrido. Me faltaban los seis de la otra muchacha (casi 500 pesos), que llegaría de su provincia en cualquier momento y me pediría cuentas. Podía haberle explicado la verdad, pero una imagen caprichosa me martirizaba: hacerlo era reconocer mi incapacidad para lidiar con el mundo. (Quizás el complejo de "pinareña", del que trataba de desentenderme a toda costa, influía en no querer reconocer que había sido burlada.)


(Foto de OLPL)

Volví a doblarme en dos y a caminar, caminar, caminar (era de noche, y arrastraba los pies por el malecón). En un impulso, y sin dejar que una culpa pegajosa me inmovilizara, me arrimé al costado de la acera y empecé a señalizar con el dedo levantado como pidiendo “botella”. Fue un gesto casi instintivo, sin meditación de por medio... Inmediatamente se me acercó, salida de la nada, una mujer pequeña −como una infante envejecida−, con tacones y falda muy corta y me gritó amenazante: “oye, este pedazo es mío, y además lo controla Él” −y señaló para una sombra blanca que desde la otra acera observaba nuestros movimientos. Miré hacia atrás y vi una larga cola de chiquillas en tacones y faldas cortas, separadas a una prudencial distancia unas de otras; todas dispuestas a defender sus "puestos".
“Y vete ya −agregó−, que con esa ropa y esos zapatos me espantas a los clientes.”

Su violencia hizo que me diera de bruces con el sinsentido de mi empresa: mi cuerpo descarnado, casi concentracionario, y mis ropas elementales −toda yo desprendía una ausencia de sofisticación como un perfume barato: mi belleza era hirsuta, nunca me había depilado las cejas, apenas me maquillaba−; además de mi incapacidad para la seducción impostada y para el amor sin consagración, sin previo pacto de futuro, todo ello hacía que mi empresa fuera, de antemano, un disparate. Esto, sin detenerme en pensar que, por aquella época, consideraba moralmente reprobable la prostitución.

Regresé a la residencia descoyuntada; como en las torturas medievales, mi cuerpo eran dos fragmentos que unos caballos arrastraban por caminos opuestos. Sin ningún milagro a la vista que multiplicara el dinero, tuve que contarle lo ocurrido a mi compañera de cuarto y prometerle que, tan pronto pudiera, se lo devolvería. Por un buen tiempo trabajé, durante los fines de semana, en el puesto de frituras, pudín y refresco de mis padres, hasta reunir la suma faltante (peso a peso, con la cara desvalorizada de Martí, fui restando la deuda). El trabajo de unos pocos fines de semana se volvió empleo permanente por varios años: francamente no lo asumí como una carga; era feliz ayudando a mis padres y garantizando mi cuota de subsistencia). De toda esta historia me quedé sólo con un único sabor agrio: el de no haber hecho el retrato robot de aquel individuo que aún hoy, si afino la memoria, podría recomponer. ¿A cuántas personas más habrá estafado?

Ese fin de año hubo fiesta en casa y regalos al pie del arbolito −aunque no los objetos brillantes y frágiles made in China. Mi madre sacó del fondo de un armario unos adornos de cristal, comprados probablemente en los últimos destellos de las tiendas “de la Amistad” y almacenados para cuando necesitase obsequiar a algún médico… Cuando mi abuela avisó que ya la mesa estaba servida y los platos de la vajilla de su matrimonio nos recibieron con su encanto añejo, tuve la sensación de que no podía ser más completa la estampa familiar.

sábado, 20 de noviembre de 2010

LA VIDA DE NOS-OTROS

Cap 20 Fast Havana, de GautierProdVideos.

Aquí me reencuentro con los trenes abandonados, con el vagón 204... No eran una fantasía, una ilusión óptica o un recorte maléfico de la ciudad: ahí están, como la huella indolente del pasado varado, del futuro que se oxida sin llegar a ninguna estación -pero esto es tan evidente que es casi una metáfora obsoleta...

La Habana, narrada por la lente de George Gautier sustituirá, por hoy, las palabras.


jueves, 18 de noviembre de 2010

LA VIDA DE NOS-OTROS



Esta vez Omar Rodríguez (habanero residente en Madrid) me regala un resumen de nuestra/su vida -con conga santiaguera de fondo- que ya había publicado hace un tiempo en su blog pero que a petición del autor, formará parte de esta cadena de vidas que me apropio para espejearme y dialogar... Gracias Omar por este trocito de "muela bizca", sobre todo por tejer tan bien tus recuerdos con la música que tanto disfrutábamos y odiábamos -en mi caso- a partes iguales.

"Ser negrito, ser chusma, ser blanquito equivocado, ser yuma… (manifiesto personal contra el racismo)" por Omar Rodríguez.

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lunes, 15 de noviembre de 2010

[26] La Habana, 1994: historia íntima.



La Habana empezó a incrustarse en mi piel justo cuando comencé a vivir en ella: los fragmentos de su cotidiano hacían unas rasgaduras dolorosas, densas y rebordadas como los pasamanos de las escaleras que no me atrevía a escalar. Fue entonces, cuando entre tantas marcas y desabridas mañanas fuera de casa, me refugié en un rostro aniñado −alguien que me brindó su edad descoyuntada por la gravedad de la música y por cierta terquedad, ejercitada algunas tardes, de quebrar el aliento, de hacerse poderoso para olvidar la provincia y el dolor intersticial de la familia también descoyuntada.

Su música no estaba en la pauta; estaba en la intensidad de sus ojos −demasiado oscuros y empozados para sus cortos años. (Los dedos se deslizaban rompiendo el silencio y todos aplaudían la ejecución. Pero en la ejecución no había misterio: había esfuerzo; el misterio estaba en el rictus de su mandíbula triturando los sonidos, y en sus ojos plomizos). Solo cuando reía se despejaban las tinieblas y regresaba el animal doméstico, el niño que había que despiojar y mimar: esa gravedad se pierde con los años y sin ella, nos volvemos anodinos…

Cinco, tal vez veinte años, nos separaban, y como en algunas utopías fílmicas, soñaba detenerme a esperarlo y envejecer con él, simultáneamente, hasta que ni una arruga ni una simple cana simbolizara las diferencias. Sólo que no fui capaz de prever que los cuerpos hablan un lenguaje de años muy diferente al lenguaje de gestos, de experiencias…

Quería ser la dualidad o abolir las dualidades, abrirme la piel como un abrigo y refugiar dentro de mí al cuerpo que recién empezaba a amar. Quería ser la confluencia perfecta entre el sufrimiento y la belleza; el instrumento −madera y sublimidad mezcladas a partes iguales−; el arpegio que dejaba caer el amor como si lloviera, lentamente sobre mis poros vueltos cántaros, y la simultaneidad de los sonidos, difusos en la noche. Quería ser el cansancio y la repetición infinita de una pieza inconclusa… Terminé por ahogarlo, como la libélula fósil en la burbuja de ámbar.

Los ires y venires de La Habana a la provincia se llenaron de lentas madrugadas tejiendo intensidades, que luego debían destejerse al llegar a la ciudad. Nos internábamos en ciudadelas estudiantiles y vivía el martirio de la distancia como el suplicio que pagaba a cambio de instantes de trascendencia que me eran regalados −como un viaje arrodillado y doloroso de camino al santuario en busca de la promesa que salva la vida−. Me ausentaba, vivía ausente, comía ausente la insípida y casi ausente comida que me daban, dormía ausente entre el bullicio de los pasillos −vivía una especie de vida sin mí, o mi vida conmigo alcanzaba un grosor, una intensidad o una forma que aprendí a sentir y dimensionar sólo cuando volvía a ser un continuum, una vida consigo. Por aquellos días tenía la certeza de la inmortalidad: ni una hoja de otoño podría herirme; cualquier muerte cotidiana estaba demasiado lejos de la totalidad que sentía entonces. (Como si Dios no se atreviera a interrumpirnos; como si sintiera pudor de deshacernos en plena hechura.)

Lo cotidiano era un trámite, apenas un cobertizo donde actuaba o una pausa: no dejaba entrar a mi cuerpo lo cotidiano; demasiado sucio, decadente, ocre. Tenía aspecto de museo, con animales disecados y sonrientes, con olor a serrín y formol. La vida estaba en otra parte, y salía a buscarla, atravesaba la ciudad hasta llegar a la ciudadela suburbana, cuyo aire de sonidos en la distancia, de chelos y trompetas despeinaba mi acritud. El amor fue una excusa ideal para sublimar la violencia que sufría cada día al despertar. Y lógicamente, un amor no puede sustituir el entramado en el que vivimos, no puede crear una ciudad perfecta, un laberinto hecho a la medida de nuestros sinuosos deseos: la ciudad dejaba sus esquirlas, sus punzantes restos en mi piel y rompía la burbuja en la que intentaba calentar los cuerpos, unificarlos. Como un árbol enquistado en el pavimento y cuyas raíces pueden romper la ciudad, levantarla un día sin que haya remedio, mi amor se enquistó en las aceras: el dinero escaseaba, las distancias eran cada vez más insalvables, mis años de más empezaron a pesar sobre su ligera espalda de Sísifo imberbe…

Quería soñar que La Habana estaba recién asfaltada y que yo caminaría, entonces, como los chiquillos, queriendo dejar el hueco de mis pisadas para siempre (y de las suyas, a mi lado…). Pero no pude ser cántaro para que el agua no escapara, ni ahuecando las manos: mis poros dejaron de aposentar los arpegios de lluvia y se cerraron.

No supe nunca más de esa vida sin mí−consigo que enterré en algún lugar de mi cuerpo. Dios no tuvo el más mínimo pudor de deshacernos en plena hechura.

domingo, 14 de noviembre de 2010

VAGÓN 204



¡Te lo prometió José Antonio Saco y Fidel te lo cumplió!"

(Fragmento de Memoria sobre la vagancia de José A. Saco, 1830.)
Las obsesiones de la intelectualidad criolla colonial de implantar un "sistema de espionaje" que controlara a los individuos y que elevara la productividad de la nación fue, al cabo de 130 años, implantado en Cuba. Los vagos, ahora investidos con la categoría política de "lumpen", o, la más aplatanada de "gusanos" vivieron la pesadilla del biopoder revolucionario, instalado a imagen de aquel que propugnara Saco en el marco del "Despotismo Ilustrado".
Martí, más democrático y conciliador, nunca hubiese apostado por una república que cercara hasta prácticamente echar al mar, a sus ciudadanos. Por eso enmendé el verso de Guillén...
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domingo, 7 de noviembre de 2010

LA VIDA DE NOS-OTROS



Con el título "Desgarramiento", ayer seis de noviembre, se publicó en el Blog Relatos de Meme está carta de una madre cubana que lleva más de cinco años separada de los suyos y que aún le niegan, en el consulado de Cuba en Venezuela, ese sello vergonzoso de "Habilitación" que llevamos en nuestro pasaporte los que sí podemos entrar.
Como es la realidad de tantos, y como la viví prácticamente en carne propia cuando mi esposo supo que su padre había fallecido y tuvo que llorar su pérdida en la distancia, la republico para seguir armando esa vida de nos-otros que nos han obligado a vivir en el más absurdo de los sinsentidos.

Esta carta la acaba de enviar mi sobrina Lismay a su mamá y su hijita acá en Cuba. Como introducción les cuento que ella cumplió misión médica en Venezuela y se enamoró y se casó en aquel país y decidió no regresar porque ya venía en camino su segunda hija. En Cuba había dejado a la mayor con apenas 8 años y desde hace más de 5añoran un abrazo. Quiero que conozcan su historia.


Hola Mamita, mi niña querida, mi Papi, mi hermano, tía Melvis y toda mi familia. Tal y como les había anunciado hoy 5 de noviembre en la mañana fui a la embajada cubana en Venezuela con el propósito de ver al embajador u otro funcionario allí y reclamar nuevamente –por tercera vez- la habilitación de mi pasaporte para viajar a Cuba después de casi 5 años de “castigo”, víspera de los 15 años de Lianny en enero, a los que quería asistir.
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jueves, 4 de noviembre de 2010

[25] La Habana a todo color.


(La Víbora. Habana. Fotos tomadas del blog "Secretos de Cuba")

Y ya era inevitable. Lo que desde los 15 años había sido un sueño, ahora podía leerse en una casilla al lado de mi nombre, escrito con una caligrafía de oficina: Filología.
Habían ofertado dos plazas a la Provincia (en realidad se decía “habían venido” dos plazas, como “viene” el pollo, y los huracanes y cierto placer semejante a la muerte al término de la cópula). Temía que esta escasez de posibilidades para estudiar lo añorado quebrara algunos lazos de amistad, fundados, justamente, en la pasión por la literatura; casi con timidez rellené las planillas…
(En los meses cercanos a los exámenes, alguien llamaba a mi casa los fines de semana y me amenaza. Pretendía que me asustara y no ‘optara’ por la carrera. Después supe de quién se trataba y hasta fuimos amigos. Estudió bibliotecología.)

Antes de llenar las planillas con las diferentes opciones elegidas se hizo una pequeña reunión, que era, como muchas de las cosas absurdas de aquella época, una rutina para complacer a los dirigentes: todos estábamos capacitados, por nuestro compromiso revolucionario, a estudiar en la Universidad… Mientras colocamos en silencio el nombre de las carreras, alguien pide que le muestre mi planilla, y al negarme, me acusa de querer estudiar “Medicina” y no confesarlo. Habían venido, creo recordar, sólo 90 plazas para ser médico (y solo en mi aula se postulaban casi 20). Algunos enlistaban los posibles candidatos con ansiedad y temían, a cada paso, que se incrementara el inventario. La paranoia nos tenía poseídos. No quise mostrar mi planilla porque sólo cubrí una opción: no se podía desear ser filólogo, y con una intensidad menguada, ser médico o astronauta (eso pensaba en aquel momento). O uno o lo otro: casi un suicidio.

Quizás lo que no sepan mis colegas es que, al término de la reunión, tuvimos otra más “cerrada” (dirigentes estudiantiles con dirigentes partidistas), en la que se nos instaba a vetar a algunos compañeros para que no estudiasen sus carreras. En especial recuerdo −porque era mi amigo− que se pretendía negar la posibilidad de estudiar Medicina a alguien con un excelente promedio y un carisma singular, casi el “alma" de nuestro grupo. Con la “ingenuidad” como estrategia me hice la desentendida y defendí su sentido de la responsabilidad y otras manías necesarias para “encajar” en el sistema −su entusiasmo, solidaridad, su militancia en la UJC…: no veía yo cuál podía ser el impedimento.
La causa se insinuaba con remilgos: “Sí, será un buen estudiante, sin dudas, pero ¿ustedes creen que algún hombre (y se resaltaba la palabra) va a dejarse examinar por este muchacho? Que estudie Arte, Letras…” No se mencionaba la falta, pero volaba densa por la sala, como los insultos que se le lanzaban a toda hora por los pasillos de la escuela. Quien tenga la integridad de sobrevivir al insulto sin inmutarse −como lo hacía él−, podrá sobrevivir a casi todo.
Al final, casi nadie se atrevió a votar en su contra, y sin nuestro apoyo, no podían seguir adelante con el veto.

Así que después de los exámenes y de ver mi nombre en la casilla, ya era inevitable: Filología. Apenas me alegré.

Tenía una pareja diez años mayor, que me había puesto un anillo de compromiso (de plata y vidrio) y reclamaba boda, hijos, una domesticidad que escapaba a toda concreción y que yo fingía representar, agasajada por una falsa madurez. Me suplicaba que no me fuera a La Habana. En aquel momento, “irse” a la Habana era como “irse” del país; salir del estrecho círculo provinciano y nunca más regresar, o regresar a medias, cambiada, distante. Entre llantos me despedía todos los fines de semana hasta que la relación se deterioró. Había que adaptarse y la única manera era cortar las amarras: dejar la casa y el sillón


(Ruinas emblemáticas de la Calzada de 10 de Octubre)

El primer año me instalé en la casa de los tíos en la Víbora. Una casa semiderruida en la que sus habitantes también estaban, como yo, desgajados, perdidos. Apenas había muebles donde sentarse y las paredes vacías rebotaban el eco de las conversaciones. Mis tíos habían llegado poco antes de sus misiones en el extranjero, y el país los obligaba a vivir una miseria desconocida y a regresar a sus roles, ya desaprendidos, de padres; mis primos habían saltado, en cierta medida, al vacío, al dejar la casa de Pinar del Río −de una estabilidad familiar, rígidamente amorosa− y abrirse a la libertad y a la precariedad de los años 90 en la capital.


Nadie preguntaba por mí, nadie me preparaba el desayuno o me deseaba buenas noches. En el colmo del patetismo, intentaba descubrir el límite de este despego: salía a mitad de la noche sin dar explicación (abría la puerta y me iba a caminar por el barrio), y al regresar, apenas habían notado mi ausencia. Todos tenían demasiadas preocupaciones que acomodar en la casa vacía. Eran los días en que la prima más pequeña, que se perdía por semanas viviendo el sueño del neojipismo habanero, me llamaba al baño donde nadie nos viera, y se sacaba una tartaleta del bolsillo, comprada con monedas inalcanzables. Los seis huevos de la quincena se guardaban en las gavetas para que cada cual los racionara a su antojo. Éramos una familia demasiado numerosa como para planificar y compartir la precariedad.
La prima mayor vivía en la casa, con su marido y su niño hiperquinético de unos cuatro años. El primo mayor vivía en la casa, con su esposa y su niño dócil de unos cuatro años −mantenido a raya por el hiperquinético. Éramos 10 en total. No había un minuto de silencio.
Por las mañanas, hacíamos colas en el baño; el tío a veces amanecía sentado en la taza, borracho. Los primos discutían, las puertas se tiraban. Los pequeños probaban fuerza conmigo, tanteaban la paciencia de la nueva inquilina.

Yo esperaba a que todos se fueran al trabajo para levantarme. Cuando lograba desayunar, echaba un plátano en la batidora con agua: jugo de plátano que había que tomar inmediatamente, porque si no, se separaba el agua de la fruta. El día que tardé en beberlo, vomité. (Nunca más he vuelto a comer esta fruta; soy incapaz de no regresar, con ella, a aquellos días).
Después me iba a clases y seguía en las nubes, sin entender muy bien si tenía sentido toda aquella locura. A las pocas semanas me hice amiga de una compañera de clases, vecina. Me salvó la vida. Literalmente. Estaba en su casa hasta la hora de dormir; estudiábamos, conversábamos, y su madre nos preparaba un refresco rosa (agua con azúcar a la que le echaba unas gotitas de un colorante con ligero sabor a fresa). Almorzaba allí, en familia, usurpando una ración que no me pertenecía. Esa mujer leyó mi desasosiego como nadie. Y nunca tendré suficientes palabras para agradecérselo.

Cierro los ojos y evoco un robo. De repente, estamos sentadas en el comedor, la esposa de mi primo y yo, conversando, tomando café. Un gallo hermosísimo se pasea con ínfulas por el muro que separa nuestra casa del patio del vecino. Con un impulso desconocido por mí, cogió un cuchillo y se abalanzó contra el ave que apenas pudo protestar. Esa tarde todos cenamos pollo, “comprado en el mercado negro”: le había prometido callar la fechoría de la que fui cómplice.

Otro día, cuando regreso a casa sobre las siete de la tarde, veo a mi tía sentada a la mesa de la cocina, esperando. Esperando. A las ocho habría apagón −hasta la madrugada− y el fogón sin encender, la nevera vacía y un oficio de madre que no podía ser ejercido. (Cuando cortaban la luz también se iba el “gas de la calle”).
En aquel momento su mirada no era de desespero, impaciencia o dolor; sino más bien de resignación, lento aprendizaje del suplicio. Al sentirse observada, salió del ensimismamiento y me contó que había venido el picadillo de soya a la carnicería, pero que la cola era infinita y que todo el barrio defendía su lugar con la chusmería imprescindible en estos casos. Me dijo que lo sentía, pero que no había podido sumarse a la multitud. No sabía cómo. (Apunto unos versos que me vienen a la memoria: “La efectividad del ritual sólo es posible / si la víctima se suma al jolgorio / de su muerte”).
Yo tampoco sabía, pero era joven y debía aprenderlo. Quien tenga la integridad de sobrevivir sin inmutarse a la humillación de batallar por una cuota de comida, podrá sobrevivir a casi todo. (Después, al cabo de 5 años y ya graduada, retornaría a vivir a un solar de la Víbora en donde aprendí a ponerme la chancleta con una facilidad que aún la conservo.)

Ese día fui la heroína de la casa. Comimos la insípida ficción que nos ofrecían en la oscuridad del apagón.

Suspendí mi primer examen de Latín.

martes, 26 de octubre de 2010

LA VIDA DE NOS-OTROS



Le he pedido este texto a George Gautier (el "Yoyin") porque leyéndolo, sentía que dialogaba conmigo de alguna manera. Yo, que últimamente ando vestida a toda hora con la "camisa blanca" de los recuerdos, siento, en cambio placer poniéndomela y quitándomela lentamente ("me quito el rostro y lo pongo encima del pantalón" - diría el Silvio de aquellas canciones que valía la pena memorizar). Para el Yoyi, recordar es como pasar ese coágulo imposible por el corazón. Y sobreviene el dolor. El infarto.

Hoy me puse la camisa blanca de ir a trabajar y por unos segundos, mi memoria sádica me llevó al mismo momento en que me ponía una camisa similar para ir a la escuela. Por un momento pasé un susto terrible de haber vuelto atrás de pronto, es más, de que nada de mi vida actual hubiera sucedido. Temí despertar de pronto en un escabroso y sacudido año 88 yendo al tecnológico en la guagua 22, colgado de la puerta, sin nada en el estómago.
En esos segundos me volvió a sacudir la inseguridad, la falta de esperanzas, la falta de amor, la ceguera inmadura de cualquier estudiante que solo quiere que pase el día para volver a ir a la playa, único sitio donde realmente me sentía en casa, en tierra.
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domingo, 24 de octubre de 2010

[24] Viaje sin fotos (2)



Como ya conté en otra ocasión, antes de partir a Francia y con la ingenuidad pretenciosa de una adolescente insular de apellido extraño, mi boca se abrió para decir que quién sabe, a lo mejor podría encontrar mis raíces francesas,y en ese instante se llenó de insectos que construyeron su nido dentro de mi cuerpo (¡y mira que siempre me habían dicho que “en boca cerrada no entraban moscas”!). Quienes me oyeron, seguramente “segurosos” −o sea, miembros de la seguridad del estado−, interpretaron que en aquellas raíces foráneas que pretendía buscar me quedaría a vivir, como el jinete sin cabeza, y no regresaría más a la isla, a mis raíces de ceiba o de algarrobo llenas de ofrendas a los orishas. Yo, que sin dudas pasaba por una “chica del montón”, fui el objeto del deseo -más bien "carne trémula"- de aquellos moscones que me circundaban, ofreciéndome sus amores pegajosos y sus bondadosas ayudas −me cargaban las maletas o me esperaban pacientemente cada vez que me detenía, despistada y curiosa, en las pequeñas tiendecitas de minucias y souvenirs. No importaba que uno tuviese la edad de mi padre para tales proposiciones, u otro la impaciencia de un dóberman a flor de piel. Estaban en todas partes, disfrutando de su ubicuidad y facilidad para pasarse el bastón −que era yo− cada vez que uno se aburría o era despachado de mi lado con una grosería. Las mujeres -que eran minoría- cubrían los momentos de intimidad femeninos: si iba al baño me acompañaba alguna, tan buena y maternal, como para no cuidar mi puerta; otra me diría que el vestido me quedaba pintado −asomada al probador de un gran comercio. ¡Eran 25 caras que veía hasta en la sopa!

El colmo de toda aquella persecución fue el día en que me reuniría con la familia francesa que nos acogería. ¡Todo un día con una familia de raíces exóticas: “ma mère”! Con cartel en mano, esperaba ansiosa a que los franceses me contactaran, y juro que fui feliz en el instante en que divisé mi nombre en un cartel ajeno y pensé que, por fin, me iría a respirar sola sin el mosquero que se desplazaba tras mis huellas. Precipitadamente besé a los franceses y me lancé hacia la puerta para escapar, pero a la salida, una urraca dio la alarma.
Vino el jefe de la cuadrilla y habló con el padre de familia: “Hay un chico al que no vendrá a recoger nadie y, pobrecito, blablablablabla, ¿se podría ir con ustedes?”. Miré con una rabia de animal poseído al jefe −el viejo verde que unos días antes me había intentado seducir falsamente− y al joven con cara de carnero degollado casi a punto de llorar por no tener familia exprés, y monté un numerito de chiquilla egoísta ante los ojos atónitos de los franceses, para quienes era incomprensible tanta insolidaridad con el prójimo (muy lejana de cualquier manual del perfecto comunista). Dije casi gritando que por qué se tenía que ir precisamente con nosotros, que se fuera con otras personas y que ya estaba hartaaaaa del convoy -hablaba en "clave": sólo él y yo sabíamos de qué se trataba.
Al final, la familia francesa adoptó al huerfanito del tercer mundo y lo tuve toda la noche a mi lado como ese hermano antipático que te va halando las "motonetas" mientras caminas.
A causa de su presencia, los franceses tuvieron que cambiar sus planes, y en vez de llevarme a su casa a cenar y darme los regalos que me tenían preparados −bolsas de ropa usada que seguramente donarían a Cáritas−, terminamos en un restaurante griego comiendo creps. Según me explicaron, no me darían la ropa porque era de mujer y no iban a venir ellos, capitalistas inconscientes, a romper la idealidad del igualitarismo cubano. Si no había trapos para el hermanito, tampoco para mí. No los volví a ver, porque esa noche se canceló toda posibilidad de empatía.

Así que, mientras el resto de mis compañeras llenaron sus maletas de regalos −muchos solicitados directamente: artículos de aseo en peligro de extinción o medicinas de nombres desconocidos−, con los que la izquierda francesa intentaba soñar que otro mundo era posible -reposando su cabeza en almohadas de viscolátex-, yo tuve que conformarme con traer mi maleta prácticamente vacía.

Esa tarde noche puse en orden algunas cosas: dada mi irritación, disfruté diciéndole a aquella familia "comunista" que fabulaba con la impoluta perfección de mi sistema social, que el pueblo de Cuba era INFELIZ y que prácticamente nadie se creía YA el cuento de la “buena pipa”; que la gente tenía hambre y que era más fácil ser comunista vestido de traje y con un mercedes recorriendo las calles parisinas que comiéndose una hamburguesa tras tres tristes horas de colas al sol. Eso lo decía, claro y alto, para que el seguroso me oyera. El chico aprovechó un momento de soledad y para mi asombro me dijo, con un profundo abatimiento, que aunque aquello fuera verdad yo no debería decir eso. En realidad me estaba suplicando que no desbaratara sin conmiseración sus murallas de arena (dentro de las que vivía y con las que trabajaba) y esa angustia de animal acorralado me traspasó.

Y así tuve amigos a la fuerza, es decir, forzada y forzosamente −ya lo dijo Maquiavelo, si no puedes matar a tu enemigo, hazte amigo suyo. Como ya conté, me puse al tanto de este complot -y que temía fuera fruto de un delirio paranoico que habría que tratar llegando a la isla-, porque “el último de los mohicanos”, un joven “estudiante de derecho” de ojos azules hacia el que sentí real empatía, desenredó todos los cables con los que me habían estado atando y me mostró cada uno de los individuos que había "coincidido" conmigo en cada ocasión (¡mira que la Seguridad se inventa misiones de bajo costo para tener “contenido de trabajo”!). Aunque no llegó a confiar en mí como para “bajar la guardia”, al menos a su lado me sentía más a gusto, digamos que empecé a disfrutar de una cierta ilusión de libertad.

Durante el viaje visitamos una fábrica de ensamblaje de televisores Philips en las afueras de París. Fuimos recibidos por dirigentes sindicales pro−fidelistas (que nos hablaban de esa Cuba de ficción, apuntalada con sus propias frustraciones trostkistas, en la que no vivíamos nosotros- que nos explicaron las permanentes gestiones que hacían por mejorar las condiciones laborales −entre ellas, la creación de una preciosa guardería− y lograr igualdad de salarios para todos los trabajadores. Aquello seguramente nos sonaba a marciano: nuestros sindicatos sólo justificaban su existencia recogiendo la mensualidad de las MTT (Milicias de Tropas Territoriales) o debatiendo en Asambleas Generales los discursos de Fidel y, después del 94', obligando a los trabajadores a formar parte de las Brigadas de Respuesta Rápida. (Brigadas para dar palo y gritar groserías si a alguien se le ocurría lanzarse a la calle a protestar) Así que, seguramente, nos compadecimos de los pobres obreros capitalistas, todo el tiempo en pie de guerra.

Comimos esa tarde en el “comedor de los trabajadores”, algo que pensábamos sería el sitio donde se hacinaba la masa obrera −los sótanos de Metrópolis−, pero que ante nuestros ojos resultó ser como el restaurante de un hotel de primera, con aquel self service que podía ser la representación más apabullante de la libertad: poder escoger, autoservirse sin que nadie restringiera las medidas con cara de nazi era como la conquista del libre albedrío. La libertad guiando al pueblo había soltado la bandera y cogido una bandeja que llenaba y llenaba con todo tipo de alimentos que a la larga no podría comerse, y mucho menos guardar en una “jabita”.
¿Alguien puede imaginarse lo delirante que sería oír frases como: “¿y esto será lo que comen todos los días, o nos estarían esperando con un menú preparado para la ocasión?". Evidentemente nuestra precariedad cotidiana era tan grande que estábamos deslumbrados ante aquellos "lujos", que para los trabajadores no eran ni más ni menos que "condiciones de trabajo" logradas a fuerza de productividad, exigencias e incluso, huelgas. Estado de bienestar, con servicios públicos eficientes -como el acceso a la salud del que tanto presumíamos los isleños-. Un médico camagüeyano de la delegación me dijo al oído: “preferiría ser cola de ratón en Francia que cabeza de león en Cuba" y sostuvimos una larga conversación sobre sus condiciones de trabajo en el Hospital Provincial.

Para gran parte del grupo, el mundo era una pantalla de televisor Krim (artefacto ruso ensamblado en la isla) con dos canales regulados por el estado: en uno se nos decía que “había que votar por todos” y en otro se nos entretenía con béisbol. Un mes después de nuestro viaje, el 26 de julio de 1993, se anunciaría la despenalización del dólar en la isla y comenzaría a canjearse la moneda a exorbitantes precios: desde 1 x 63 hasta 1x 120. Las tiendas empezarían a vender sus exiguas mercaderías “chinas” que nos parecían artículos de primera, y algunos años después llegarían los tv Philips a sus estantes para los pocos afortunados que pudieran comprarlos.

(Recientemente supe que la empresa holandesa Philips había anunciado el cierre de aquella costosa planta que yo había visitado, amparada en la justificación de la crisis. En realidad pretendían radicalizar las políticas neoliberales ya puestas en vigor desde finales de los '90 y que habían provocado oleadas de despidos masivos. Ante esta nueva medida, los pocos trabajadores que quedaban en la plantilla “tomaron” la fábrica por 10 días y al final lograron conservar sus empleos.
En las pantallas de los televisores Philips de Cuba difícilmente esta noticia haya sido reflejada −y entendida− en toda su complejidad (más allá de una masa gritando y unos polícías dando palos), y mucho menos ahora que tantos trabajadores se irán a la calle sin que ningún sindicato ni huelga pueda frenar los despidos o negociar las indemnizaciones. Y esto en Cuba, que se ubicaba en las antípodas del neoliberalismo!. Los obreros de la fábrica de Dreux exhibían un cartel que decía: “¡Gagner contre les patrons c'est possible!”; los cubanos, en cambio, ya empiezan a hacer las asambleas para ver quién se queda y quién no, declarando de antemano perdida la batalla contra el único patrón posible: el Estado.

Al final de aquellas visitas a las fábricas o a otros sitios como la Universidad, nos reuníamos con europeos sedientos de "testimonios" de la Cuba real. En París VIII un estudiante de Hispánicas me preguntó si en Cuba había una dictadura. Fue la primera vez que alguien me lanzaba la palabra en la cara y me quedé sin aire. El “estudiante de Derecho” −el agente de la seguridad que me acompañaba−, respondió por mí: “Sí, en Cuba hay una Dictadura. Y se quedó unos segundos en silencio para rematar: "la Dictadura del Proletariado”. En el intervalo entre una oración y otra casi muero de asfixia. Alguien del grupo tiró a choteo el debate concluyendo: “en Cuba no hay una dicta−dura, chico, lo que hay es una dicta−blanda” (no recuerdo si a los franceses les pareció simpático esto). A la salida, alguien se atrevió a bromear con la que respondió: en realidad tú quisiste decir que lo que tenemos es una "dieta blanda", ¿no?.

Otro universitario nos preguntó que si la gente tenía “coches”; seguramente estaba informado de la proverbial falta de gasóleo de entonces. Esta vez respondió una dirigente de la Juventud Nacional. Dijo con sosegada seguridad que sí, ¡que claro que había coches!. Casi todos los cubanos tenían un “forever” parqueado frente a sus casas. Sólo nosotros entendimos el chiste: "forever” era la marca de las bicicletas chinas vendidas en Cuba.
Como en "La vida es bella" hay cosas que sólo pueden ser explicadas y sobre-vividas con infinitas cuotas de humor.

martes, 19 de octubre de 2010

LA VIDA DE NOS-OTROS



Mi hermano me ha regalado estos fragmentos de su niñez para mi blog. Los comparto con mis lectores, desde la emoción de saber que un recuerdo puede ser un poderoso artilugio para resistir −aunque no sepamos muy bien hacia dónde nos llevan estos caminos de la “resistencia”.
Siempre se nos ha dicho que para sobrevivir en el exilio había que atravesar el Leteo; ahogarse en sus aguas, y renacer en la otra orilla sin la pesada carga de los recuerdos. (Tomarse "la coca-cola del olvido", dice una canción de salsa). Yo me niego a esta operación de asepsia, por demás consumista. Yo no crucé el río −tampoco mi hermano− con la promesa de nadar por aguas sin pasado, límpidas, incontaminadas. Mis días no son más luminosos desde que recupero mi infancia con las palabras del presente, y construyo esa ficción del pasado que disfruto para saber que cada cosa está en su sitio: técnica mixta de recorte. Pero tampoco son menos luminosos −como algunos amigos me han sugerido.)

Por lo demás, no siempre estaremos bajo tierra, hermano. Un país no puede ser un cementerio tan vasto, tan desolado.

Para leer "Somos más que 33",haz click aquí

domingo, 17 de octubre de 2010

[23] Viaje sin fotos



El primero de mayo de 1993 cien cubanos maquillados con la ansiedad subían las escaleras mecánicas del aeropuerto internacional “José Martí” de La Habana, muchos por primera vez. Por primera vez unas escaleras mecánicas, un aeropuerto, un avión, y algunos, quizás, por última.

Yo sería una de aquellas cien piezas que volaría con destino a Francia dentro de una delegación diversa, con nombres conocidos de la cultura y la política cubanas; con unos 25 segurosos, y con gente de muy diverso origen: un machetero sobrecumplidor que le costaba entender qué hacía en la ciudad de la luz -y que en unos de los paseos nos enseñó, orgulloso, un retrato que se había hecho con el mismísimo Michael Jackson, y que cuando le explicamos que se trataba de un imitador casi regresa a matar al individuo-, estudiantes de varias universidades del país, obreros, "gente simple", muchos que sencillamente hacían el nada heroico papel de cumplir con su trabajo y que por eso eran premiados, y otros que estaban 100 % comprometidos, no sólo con la Revolución, sino con la "lucha": la que aseguraba la posibilidad casi milagrosa de vivir en Cuba y poder viajar.

Yo estaba en el grupo porque, como saben los que me leen, era -para decirlo en buen cubano-, una "comecandela". Con el viaje premiaban todo mi desempeño pioneril de muñequita ventrílocua que, por suerte, tal parece que había sido programada con fecha de caducidad cercana: ya empezaba a estar "fuera de revolución" (o sea, ya se me empezaba a oír mal, lenta y ruidosamente) y una vez en la Universidad no se me oiría más.

Mi hermano fue a despedirme al aeropuerto y ya debíamos embarcar, aunque yo no me atrevía a despegarme; y venga otro abrazo, y venga una última pregunta, y todo porque le tenía un miedo atroz a aquellas escaleras con vida propia que no paraban de moverse tras mis espaldas y que presentía que me comerían los pies, y que poco a poco devorarían todo el cuerpo como un alien mecánico. Hasta que tuve que girar y mirar al monstruo de frente y ascender, trastabillante y aterrada.

Ascender, creo que esa es la palabra que podría definir mi viaje a París con 17 años -aunque tenga una reminiscencia positivista que asusta. Sé que "ascendí" sencillamente porque, a mi regreso, descendí violentamente: creo haber sentido este descenso psicológico casi de manera física. Me caí en un abismo, en una abulia de la que tardaría en recuperarme. Desde el aeropuerto hasta mi casa, en Pinar del Río, transité por una oscurísima y desolada autopista en una "guagua" de lata a punto de desarmarse, y aquella oscuridad de montes sin pueblos y de pueblos sin luces me heló los ideales junto al frío de la madrugada. Tal fue mi desencanto con esa Cuba oscura a la que retornaba que intenté no regresar al preuniversitario con la excusa de que necesitaba redoblar los estudios, dada la cercanía de las pruebas de ingreso a la Universidad.
Esperaban que hiciera públicas mis experiencias en un Matutino General y me negué rotundamente. ¿Qué decir que fuese políticamente adecuado y que, a la vez, no traicionara mis recuerdos? ¿Con qué palabras contar que, mientras mis colegas comían sopa de arroz, yo me tomaba un café en "Deux Magots" soñando con Verlaine y Rimbaud? Hay experiencias que no tienen equivalencias o traducciones, sobre todo porque aquello se salía del discurso memorizado, de todo esquema mental. Era la experiencia de haber vivido, por primera vez, una fractura con lo cotidiano. Tampoco hablé del viaje en mi aula de Letras. Pocos supieron, mientras veíamos en las diapositivas "La Libertad guiando al pueblo" de Delacroix, que yo había estado clavada frente al cuadro como hipnotizada, tratando de entender el valor de la muerte y de la bandera en una mano de mujer.

Viajé con la certeza de que el 'afuera’ sería ese mundo hostil de motines y policías represores, o poblado de seres que debían vivir con la perenne culpa del Conquistador. Los europeos debían ser unos vampiros que se relamían las bocas después de chupar la sangre de esas “venas abiertas de América Latina” -salvo los que nos invitaban a Francia, claro- y que me podrían morder y ya para siempre convertir a su religión de gula y despilfarro (estas plagas estaban muy bien controladas en Cuba gracias a la miseria cotidiana). Iba preparada para ver las dos orillas del Capitalismo: la riqueza extrema y la pobreza extrema. El príncipe y el mendigo.

A mi regreso, mis amigos más cercanos querían saber si había visto muchos pobres en la calle pidiendo limosnas; nadie preguntaba por la Venus de Milo auténtica y mucho menos por las gárgolas de Notre Dame: aquello era un adorno superfluo del viaje que podía leerse en cualquier manual turístico. Cuando les decía que había visto algunos indigentes, pero más bien pocos, zanjaban su descolocación con un “te enseñaron lo que les convenía”. Esto era en 1993. Ahora los niveles de indigencia en Europa han aumentado considerablemente. Y en Cuba ya casi nadie preguntaría esto; más bien intentarían comprender la insensatez de mi regreso. El otro tema predilecto giraba sobre la comida: qué, cuánto, cómo. Más que las texturas, interesaban las cantidades.

La gigante maleta sin ruedas −y con remiendos hogareños− iba vacía de ropas (con la esperanza de que regresara llena), pero en sus espacios libres estaba muy bien acomodada la ansiedad que me generaba el viaje. En un pequeño manual escrito en mi memoria tenía algunas reglas paranoicas que justificaban mi espanto:

1. No hablar con intrusos −cualquiera que se me acercara para entablar un diálogo podía clasificar en esta categoría. El ‘intruso’ podía pertenecer a una mafia de prostitución, y de repente, me vería exhibiendo mi delgado cuerpo en un miserable burdel de Bangkok. (A esa conclusión llegué cuando comprobé que mi mercadería no sería apetecible en Pigalle: aunque se viva en una isla no hay que tener delirios de grandeza)

2. Agarrar las maletas como si fuese un pulpo. La tira del bolso me la enrollaba en la mano, habiéndole dado antes una vuelta en el cuello, de tal manera que si intentaban arrancarme el bolso, o me ahorcaban o me llevaban con él. Por las calles de París, parecía una hiedra enrollada a mis pertenencias.

3. No dejar nunca el dinero en el hotel, donde habría mucamas que lo registraban todo. Salir con él a cuestas pero nunca guardado en un solo lugar, sino disperso por varios sitios del cuerpo: por las piernas −me lo ponía dentro de las medias y bajo la plantilla de los zapatos− y en la ropa interior (y ¡ojo!, no dentro del sostén como las abuelas porque si me ponía un jersey de cuello alto, a la hora de pagar tendría que desnudarme y, más allá del espectáculo, podría pescar un resfriado). Durante todo el viaje fui una alcancía viviente, sin IVA ni tasas de interés.

4. No separarme del grupo. El grupo debía ser la prolongación de mi cuerpo. De hecho, subir las escaleras mecánicas del aeropuerto fue el último acto de soledad que hice; a partir de ahí dejé de ser una entidad para integrarme a la manada bulliciosa que ratificaba, a golpe de aullido, su identidad “cubana”. Como unos búfalos que pastan inofensivos pero que se vuelven temibles a la desbandada, cuando transitábamos por las calles de París arrastrábamos a los transeúntes con el sonido ensordecedor de nuestra algarabía. Y los franceses se molestaban, estallaban de la ira...

5. No ir a los baños de los sitios que visitáramos -y mucho menos al del aeropuerto francés, sobre todo en el regreso−, porque una mano salida de no se sabe dónde, clausuraría la puerta y me quedaría para siempre perdida en Francia. (Los enemigos de la patria dirían después que me había quedado por voluntad propia, y que dentro del grupo de comunistas había una joven desertora).

Las reglas ideológicas estaban almacenadas en otro lado de mi cerebro y trataba de no mezclarlas con éstas que eran de pura sobrevivencia, porque si no, podía enloquecer y pensar que en vez de un ladrón vulgar, quien me robaría la maleta podía ser un agente de la CIA.

Para estas reglas hubo su tiempo de aprendizaje.

Unas semanas antes nos quedamos en un hotel de La Habana −también era la primera vez que pisaba un Hotel diseñado exclusivamente para turistas, con piscinas y karaoke y jineteras sentadas en las piernas de gordos italianos; la próxima vez sería cuando mi luna de miel−. Debo decir que fui feliz en aquellos días de vacaciones semilujosas que no llegaban a tener la extrañeza radical de Francia. Allí comíamos en un buffet libre y pude paladear un bistec sin la mala conciencia de estárselo quitando a mi abuela −el plato suculento de aquellos años eran las hamburguesas de “ave” −de averigua.
Allí nos dieron las instrucciones políticas mientras íbamos consolidando nuestra pertenencia a la manada. Durante este tiempo nos llevaron a algunas fábricas en activo (sólo recuerdo a Antillana de Acero), a Expocuba −donde nos dieron infinitas explicaciones en torno a los logros de la productividad cubana−, y al Hospital Hermanos Ameijeiras. Y por las tardes nos aleccionaban en un aula improvisada: qué decir, qué responder si alguien nos “provocaba” en los variados encuentros que tendríamos. Nos explicaron con letra de molde cómo era el proceso electoral cubano − un año antes, en 1992 se había modificado la Ley Electoral y en el 93 andábamos con esa siquitrilla de votar todos por todos. Anotábamos cifras, logros, victorias, y reveses, también convertidos en victorias, todo para disparárselo al enemigo que nos agrediera. (Y en efecto, los “provocadores” no tardaron en aparecer, pero esto lo narraré en otra ocasión. Ahora ando por los preliminares.)

Antes de que nos reuniésemos en el Hotel Panamericano, tuvimos una cita en La Habana para proveernos de la pacotilla necesaria para viajar. En una tienda que almacenaba artículos de muy diverso origen, casi todos "decomisados" en el aeropuerto habanero, nos daban a elegir una de cada cosa que hubiese allí: un pantalón, una falda, un vestido, un par de zapatos -me tocaron unos tenis reebok que me acompañaron por muuuuuchos años-, un juego de ropa interior, un, un, un. Hasta bisutería: pedí un hermoso brazalete de alpaca y nácar que aún conservo, e imagino el dolor de la persona que lo traería como regalo y que le fuera quitado a su entrada en Cuba, quién sabe por qué razones. También me "dieron" una redonda y rosada caja de talco Dior -no podía explicarme cómo no había sido robada, quizás porque el talco no "resolviera" mucho o porque no se sabía demasiado de marcas en aquel momento- y un perfume, un jabón, un pote de champú, un, un, un.

Gracias a esta "compra" de artículos usurpados, cuando camináramos por las calles francesas nadie descubriría que, en realidad, dentro del grupo había una estudiante matancera que, según nos dijeron en las presentaciones oficiales, se había enrolado en las BET (Brigadas Estudiantiles de Trabajo) a pesar de no tener zapatos para trabajar en el campo. Y sin zapatos trabajó y por eso la premiaban con la ciudad de los famosos zapatos de Christian Louboutin...

De ese, mi primer viaje fuera de la Isla, no tengo ni una sola foto que mostrar. Me negué a llevar al país de la luz la cámara rusa de mi padre que pesaba una tonelada. Pero tengo recuerdos emocionales, reminiscencias de sabores y olores que, de todas formas, no hubiera podido retratar.

Continuará

martes, 12 de octubre de 2010

LA VIDA DE NOS-OTROS


(Unos fragmentos de la vida de Ena Lucía Portela, tomados de la entrevista “No me hagas preguntas capciosas”: Conspirando con Ena Lucía Portela, de Saylín Álvarez Oquendo)

A pocos meses de estar en la facultad de Artes y Letras, con mi aire tímido y provinciano, mis bermudas made in Pinar del Río y unos zapatos que mis compañeras de cuarto llamaban "los perros", porque ladraban de una forma estrepitosa cuando me los quitaba por la noche, conocí a Ena Lucía Portela. Ella estaba sentada en uno de aquellos bancos de madera de la entrada de la Facultad contando a los que la rodeaban que había tenido un disputa con algún profesor en torno a una pregunta ambigua o mal redactada, y había dejado el examen en blanco. Y allí estaba yo, para "meter la pata" hasta el fondo y decir, sin asomo de malicia: "uf, pero tranquilízate que estás temblando". Todos contrajeron los rostros y esperaron a que cayera la bomba. Ena me fulminó con una mirada gélida y me dijo: "Yo soy así, aunque quiera, no puedo dejar de temblar".

El "trágame tierra" nunca fue tan invocado como en ese momento, sobre todo porque marcar la enfermedad ajena es, en nuestra cultura (occidental), el non plus ultra de la indiscreción: se nos enseña a escamotear, a hacer invisibles, y a nombrar con patéticos giros a las enfermedades que nos rodean, como si no nos pasáramos más de la mitad de nuestros días conviviendo con virus, bacterias, y descompensaciones de todo tipo de nuestros imperfectos organismos. "Lo siento, le dije, no sabía nada".
Pero inmediatamente la pálida muchacha recuperó ese registro desafiante que le conocería luego y apuntó: "¿Pero a que soy hermosa?. Yo me digo, lo tengo todo: soy inteligente, tengo unas piernas preciosas (y se subió un poco la falda para mostrar las pantorrilas) y tengo una cara perfecta. Eso, ¿no te parece que soy Perfecta?", y no supe qué responder porque, en definitiva, aquella era una pregunta retórica, o una retórica erótica que ponía en juego para desequilibrar el orden ajeno y recuperar el suyo. Y en efecto, Ena era "perfecta", no por las cualidades que había enumerado, sino por esa mordacidad con la que dinamizaba los ordenados escalones -y jerarquías- del Upsalón tropical. Era, dicho en buen cubano, una tremenda imperfecta (justo lo contrario de lo que me preguntaba): alguien incómodo y que incomoda.
Nunca nos conocimos, no intercambiamos meriendas como en las escuelitas primarias, aunque sí intercambié, más tarde, sus libros con mis colegas. Sospecho que hubiese sido interesante que nos hubiésemos conocido.

Saylín Álvarez, una compañera de estudios con la que no pude llegar a conversar todo lo que hubiese querido -la vida en la beca era tan mísera que apenas tenía tiempo para regodearme en la amistad- entrevistó a Ena Lucía para La Habana Elegante y me he traído fragmentos de la entrevista porque encajan perfectamente con esa vida de nos/otros, tan paralela a la mía que nunca pudo cruzarse a pesar de caminar por los mismos pasillos y comer en el mismo comedor de "el Machado". La autora se explaya (acabo de descubrir que me encanta esta palabra)y se lanza directamente al mar de la explicitez y de la crítica, sin temor a ahogarse. Sospecho que esta entrevista dará que hablar.

Para leer la entrevista, pinche aquí.

lunes, 11 de octubre de 2010

LA VIDA DE NOS-OTROS


(A Kasia y a sus padres que me recibieron cantando "Guantanamera", a Marcin por enseñarme otra Varsovia y a Olga, por sus recuerdos)

En estos días he vivido una experiencia singular en tierras postcomunistas: he visto cómo una ciudad puede renacer de las cenizas, una y otra vez. La Habana, arruinada y en ruinas, estuvo en mi cabeza todo el tiempo. ¿Es posible recuperar la dignidad tras tanta pérdida, a la par que la ciudad devastada?, ¿es posible convertir la estéril decadencia en una ancha avenida con cafés y paseantes?, ¿las viejas fábricas obsoletas en discotecas alternativas?. ¿Podré conversar nuevamente con mi madre mientras unto de mermelada de mango cubano una tostada, como mismo conversaba con una madre varsoviana mientras saboreaba su mermelada de frutos del bosque?

La ciudad polaca ha recuperado el rostro propio que la homogeneización comunista intentara imponer, y poco a poco levanta su economía, con el claro precio de otro tipo de ideología y de homogeneización: la de los grandes imperios comerciales que, por momentos, te hacen creer que el mundo es un solo país lleno de establecimientos de Zara, H&M o Mango. Cualquier ajenidad, cualquier idioma extraño se estampa contra las vidrieras de los comercios, y una vez que los traspasas y entras en sus dominios es como si transitaras desde España a Polonia en un laberinto atemporal: las chicas guapas te reciben con sus uniformes y maquillajes perfectos, tan parecidas a las dependientas del Zara de Galicia que por instantes puedes perder cualquier noción geográfica. Justo tres días antes estuve a punto de comprar un jersey en una tienda de Zara en Coimbra y ahora, en Varsovia, tenía en mis manos el mismo jersey, que inmediatamente llevé a caja, fulminada por la coincidencia.

Transitar por algunas ciudades europeas es vivir en una permanente contradicción entre lo que nos han hecho sentir como ajeno -esas patillas exageradas del taxista que me llevaba al Hotel y que me hacían activar una paranoia de extranjera desaparecida- y lo que nos han hecho creer como "propio" y que, encima, agradecemos porque en cierta medida nos devuelve la confianza: nada como ver espejeada, en letras de neón, tu ciudad en otra ciudad. El caso es que uno no llega a saber muy bien si prefiere los pepinillos picantes o la hamburguesa de McDonald's; si lleva de recuerdo el folclor estandarizado, que los propios varsovianos no reconocen -una foto con aquel viejito organillero con su barba cana y sus polainas- o se decide por unos zapatos Camper tirados de precio. Por momentos se puede tener la certeza de que nada es "real", "auténtico", ni las cartas escritas por Chopin que se exhiben en copia digitalizada en el Museo y que se activan con la banda magnética de una tarjeta, mientras una voz te narra en inglés o polaco su contenido. Y del corazón, ni siquiera hablar: ¿qué adoraremos tras la urna que guarda el corazón de Chopin que no sea nada más allá de un símbolo, como las banderas o los logaritmos? Bienvenidos, como diría Zizek, al "desierto de lo real".


Una de las guías que nos enseñaba la Varsovia reconstruida, la Varsovia de colores peculiares, de paredes pintadas y plazas abiertas -una ciudad que es la copia de lo que fue y que se exhibe como ese lugar ahistórico por el que no pasó la II Guerra Mundial-, nos comentaba que la mano soviética apenas intervino en aquella rehechura de la Ciudad Vieja, solo una edificación fue reconstruida por los "hermanos" comunistas. Varsovia fue ese hueso duro de roer del Ejército Rojo y como tal, debía pagar su afrenta; aunque luego, con la impronta comunista, la ciudad viera aparecer algunas edificaciones de austera fealdad porque, ya se sabe, el hombre en el comunismo debía ser un arquetipo funcional ajeno a los placeres y al regodeo de lo estético burgués.

Cuando la guía supo que había una cubana dentro del grupo me contó cómo en los años 70-80 trabajaba con numerosos grupos de cubanos que visitaban la ciudad en intercambios oficiales. Cuando el grupo llegaba a las Catedrales, la mayoría se quedaba en las puertas desde donde oteaba la grandeza de los vitrales góticos; otros ni siquiera se asomaban. Algo parecido sucedía cuando de visitar el Castillo Real se trataba. Le decían continuamente que por qué los llevaba a tantas iglesias y palacios en vez de a las fábricas y a los barrios obreros. Disfrutando de la historia encajada como las bombas nazis en aquellas catedrales re-edificadas, me espeluzna reconocer que lo que dice la guía es cierto y que el temor irracional a la contaminación -o a la delación- nos haya estupidizado por tantos años. Le cuento que yo, que vivía a tan solo una cuadra de una Catedral, tampoco traspasé sus puertas ni por curiosidad hasta finales de los 90', cuando tenía 20 años.

Casi al término de su explicación, nos contó una broma de la época comunista: "¿Saben por qué le llamábamos 'hermanos' a los soviéticos? Porque a los amigos se les escoge".

Por eso, detrás de la Varsovia globalizada o de la Varsovia local; de la Varsovia postcomunista, con taxistas que recuerdan a los de la Habana (que se tiran encima y te quieren llevar a toda costa), y empleadas de cafetería que aún no han encajado la era capitalista y te lanzan los platos como en el Coppelia; detrás de la Varsovia "marchosa", parecida a la Barcelona underground, de la Varsovia cutre o refinada, la intelectual, la alternativa o la ecológica (con sus edificios tapizados por plantas); detrás de la Varsovia donde tomé tragos que no eran para mí, robados de la barra gracias a la maestría de quien me acompañaba (¡y que alguien me diga que los polacos y los cubanos no se parecen!), y bailé con la extraña sinuosidad que el vodka te regala; detrás de tantas Varsovias que aún no logré descubrir, quedan los amigos, esos que pude escoger en la fugacidad del "flechazo" y que me escogieron y acogieron con generosa hospitalidad, y también queda una especie de "estela luminosa" -como diría alguna canción kitsch comunista- en la que el abismo cultural se diluye por las razones que sean: ya sea por la sovietización que nos fue común o por la actual globalización, y en donde un abrazo significa exactamente lo mismo en un lenguaje corporal común.

(Por cierto, durante mi estancia conocí a Olga, una lingüista de San Petesburgo que lloró varias veces invocando a la "Kuba" en la que vivió durante los 70, y que a toda hora decía "siempre se puede más", burlándose del típico lema revolucionario. En un momento determinado se sentó a descansar y perfumarse con una esencia búlgara de rosas, semejante a la que mi madre usaba cuando yo era niña. Recordamos el redondo frasco de madera pintada con la tapa en forma de corona, y volvimos a tejer puentes en un revival de identidades pasadas. Me regaló el perfume, y antes de que se desvanezca confío en que mi ciudad reconstruya su pasado y encuentre, entre las ruinas, su memoria histórica llena de "hermanos" y amigos; y sobre todo, sus olores plurales).

lunes, 4 de octubre de 2010

VAGÓN 204

"Sin patria pero sin amo" (enmiendo el verso: sin patria pero con amo)

Esos primerísimos días de enero del 59 en los que Fidel Castro grita a los cuatro vientos el nuevo proyecto de gobierno (y nación) que se impondría, siempre comparándolo con ese presente dictatorial que acababa de derrocarse, son muy útiles para entender el porqué de tanta adhesión, de tanto compromiso masificado.
Este botón de muestra sacado del discurso del 4 de enero de 1959 en Camagüey estremece por su vigencia. En efecto, a finales de los 50' los cubanos no tenían "patria" y aquellos que podían, escapaban al extranjero; al concluir la primera década del nuevo siglo muchos siguen construyendo una patria en el exilio y los que se han quedado en casa, viven de la patria exiliada. De todo el fragmento de una espeluznante actualidad me quedo con la última parte: De Cuba, desgraciadamente, "no se van todos los que quieren, sino los pocos que pueden".

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domingo, 3 de octubre de 2010

[22] Repasador particular

La historia de mi padre comenzó a los 40 años. A esa edad su vida empezó a contar para mí; a tener cuerpo ante mis ojos. Ignoro su pasado, solo pequeños recortes desprendidos del silencio y del recuerdo, y algunas fotos en las que un niño o un joven −que no es mi padre− sonríe. Muchas de las palabras y acciones que repetiría a partir de los 40 años hasta el presente (cuando con 75 ha tenido para mí una historia vital de 35 años), son reminiscencias de ese pasado que convive con él, anterior a mi vida. Esa obsesión por limpiar sus zapatos, por ejemplo. De limpiar, incluso, las suelas de los zapatos. A golpe de paño y constancia dejaba el camino cada día, subía al tren “lechero” que lo llevaba a la ciudad y, una vez en ella, comenzaba a transitar hacia ese futuro que habría de conocer yo, muchos años después (él, gracias al dinero de un tío solterón que fue su ángel de la guarda). Supongo que en el brillo de sus zapatos reflejara su futuro: un porvenir próspero derivado de una vida dedicada al empeño de superación y al trabajo. Mis abuelos confiaban que sus hijos (mi tía también estudió en la Normal) sacarían a la familia de la pobreza de aquellos años 50, y probablemente murieron con la certeza de que todo pasado seguramente habría sido mejor que ese presente en el que la comida era normada por la libreta de abastecimiento.

Otra obsesión de mi padre: economizar el espacio de los cuadernos o agendas, de la pizarra. Sus alumnos lo habrán visto desarrollar todo un problema matemático en el rectángulo verde, sin que haya tenido que borrar para dar espacio a nuevas soluciones. Todo estaba allí, escrito con minúsculos números. Al bajarse del tren, mi padre se limpiaba los zapatos y recogía el largo billete con los nombres de los pueblos del trayecto (Taco−taco, Las Martinas, Sábalo…). Aprovechaba el dorso en blanco para escribir las clases del día. Su pobreza lo hizo tenaz, y la tenacidad despertó un sentido de la resistencia que aún hoy le hace levantarse a las 5 de la mañana para limpiar sus zapatos y correr a escribir toda su clase en la pizarra.

Seguramente por estas mismas dotes de dividir el minúsculo papel en notas y signos escritos con la limpieza impecable de la necesidad −borrar en un billete de tren seguramente era imposible−, quiso estudiar Arquitectura y otra vez, gracias al tío, matriculó en la Universidad de Santiago de Cuba, hasta que debió dejar los estudios transitoriamente, en cuarto año, y regresar a su pueblo para trabajar en lo que apareciese para ayudar a su familia.

Poco tiempo después sería requerido como profesor de matemáticas en una escuela elemental recién instalada en los primeros años de la Revolución. Alguna vez me contó que en esos primeros años repartieron un par de zapatos por CDR y hubo una reunión para decidir quién sería el afortunado: el maestro de la escuela fue el elegido. Otra vez le activaron la obsesión de salvaguardar su futuro −ahora las conquistas de la revolución−, a base de trapo y betún. (Cierro los ojos y veo a mi padre, en la mañana del domingo, limpiando varios pares de zapatos de sus cinco “hijos”, para que fueran relucientes a la escuela. Cierro los ojos y lo recuerdo enseñándome, hace tan solo un año, unas sandalias deshechas con las que andaba por todo el mugriento barrio de Marianao, mientras me decía: “ya ni las limpio, no vale la pena”).

En aquella escuelita de primaria conoció a mi madre, recién graduada de la Normal. La jovencísima maestra de ciudad, nunca despegada de la casa paterna, llegó a Guane con el temblor de la inexperiencia: allí se topó con mi padre, que en medio de una clase la sedujo al mostrarle cómo trazar una circunferencia perfecta a mano alzada.
En los 60, mi familia paterna quiso abandonar el país, pero ya mi padre andaba ennoviado y se negó a exiliarse sin que mi madre lo acompañara. Desde entonces, en sus registros, aparecía aquella tentativa de traición que habría de frustrarle cualquier ascenso, premio o condecoración relacionados con una vida entregada al magisterio. Ningún coche, ningún viaje, ninguna medalla, ninguna condición de “vanguardia”. Mi padre se retiró de Educación sin que, ni siquiera, le dieran una bicicleta “Forever” que por los 90 daban hasta por reírle las gracias al dirigente de turno.

Durante mi etapa en la FEEM me dieron una bicicleta para que pudiera trasladarme fácilmente de la Vocacional a la “Juventud Provincial” casi a diario. En la universidad, por haber obtenido un premio de literatura en el festival de aficionados de la FEU, me dieron otra bicicleta −o mejor, el derecho a comprar una bicicleta en 90 pesos, que tuvieron que pagar mis padres. En aquella ocasión, elegí una de hombre y se la regalé: volvió a obsesionarse con su cuidado y limpieza, como antes lo hiciera con el calzado. La bici era el nuevo futuro; le permitiría moverse por toda la ciudad para dar sus clases particulares -ilegales, pero cada vez más imprescindibles dada la mala calidad de la educación pública. En diferentes casas seleccionadas por su amplitud, se reunían unos cuantos adolescentes que abonaban y agradecían, con verdadero cariño, el aprendizaje. Con aquellas clases alternativas mi padre llegaba a sentirse verdaderamente retribuído y no sólo monetariamente: se dejaba el pellejo en las explicaciones y después me mostraba con orgullo cuántos de aquellos chicos habían ingresado en la Universidad.
Gracias a aquel empleo ilícito sobrevivimos en los noventa hasta la actualidad −además de vender refrescos y empanadas en una feria durante el período más negro de los 90'−, y yo pude tener algún dinero para subsistir en La Habana mientras estudiaba.

Ahora, en una lista ordenada alfabéticamente, se anuncian aquellos oficios que podrán ser ejercidos de manera autónoma, pagando el impuesto reglamentario. El “cuentapropismo” podrá ampliar sus filas −de hecho, las ampliará ante el despido de medio millón de trabajadores−. Después de unas cuantas enumeraciones de “Reparador” (de artículos de cuero, bastidores de cama, de bicicletas, de bisutería, cocinas, colchones, equipos mecánicos, eléctricos y electrónicos, de máquinas de coser y equipos de oficina, de espejuelos, paraguas y sombrillas, de monturas y arreos, de fosforeras y enseres menores…), aparece en el número 126 el de “Repasador” (o sea, maestro particular), seguido de “Restauradores de juguetes y obras de arte”.

Mi padre podrá oficializar su oficio de reparador de los desastres educativos acaecidos en la Isla en las últimas décadas, como el resto de los cuentapropistas que apuntalan la vida diaria con remiendos y zurcidos. Sin embargo, teme más ahora la vigilancia y la tajada excesiva del gravamen estatal que antes la subrepticia ilegalidad. De todas formas, ya está muy viejo para andar en bicicleta por toda la ciudad y se ha ido convenciendo de que cuando los zapatos viejos se estropean y no admiten más suelas de repuesto, o sencillamente, pesan demasiado para sus cansados pies, sus hijos podrán enviarle los sustitutos necesarios, para que siga lustrándolos con placer y viendo cómo el futuro se refleja en ellos.

jueves, 23 de septiembre de 2010

VOCES 2



El segundo número de la Revista Independiente Voces ya ha salido y está colgado en la red para que se pueda leer. Hay que vocearlo, que de voz en voz se "corra la bola".

Índice:
Miriam Celaya( 1 ) La Iglesia católica cubana y la oposición: un conflicto innecesario.
Leo Felipe Campos( 4 ) Impresiones habaneras de un yuma a la deriva
José Kozer( 6 ) Acta / Fábula / Satori
Luis Eligio Pérez( 9 ) Ahora la Revolución es zen
Enrisco( 11 ) Cuando alcanzabas tu definición mejor / Moscas contra el cristal Reinaldo Escobar( 15 ) La imagen del bosque, la identidad del árbol
Guillermo Fariñas( 16 ) Con el abismo dentro (capítulo 3)
Víctor Varela( 21 ) El texto imposible de representar
Aung San Suu Kyi(24) Pajarillos fuera de las jaulas
Yohani Sánchez (26) El saco de los inconformes
Teresa Dovalpage(28) Posesas en La Habana (fragmento)
Alexis Romay(32) 4 poemas de LOS CULPABLES
Eric J. Mota(33) Guía introductoria a La Habana Underguater
Ernesto Hernández Busto(36) Presentación de un libro no publicado en Cuba
Chely Lima( 40 ) Loco en piel de cocodrilo
Rafael Alcides( 41 ) Piedad para él
Orlando Luis Pardo Lazo(46) Volabas en caballo blanco el mundo
Edmundo Desnoes(48) Memorias del desarrollo (inéditas)
Dimas Castellanos(43) Sindicalismo independiente versus actualización del modelo

Este es el link para leerla o descargarla: http://www.scribd.com/doc/37994974/Voces-2-Revista-Cubana-Independiente

martes, 21 de septiembre de 2010

[21] Las malanguetas


[Imagen del río Almendares plagado de malanguetas. Foto tomada de http://www.mappinginteractivo.com/plantilla-ante.asp?id_articulo=1621]

(A Alina Quintana, con quien conversé sobre estos suplicios)

Hay una planta acuática en Cuba que es una verdadera plaga para las presas y estanques. Es considerada una maleza de alta velocidad de crecimiento y adaptabilidad al ambiente y, cual si fuera poco, se trata de una especie exótica introducida en la Isla quién sabe porqué razones o para qué fines. Sus raíces van creando una madeja de putrefacción que convierte el caudal de regadío en un fangoso cieno donde apenas pasa la luz y el oxígeno. Poco a poco, van reduciendo la amplitud del estanque y su funcionalidad, van anulando la vitalidad del agua hasta transformarla en un depósito considerable de mosquitos, moscas y otras muchas plagas insulares. A veces, puede verse algún que otro ratón semiahogado sobre la pestilente alfombra.
Nada se puede hacer para detenerla; como las serpientes míticas a las que le brotan dos cabezas al arrancarle una, no se logra nada con podarla: hay que desgajarla de raíz, arrancarla de cuajo. Para ello, hay que sumergirse en el estanque y con el agua a media pierna −e incluso, hasta la cintura−, y hundir la mano hasta dar con el nacimiento de la planta (una vez hecho esto el hedor se despierta y un tufo de descomposición invade la escena). Pero antes, hay que ponerse una vacuna contra la leptospirosis, pues puede haber riesgo de contaminación.
Así sucede en el río Almendares, cubierto en ambas márgenes por la exuberante planta, y en la inmensa presa alrededor de la cual se asienta el Parque Lenin, que se vio amenazado de que sus suministros de agua quedaran paralizados por la voraz enredadera(acabo de leer que en un ambiente contaminado el crecimiento de la malangueta es de un 2.4 veces mayor que en aguas no residuales). Y por cierto, la planta ha servido para comprobar los altos niveles de plomo, cobre, cadmio y zinc en el río Habanero, y catar las dimensiones catastróficas de la contaminación de una de las cuencas hidrográficas más importantes de Cuba (véase aquí).

Tal sucedía (¿o sucede?) en el estanque que abastecía de riego los sembradíos del Preuniversitario donde estudié por tres años.
Cuando se dieron cuenta del poderío de la planta, nos encomendaron la misión de aniquilarla (previa vacunación masiva). Tuvimos que meternos en el estanque sin botas −apenas teníamos por aquella época unos tenicillos con las suelas reblandecidas por el asfalto caliente− y sin guantes. En muchas ocasiones, los profesores, encargados ese día de la brigada, no dejaban entrar a las mujeres a la laguna y nos quedábamos refugiándonos del sol de la tarde bajo los grandes bambúes, espantándonos los mosquitos y viendo cómo nuestros compañeros se sumergían en el agua. Recuerdo que para algunos, aquello era una prueba de virilidad y como tal lo tomaban; para otros, un refrescante entretenimiento. Pero para mis delgados compañeros de grupo −aptos para estudiar las ciencias exactas pero no para aquellos trabajos− podía ser un espanto, un asco.
En otras ocasiones, debíamos hacer una cadena humana, pues las plantas extendían su dominio más allá de las riberas y quien se aventurara a ir más al centro debía tener un vínculo que lo protegiera. Con una mano nos agarrábamos, y con otra, nos pasábamos las plantas arrancadas hasta depositarlas en la orilla, donde las recolectábamos. Porque la utilidad desplazaba el sinsentido de aquella labor y nos daba ánimos: con las plantas secas se harían bolsos, sombreros, canastas, cuerdas, y −me recuerda un amigo− hasta zapatos. También servía para alimentar a los cerdos de la finca, los cuales, dada la escasez hasta de sobras, debieron renunciar a su salcocho de toda la vida. (No recuerdo el sabor de la carne, pero sospecho que no sería el mismo).

Después de la jornada de trabajo, mojados hasta el tuétano −sobre todo mis compañeros varones−, regresábamos en caminata multitudinaria bajo el sol. Cinco kilómetros nos separaban de la escuela a la finca donde trabajábamos; cinco kilómetros que hacíamos a pie, por la carretera hirviendo y con el automatismo de quien sabe que no hay opciones ni soluciones para su cansancio (por suerte, era tanta la escasez de gasolina, que por aquella autopista apenas pasaban autos; de lo contrario seguramente habría habido algún accidente). Con diez kilómetros al día, no había menú que no fuera digerido: daba igual el boniato duro o el huevo verduzco de tanta hervidura, aquello podía saber a gloria.
Alguna que otra vez fui al local donde, una vez secas las malanguetas, se tejían las cestas o las carpetas para libros. El resultado olía mal y cuando pasaba el tiempo adquiría un horrible color parduzco −y si la fibra no estaba bien seca podía podrirse y apestar aún más− pero nos gustaba porque era artesanal y nos redirigía a los orígenes, ya casi cercanos nuevamente ante tanta precariedad (volvíamos a la harina de maíz, al gofio; a los zapatos de yagua y al caballo como medio de transporte…). Recuerdo que un "Día del Educador" le regalaron a mi padre -maestro de gran experiencia y apasionada vocación- una carpeta hecha de aquellas fibras. La utilizó por muchos años -ya casi me avergonzaba de verlo con ella- y todo porque, como nos dijo aquel día, era la primera vez que le regalaban algo "oficialmente" como Educador: ese fue el presente que recibió al término de toda una vida de trabajo.

Desde hace tiempo, los ecologistas advierten de la nueva especie que ha plagado los ríos y estanques cubanos a partir del Período Especial: la voraz y enorme claria, cuya presencia ha desequilibrado los ecosistemas insulares. En una isla en la que, se supone, el pescado debería abundar en la dieta diaria, es increíble que haya que introducir una especie exótica para garantizar el consumo. Dicen que los babalawos están recomendando el pez, por ser de origen africano, para ofrendar a Eshu (Orisha que rige las manifestaciones de lo malévolo). Con los restos no comercializados de las clarias se hace, también, un pienso para los cerdos, cuya carne ignoro si conserva el sabor de antaño.
Los campos, a su vez, están dominados por el marabú, otra maleza incontrolable de origen africano, también usada en la religión afrocubana. La exótica planta llegó a la isla hace dos siglos y su actual expansión es, obviamente, resultado del abandono de los campos y de la ineficacia de estrategias de prevención y fomento agrícola. Sin embargo, aunque el marabú ha convertido en improductivos los fértiles terrenos de la isla, al menos sirve, como la malangueta, para otros fines: con sus semillas se hacen hermosas pulseras y collares que los turistas compran en las ferias de artesanías como recuerdo del primitivismo caribeño. También, dicen, se utilizará para hacer carbón vegetal (Hace algunos meses el Periódico Trabajadores -08/02/10- publicó un artículo consagrando al marabú: el carbón "producido sobre todo a partir de la madera dura del marabú, cruza los mares rumbo a puertos europeos"[...] "tiene mercado seguro en Europa para las cocinas dedicadas a los asados, pues el nivel de temperatura y sabor que aporta no puede ser sustituido por otras innovaciones tecnológicas, como, por ejemplo, el gas"). La filosofía que respalda tales desastres podría ser, quizás, "no hay mal que por bien no venga".
Y aunque podría dejar un margen para la suspicacia del lector, quiero insistir en la ironía de este comercio: mientras en las acampadas y picnics europeos podrán encenderse las cocinas gracias a nuestro marabú, en las cocinas cubanas cada vez hay menos alimentos que cocinar, entre otras cosas, porque un porciento elevado de los terrenos de cultivo están desahuciados por las malas hierbas.

Así, con cestas hechas de malanguetas, abalorios para los turistas, carbón para las barbacoas europeas y ofrendas para los santos yorubas, se va mitigando la pobreza de cada día, mientras las ruinas -otra de las plagas incontrolables- se han apoderado de las ciudades cubanas (en la Habana solo el casco histórico y algunas zonas de negocio y turísticas se han salvado de la plaga que amenza con extenderse). Pero sin agua y sin tierras para cultivar no hay país que sobreviva, y sin algo que derrumbar -como diría Arenas en Leprosorio- tampoco hay progreso. Así que entre ruinas, clarias, marabúes y malanguetas anda el futuro.

martes, 14 de septiembre de 2010

LA VIDA DE NOS-OTROS.

Hoy he recibido este correo de mi madre. Hace unos días le había pedido que me contara sus recuerdos de mi nacimiento y hoy me ha sorprendido con este regalo. Me he emocionado tanto que quisiera compartirlo con todos. Por supuesto que ella no se imagina que yo publicaría su correo, así que ¡guárdenme el secreto!.


Al fin llegó el día 14 de septiembre! Quisiera estar contigo ahí para celebrar las dos juntas. Te podrás imaginar 35 años atrás la que pasamos las dos, tú por salir y yo porque salieras. Cuando llegaste, lo único que pregunté fue si estabas sana y completa, lo demás no me interesaba, pero cuando te pusieron al lado mío lo único que pude decir fue ¡QUÉ LINDA!. Tu padre afuera esperando, aunque él te vió primero que yo por la osadía de una alumna de medicina (que fue primero alumna de los dos) y que casi le cuesta el título por haber salido, loca de contenta, a enseñar a Mirtica y ahí se quedó tu nombre (Me acota tu padre que abuela Modesta estaba junto a él y por supuesto abuelo Ismael se quedó en casa sentado en un sillón con una mano pasándose por la frente, la otra en el corazón y los ojos cerrados en una oración). Nunca se me olvidará que tenías, entre ceja y ceja, un rojo muy grande que todos pensaban que era un lunar de sangre, tan temido porque afea al que lo tenga, pero a mí eso no me interesaba: estabas ahí sanita y mirándome sin ver, pero yo me hacía la idea de que me mirabas. Luego el tal lunar fue la marca de tener la mano apoyada ahí parece que por mucho tiempo.

De Maternidad te cuento que la sala estaba abarrotada de mujeres paridas con sus pequeños y hasta en los pasillos había que poner camas. En el caso tuyo, la cunita estaba en el pasillo que conducía a los baños y a los desperdicios de tantas mujeres y niños recién nacidos. En una palabra, asqueroso. Todos los depósitos pasaban por encima de tu cunita porque estaba situada de tal forma que había que levantar y pasar los cubos y cubetas por encima y yo, aterrorizada, te cubría la cuna con una colcha pero eso no bastaba. Entonces llamé a Manolo y le dije que me quería ir, figúrate yo casi acabada de dar a luz, y aún así me levanté y cuando pasó la visita del médico pedí el alta. Pensé que era salir y ya, pero no, estaba equivocada, después que tenía preparadas todas mis cosas, me dicen que antes de irme tenía que recoger todo lo que me habían dado (sábanas, almohada, colcha, toallas, etc) llevarlo a la administración y entregarlo personalmente. Con lo débil que estaba cargué con el bulto y cuando estaba por el pasillo, el mundo se me fue y me dió una fatiga. Por unos instantes perdí el conocimiento, pero en el ajetreo de Maternidad nadie se dio cuenta. Cuando pasé el desmayo, no dije nada y seguí camino a la Administración. Figúrate, ya yo tenía el alta y para atrás no podía, ni quería volver, así que me fui. Por suerte cuando llegué a casa todo cambió y bastó para sentirme bien. Ahí está la foto cuando fui a enseñarte a Mari y a Berta.

Del parto, te cuento que fue difícil y se me presentó algo que después yo intenté averiguar pero nadie me lo dijo. El médico, ignoro la causa, se asustó mucho y mandó a preparar urgentemente el salón cuando ya yo estaba en la cama de parto. Pero yo había comido (me regañó mucho por ello), porque yo había estado todo el día allí y estaba muerta de hambre. Me preguntó por el grupo sanguíneo y le contesté que O +, y se asustó y me mandó a sacar inmediatamente la muestra. Recuerdo que se llevó las manos a la cabeza como si no supiera qué hacer: yo, entre dolores y asustada, pensé que no saldríamos con vida de allí. Entonces, alguien me empezó a empujar la barriga desde el esternón y con una fuerza que saqué no sé de dónde y a petición de que pujara -que yo no supe de pujos pues ni los sentí- entonces saliste tú normal, sin problemas. El médico dijo que en cantidad de años que llevaba trabajando (el se graduó en los primeros años de revolución) nunca se le había presentado un parto así y dijo los términos científicos que yo no grabé.

Después de esto a ti te llevaron para la sala neonatal para hacerte el reconocimiento general de tu estado y de 10 puntos te evaluaron con 9 y pico largo, (mira a ver en la tarjeta que te pusieron en la mano y que tú te llevaste, si están lo puntos) Al otro día por la mañana, te pusieron en la cunita al lado mío para que te empezara a cuidar y después vinieron a bañarte y todo normal.
De chiquitica no tuviste complicación. Eras extreñida al extremo, para hacer la caquita te teníamos que poner un pedacito de supositorio y siempre hacías la caca fuera del pañal y nunca tuve que lavar pañales con caca. Eso sí, siempre regurgitabas el alimento. Yo te daba de mamar y podía tenerte en mis brazos sacándote el aire como se hace siempre como una hora y cuando te ponía en la cama, venían los buches y te quedabas ahogadita, por eso es que tuvimos que buscar una cunita del tamaño más chiquito que cabía por las puertas y lo mismo estabas en la cocina que en el portal porque no se te podía dejar sola.
Varias veces tuve que salir corriendo, pues se te iba algún buche y te quedabas como aturdida. Llamaba a Mari [una vecina médico] y venía corriendo por la escalera de atrás y te zarandeaba o te colgaba de los pies. Un día estabas completamente ahogada, morada ya, y cuando te miro bien, me doy cuenta de que la cadena del tete te tiraba del cuellito; era que te habías tragado el chupete y te obstruía la respiración. Halé con fuerzas la cadena sin pensar si te haría daño y pudiste coger aire.

Del cunero me acuerdo que el mosquiterito que te puse , te lo tuve que quitar pues con los bracitos en alto lo agarrabas y te lo llevabas a la boca, cosa no común.
De niña cuando empezaste a hablar, cuando papi te cuidaba, no sé a quién le oiste decir "coño" y lo repetías todo el tiempo, entonces papi le puso a tu muñeco preferido "Antonio" para que te olvidaras de la palabra.

Mamaste los tres primeros meses y me acuerdo que cuando empecé a trabajar, porque ya se me había vencido la licencia, a veces estaba dando clases y se me derramaba la leche y tenía que ir corriendo a darte de mamar; por suerte yo estaba cerca, en la Tomás Orlando Díaz y eso era en enero. Después más grandecita tus juguetes en la cuna eran mis libros y mi mano para tranquilizarte pues siempre tenía que estudiar o preparar clases, y para poder hacer las dos cosas, no me quedaba otra opción que hacer esto. Hasta que cuando tuviste un año yo pasé a dar clases en la escuela nocturna y estaba todo el día en casa, así te podía atender y cuando me iba se quedaba tu padre al cuidado.

Recordando, abuelo siempre te dormía en el portal al solecito, te pasaba el dedo por el entrecejo y enseguida te quedabas dormidita. También te mecíamos en el columpio y yo te hablaba todo el tiempo porque me habían dicho que desarrollaba la mente; no importa que no entendieras, pero te quedabas tranquilita, embelesada. Quizás por eso te encantó siempre el columpio. Pasabas casi todo el día en él, y ahí desarrollabas tus fantasías, pintabas, garabateabas y decías que habías escrito poesías para mamá y otros.
Bueno, ya se me acabó la musa. Le pedí a tu padre que te escribiera él también; a ver si te complace.
No te he podido mandar las fotos que me pediste porque las pilas recargables son muy viejas y se descargan muy rápido. Cuando puedas, mándame otras. Acuérdate de la dieta del vinagre de manzana que a mí me está funcionando.
Y no trabajes mucho hoy, pásatelo en grande.
Te queremos mucho, mucho, mucho,
MIMA Y PIPO