No sé si estos trenes seguirán ahí, oxidándose en una especie de basurero improvisado a la entrada del Barrio Chino de la Habana. La foto la hice en el 2009.

viernes, 30 de julio de 2010

[15] 1989




Un compañero de estudios me confiesa misteriosamente que estaban tumbando el Muro de Berlín. En ese momento, con 14 años, era tal mi ignorancia política que no sabía de la existencia “real” de aquel muro. Con aire de superioridad aclaré: “El muro no existe; es una metáfora”. Ya por esa época me creía escritora y leía la realidad en términos poéticos. Pensaba que las dos Alemanias estaban divididas por una frontera natural, geográfica: un río, una cordillera, pero nunca por una muralla medieval construida por los hombres. Creía que se trataba de un símbolo -cuestiones tropológicas y no topológicas-, como la “muralla” del poema de Guillén musicalizado por Ana Belén con la que se separaba fácilmente el bien del mal: “al corazón del amigo… ¡abre la muralla!; al veneno y al puñal… ¡cierra la muralla!”. Mis padres tuvieron que romper la barrera de lo que no se hablaba para sacarme medianamente de las tinieblas. Ninguna imagen de la caída en el Noticiero Nacional.

En noviembre, mientras el mundo celebraba las alianzas con apoteósico despilfarro de ilusiones, en casa aplaudíamos frente a un pequeño cake, animando a mi abuela a que apagara las velitas de su 80 cumpleaños. La familia había hecho confluir los caminos para que ese día nos reuniéramos todos en torno a aquel pilar fundamental y venerábamos su resistencia: era la que nos mantenía unidos. Mis tíos habían dejado de ser embajadores tres años antes y tuvieron que poner los pies en tierra de una forma violenta. Antes de irse a Filipinas de misión vivían en la provincia oriental y al regreso, no tenían ningunas intenciones de retornar a aquella casa olvidada. Después de 12 años de servicios, se vieron obligados a deambular por las casas de los amigos -a veces dormían en el coche- hasta que lograron una permuta de Santiago de Cuba para la Víbora, en La Habana. En ese proceso de reacomodo vendieron muchas de las cosas “traídas”.
La mansión de la Víbora estaba prácticamente en ruinas: una viejita centenaria la llevaba cuidando 30 años en espera de que sus “señores”, que se habían largado a inicios de la Revolución, pudieran regresar a recuperarla. Aquella criada santiaguera había emigrado a La Habana y allí se había quedado varada. Ahora, gracias a la permuta, regresaba a su tierra natal. Recuerdo haber pensado, con las palabras propias del discurso oficial, que gracias a la revolución la “servidumbre” había sido erradicada, a pesar de que en mi casa, Mercedes, una negra inmensa, con unas manos sumamente grandes de tanta sábana lavada en su vida, “ayudaba” a mi abuela en las labores de casa. Las dos tenían edades similares y junto a ellas almorcé muchas veces fantaseando con la abuela negra y la abuela blanca y me embelesaba con los cuentos que me hacían, provenientes de experiencias tan dispares. Por supuesto que la palabra “empleada” nunca osó pronunciarse en casa (¡y prohibida en el colegio!) a pesar de que mi madre le pagara, no solo con la mesada acordada, sino también con comida y cuanta ropa me quedara chica –destinada a su nieta Catalina que tenía mi edad. (Esta señora siguió yendo a casa a “trabajar” aún cuando mis padres se ocuparan de enmendar su trabajo: estaba tan viejita como mi abuela y apenas podía ya hacer las labores, pero necesitaba el sustento y cada vez se conformaba con menos, aunque fuese con un plato de comida).

En aquel cumpleaños de la abuela, la familia estaba preocupada por los acontecimientos mundiales y nacionales, por la carestía de la vida... Mi tío bebía en demasía y no paraba de decir aquella frase machista de doble sentido que ya entendía perfectamente y con la que resumía su frustración: “Tim tiene, Tim vale” (o “Tim tiene timbales”).

En ese infinito año 89 habíamos estado siguiendo durante un mes el último –y uno de los más impactantes- “culebrón político” con el que se mantenían vivos los ardores revolucionarios y entretenido al país: el terrible juicio sumario que terminó con el fusilamiento por tráfico de drogas y alta traición del General Arnaldo Ochoa, de su ayudante Jorge Martínez, del Coronel del Ministerio del Interior Antonio de la Guardia y del Mayor Amado Padrón (Causa No. 1 y 2).
Los “muros de la vergüenza” seguían alzados en Cuba: frente a aquellos paredones fueron fusilados antiguos servidores y un “Héroe de la Patria” convertidos entonces en traficantes de marfil y drogas… El 13 de julio, a solo un mes del 63 cumpleaños de Fidel, a unos pocos de la caída del Muro de Berlín, o del fusilamiento de Ceausescu y su mujer, el máximo líder autorizaba la ejecución de cuatro de sus hombres bajo el amparo de la ley. Recuerdo que mi madre tuvo que explicarme esto como si fuese lógico: “el código militar así condenaba a los traidores”…, y el pueblo reclamaba el paredón como lo hiciera 30 años antes, al triunfo revolucionario. Siempre hemos vivido en ese círculo de ascensos y caídas; aunque ahora nos entrenábamos con los saltos…

En ese infinito año, todos saltamos con aquel lema de “el que no salte es yanqui”, y las paredes se llenaron de consignas de la u jota ce -entre ellas la de “mi honda es la de David”, que podíamos encontrarla escrita con o sin hache. (En un examen de historia debíamos enunciar logros recientes de la Revolución y le “soplo” la respuesta a un compañero de aula: “el Blas Roca”, le digo, refiriéndome al Contingente que se crearía en esos años. Su versión de lo escuchado fue memorable: “el Hotel Las Rocas”. En ese mismo control había que explicar la frase “mi honda es la de David”, y al salir nos dice con ingenuidad que había dejado la pregunta sin responder pues no sabía quién era ese tipo con tanta onda.

El artífice de aquella renovación histérica fue Roberto Robaina, que instaba a brincar a la masa al inicio de cada acto como si fuese un ritual afrocubano para despojarnos de los maleficios… O para euforizar -y extenuar- al cuerpo joven de la nación, que ya empezaba a sufrir de hambre y desencanto… Coincidí con aquel dirigente saltarín en un acto y cual estrella mediática, después de su show de brinco y consignas, le pedí un autógrafo.

Acababa de inaugurarse aquella seguidilla de 31 y pa’lante, a la que se le sumaría cada año una cifra: 32 y pa’lante, 33 y pa’lante... Cuba era -es- el único país del mundo que da nombre a los años, en Asamblea de Diputados. El año en que yo nací -1975- fue bautizado como “Año del I Congreso del PCC”. Los años eran dedicados a fechas históricas, a conmemoraciones, a metas por alcanzar, a héroes…, pero en el intervalo “especial” los nombres escogidos demostraban la urgencia de sumar y sumar años, de no caerse. Junto al nombre oficial (“Año 31 ó 32 ó 33 ó 34… de la Revolución”), el nombre en jerga “juvenil”: “31 y pa’lante”.

En ese infinito año 89’ comenzó la “Operación Tributo”. Había acabado la guerra de Angola y, tal como lo prometió el Comandante, regresaban a la isla más de dos mil féretros de jóvenes internacionalistas. (El año en que yo nací fueron enviados a Angola los primeros batallones de jóvenes, muchos provenientes del Servicio Militar Obligatorio, apenas unos niños de 18 y 19 años. Fidel había vaticinado -en un discurso en la ONU en 1976- que “de Angola, cuando termine la guerra, solo nos llevaremos la satisfacción del deber cumplido, y los restos de nuestros compañeros caídos”. Ave Caesar, morituri te salutant!. Evidentemente, con el juicio de Ochoa se probaba que algo más se habrían de llevar de Angola, aunque no quedase muy claro quién ordenaba el tráfico…)

Junto a un grupo de “pioneros” formé parte de la guardia de honor que cuidaría una de las cuatro esquinas de uno de los féretros de los 130 jóvenes de Pinar del Río que caerían en combate. Uno de tantos que había saludado y ofrecido su vida al César… Recuerdo que mirábamos con ansiedad aquellas fotos de jóvenes hermosos, casi niños, y brindábamos cálidas miradas a las tranquilas madres que a nuestro lado velaban a sus hijos.

Ese día 7 de diciembre de 1989 fue de los más tristes de mi adolescencia. Se decían frases enardecidas con música de fondo, pero yo había visto y oído lo suficiente (como el testigo de Gastón Baquero); había estado allí cuando el acto había terminado, y en esos breves minutos en que la familia se despedía de sus muertos, una madre comenzó a gritar enloquecida provocando el desorden. Se rasgaba la garganta contra Fidel, el asesino que había entregado a su hijo a la muerte a cambio de una consigna. Gritaba, como cualquier madre lo hubiese hecho, menos las que estaban allí, que habían sido previamente amoldadas al papel de madres de la patria, de Marianas Grajales (no por gusto aquel día era un 7 de Diciembre y todas las alegorías redundaban en la fecha). A aquellas mujeres impávidas se les prohibió el llanto, el espectáculo; sus hijos ya no eran suyos, sino del pueblo. En el acto público un dirigente había dado un discursillo sobre el trueque de jóvenes por héroes, y ahora, a puertas cerradas, aquella mujer gritaba que no quería un héroe, que quería a su hijo. Eso fue lo último que alcancé a oír, cuando se abalanzaron sobre ella y se la llevaron a rastras.
Regresé caminando a casa bajo la lluvia sin apenas apresurar el paso; estaba en una especie de shock, y mi madre, que tanto celo había puesto para evitarme el espectáculo de la muerte familiar, no podía entender cómo se nos hacía partícipe de la muerte colectiva… Confieso que lloré por muchos días y escribí, escribí, escribí... para desahogarme, para contar qué se sentía frente al heroísmo indeseado, impuesto…

Cuatro años después de aquel infinito 1989, Roberto Robaina, ya bastante entrenado en su oficio, daría un gran salto en la política al ser ascendido a Canciller, para luego caer estrepitosamente desde lo más alto. Sería fusilado, en este caso metafóricamente, y desterrado del panteón heroico al dejar de ser el saltimbanqui que entretenía a las fieras… Siempre hemos vivido en ese círculo de ascensos y caídas y ya nada podría sorprendernos. (Su sustituto, Felipe Pérez Roque, también caería en el 2009). Solo los “muros de la vergüenza” seguían en pie…

En 1990 empezaría el “Período Especial”, y descubriría, en carne propia, que la caída del muro de Berlín era mucho más que una metáfora.

miércoles, 21 de julio de 2010

[14] El maleficio escondido



(A Lorena, porque la traición es un pan demasiado salado...)

En mi segunda etapa al campo, con trece años, descubrí esa mezcla de sensaciones, texturas y olores que nos hace presentir, en un relámpago de lucidez, que somos apenas fragmentos dispersos, piezas incompletas…

Todo el campamento estaba reunido en una improvisada competición deportiva y los contrincantes voceaban frenéticos el nombre de quien cruzaría la línea de meta con un impulso extraordinario. En el intervalo de segundos que pudo haber demorado la carrera, distinguí aquel cuerpo, con el que tantas veces me hubiera tropezado sin apenas notarlo. Y ese cuerpo tuvo para mí, ese día, un rostro, un nombre y un nacimiento. Como nunca podremos saber qué suma de misterio y casualidad interviene en el instante en que construimos esa bella ficción que llamamos enamoramiento, decidí que aquella figura que cortaba el aire como si se tratase de un ser inasible y escurridizo, fuera la encarnación del amor en mi mirada. Lo detuve en mi contemplación −apenas un flash fortuito− para extraerlo de la difusa niebla del anonimato y convertirlo en la pieza que se añade al cuerpo solitario. La pieza que nos duplica y ensancha.
De aquella historia guardo el recuerdo de su bondad, mezclada con una torpeza infantil, casi ingenua. Y la dulzura de la timidez, cualidad que habría de perseguir, a partir de aquel instante, en cada elección. Supe que en el momento en el que los ojos se tropiezan, estrábicos, segundos antes de que la boca digiera el susto del primer beso, se comunican los deseos más limpios, los que apenas se olvidan.

Al cabo de varios años, ya en la Universidad, coincidimos una vez más. Vivía en La Habana y vestía un uniforme verdeolivo tras el que escondía la misma torpeza infantil. Presumía de esa nueva virilidad que el uniforme le brindaba y me ofrecía su casa, recién estrenada, junto a otras comodidades, como un auto estatal: prebendas todas obtenidas por su oficio. Me sorprendió verlo convertido en "oficial", posicionado en un poder que le quedaba muy grande -desde los primeros encuentros adolescentes supe que la agudeza no era su fuerte-, aunque evidentemente tenía talento para obedecer y eso era más que suficiente.
Corrían los días del Festival de Teatro de La Habana y me invitó a ver una obra, sabiendo que sería un buen comienzo. Al llegar al Trianón enseñó dos credenciales y pasamos inmediatamente sin detenernos en una cola infinita que auguraba la calidad de la pieza. Yo estaba exultante, porque me había sido imposible ver algo en aquel festival en el que las entradas se acababan al instante y poco después valían el doble, en las manos de los revendedores.
Cuando salimos, anotó algo en una libreta y me pidió que le comentara de qué trataba la obra pues le costaba entender exactamente algunos parlamentos, algunos signos escénicos demasiado crípticos. Después de mi charla, volvió a anotar en la libreta y comenzó lo que sería el descenso a los infiernos: me proponía, a cambio de una credencial especial, que reseñara las obras que viese, que apuntara si decían algo inconveniente, "contrarrevolucionario" y las reacciones del público. Después continuó explicando el por qué de nuestro reencuentro.
Lo que en un principio supuse como un cruce fortuito de caminos había sido, sin embargo, una premeditada búsqueda. Trabajaba en la “zona” donde estaba enclavada la Beca Estudiantil de F y 3ra, y le habían encomendado un estudio sobre el consumo de drogas en el edificio y las posibles consecuencias disidentes de la campanilla y la marihuana. Necesitaba informantes, sobre todo en los pisos de Artes y Letras, y pensó en mí (o mejor, me buscó en el ordenador, registró mi expediente y consultó mi posible captación, como me contó después). Quería saber qué se cocía en aquellas orgías de letrados a las que no podría entrar; qué brujos oficiaban el rito y quiénes eran los posesos. Y para eso estaría yo y otros tantos que ya habían sido captados (información que redobló mis paranoias). Debía exprimir a mis amigos e indagar hasta el sabor de la médula de los que compartían conmigo estancia, profesión y simpatía. Trabajar para él, con él.

En aquella ocasión volvió a ser el anónimo sin rostro, sin nombre, sin nacimiento que pasaba por mi lado, en una frenética carrera hacia una Ítaca lejana.

Por increíble que parezca, ese "reclutamiento" lo padecí en varias ocasiones.
Cierto día (creo que en 1995, segundo año de la carrera), cojo una "botella" con destino a la Víbora en un coche de "chapa verde", y en el trayecto, el militar me pregunta por qué estaba tan callada. Sin pelos en la lengua le respondo que porque mi hambre era tal que apenas podía hablar. Me pide explicación y le comento que la comida de la beca es intragable y que a veces, cuando ya estoy al límite del desmayo, visito a mi familia en la Víbora para reponer fuerzas. Creo que mi confesión lo aturdió: me miró con tristeza y me invitó a que fuera a su unidad militar (cerca de la Beca); allí me daría una tarjeta para el comedor. Días después, fui al sito sugerido no sé si porque aquel hombre me había parecido amable y convincente (era, en definitiva, un Capitán del Ejército), o porque el hambre convence de una manera más rotunda, lo cierto es que comí, en esa ocasión, mucho mejor que en casa de mis familiares. Pero en la segunda visita el Capitán me citó, previamente, a su oficina. Después de una corta entrevista saqué una cosa en claro: o trabajaba para ellos o no habría más "papa". Ante mi negativa, y como dirían los versos martianos, volví "hosca a mi rincón, el alma trémula y sola"

Unos años antes había sufrido, en carne propia, los acosos de la Seguridad del Estado. Unos acosos que fueron realmente lacerantes porque se disfrazaron de conquistas amorosas, jugando con mi vulnerabilidad adolescente.

En 1993 −y junto a una delegación de 100 cubanos bulliciosos− visité por algunas semanas Francia, en lo que sería mi único viaje antes de emigrar definitivamente de la isla. Compartí vuelo con un joven villaclareño que se sentó casualmente a mi lado y ya en París me acompañaría por unos días confesándome su amor, pegajoso y asfixiante, en cada esquina luminosa de la ciudad. El viaje se volvía un infierno con el martirio de su compañía, hasta que grité a los cuatro vientos que me dejara en paz (para colmo, en el mirador de la Torre Eiffel, rompiéndose para siempre el sueño romántico del viaje). Justo ese día conocí a un estudiante universitario que reemplazaría al pedante y que no me dejaría sola durante las semanas siguientes.

En realidad -como luego supe- me proponía su amor a cambio de vigilancia, y todo porque antes de salir de Cuba, en un delirio de grandeza o imaginación sin límites, yo había comentado a viva voz que mi apellido era francés y que intentaría localizar mis ancestros. Aquel sueño inocente parecía un plan bien urdido, pues cuando alguien intentó indagar cómo lo haría, afirmé sin titubear: “pues busco una cabina telefónica, consulto la guía y llamo al primer Suquet que encuentre”. Así de fácil. Como si del otro lado hubiese algún francés dispuesto a entender mi español y a ofrecerme sus brazos “familiares”. Esta ingenuidad puso en funcionamiento todas las alertas. Parecía ser una posible desertora y había que impedirlo a toda costa.

Cuando descubrí que aquel joven guapísimo que me acompañaba por los campos Elíseos no era estudiante de Derecho −su coartada−, sino un oficial de la Seguridad del Estado que cumplía con su deber (en total eran 25 los que nos vigilaban, o sea, la cuarta parte del grupo, y entre ellos, el villaclareño seductor y la chica con la que compartía habitación), la madurez le dio un manotazo certero a mis dieciocho años, dejándolos envejecidos, irreconocibles. Al saberme ilusionada, no pudo mantener por más tiempo la farsa y me contó la paranoia que lo dominaba cada vez que me perdía de su punto de mira. Mi exilio podía arruinar su carrera de contrainteligencia para siempre. Agradecí la sinceridad y no interrumpí su misión (de lo contrario me espiaría otro sabueso farsante). Siguió el resto del tiempo “prendado” de mí, aguantando mis insufribles bromas que consistían fundamentalmente en despistarlo, en inventar fugas o deserciones que lo hicieran sudar y expiar su fraude.

A mi regreso −ya a las puertas de la universidad− nunca más volvería a apostar por un ideal desalmado. Mi desencanto amoroso fue también la ruptura con un idilio mayor, más esencial. Debía certificar que los niños se morían de hambre en la Francia capitalista y yo certificaba otras cosas más tangibles: la delegación arrasaba por donde pasara. En cada lugar a donde íbamos (escuelas, fábricas, museos…), desaparecían los jabones del baño, los rollos de papel sanitario, las toallas… Mi conocimiento de inglés -un poco mayor que el de la media que me acompañaba- propiciaba que mis compañeros me usaran para pedir "grabadoras" de música, y hasta ropa para bebés imaginarios (una chica del grupo fingió estar embarazada para que le regalaran una canastilla que guardaría para cuando la mentira se hiciera realidad). En ese viaje se quebraron muchos sueños. Y mi ingenuidad también.

Alguna vez más visité en su unidad militar al "estudiante de derecho", convertido en amigo a fuerza de compañía, hasta el día en que me pidió que compartiera su oficio, que me convirtiera en la amante ficticia de algún joven inconforme. Pienso que, desde entonces, no volví a creer en ángeles protectores si no me enseñaban, de antemano, el maleficio escondido.

sábado, 17 de julio de 2010

[13] Etapas al campo: de fantasmas y aparecidos (detalle)

En las etapas al campo era común que se vocearan rumores de aparecidos y fantasmas. Poco a poco nos íbamos asustando de tal forma que, a la segunda semana, casi nadie se atrevía a sacar una cabeza fuera del mosquitero de madrugada ni para ir a las letrinas que estaban fuera del albergue. A veces, cuando nos apuraba la necesidad, reclutábamos a varias amigas y formábamos una especie de cadeneta temblorosa encabezada por la más valiente, con linterna en mano.

Muchas de aquellas historias nacían de ese placer de los alumnos mayores por aterrorizar a los pequeños. Pero también fueron utilizadas para controlar los albergues, para sembrar ese terror a la nocturnidad que permitía que todos fuéramos disciplinadamente a la cama y no osáramos levantarnos hasta el de pie matutino, cosa que, sin embargo, supieron aprovechar los “listos”: oíamos pasos, sonidos de cadenas y candados, maletas que se abrían, y sólo al otro día comprobábamos que los potes de mermelada habían desaparecido, pero ¿quién tenía el valor de descubrir al ladrón? ¿Y si el cleptómano era el mismísimo fantasma?

El catálogo de “aparecidos” era invariable: la mujer vestida de blanco −¿traje de novia?- el negro encadenado −esta imagen de la etapa esclavista convenía para solapar el sonido de las cadenas y los candados de las maletas abiertas−; la “taconúa”- una mujer que andaba en tacones por todo el albergue−, el ahorcado… También, cuando trabajábamos en aquellas casas de tabaco inmensas y alejadas, siempre “aparecía” un guajiro de la zona y nos llenaba la cabeza de leyendas. Una compañera solía decir, con convicción de quien repetía lo que tantas veces le habían aconsejado, que había que tener más miedo a los vivos que a los muertos. Y en efecto, la única agresión que recuerdo de aquellos años provino de uno de los profesores que debía cuidarnos, y que en realidad nos cuidaba con celo… Apilando “cujes” -palos enormes que servían para colocar las hojas ensartadas- una de mis amigas (más "desarrollada" que la media), se dio un golpe en un seno, y aquel profesor de Historia se empecinó en que le mostrara el golpe y como si fuese médico, le palpó el pecho ante nuestros ojos sorprendidos… "Hay que frotar bien para que no te queden hematomas", decía mientras hacía. Aunque intuímos que aquella “preocupación” era excesiva, sólo muchos años después aquilaté la dimensión del abuso.

En mi segunda etapa al campo viví una experiencia sobrecogedora. En mi brigada había una chica triste y delgada, cuyos padres habían fallecido años antes, en un accidente de tráfico. A veces, en media faena, y en aquellos desolados campos, entraba en una especie de shock que le hacía gritar despavorida al vacío como si recriminase a alguien su presencia. Cuando explicó lo que le sucedía todos en la brigada huyeron de ella como de si de una enfermedad contagiosa y altamente letal se tratara. ¡Solavaya! ¡No querían compartir tareas con una "medium"! La chica afirmaba que se le aparecía su madre y que insistía en hablarle, pero que ella no se sentía preparada para este encuentro. Parece ser que era más fuerte el miedo que el deseo de comunicación metafísica.

Después de aquellos ataques, la chica tardaba en recuperarse y nuestra brigada también, por lo que casi nunca podíamos cumplir con las normas del día. Como jefa de brigada sufrí varios regaños y cuando explicaba los motivos del incumplimiento, tenía que soportar que se burlaran de mi credulidad, que me dijeran que la tal alumna me estaba tomando el pelo para no trabajar. Pero si se trataba de un ataque histérico con el que justificaba su imposibilidad de trabajar una jornada entera al sol, con más razón debía haberse tenido en cuenta por la dirección del campamento. Los síntomas son una expresión del cuerpo, una denuncia codificada de un mal, físico o psíquico… Nosotros podíamos levantar los hombros y exclamar: “está completamente chiflada”, pero los adultos debían haber sido más cautelosos…

La única solución que encontré para defender mi honor fue la de trabajar junto a mi compañera todos los días en espera de que se presentara la “aparecida”. En aquellas largas jornadas supe que mi amiga no era feliz en su nuevo hogar, pues a cada paso su tía le recordaba que su orfandad era un peso molesto que debía cargar, y su prima solía burlarse de su timidez y tristeza. Siempre que leo aquella frase que Doña Augusta le dice a José Eugenio Cemí en Paradiso: “la caca del huérfano hiede más”, evoco el rostro de aquella chica, deprimida y solitaria. Supe que casi nunca la visitaban los domingos; que apenas tenía comida extra para refugiarse después de los malos sabores del campamento. Su voz era tan frágil, y su miedo tan potente que no sé si la figura fantasmática era ella.

Al cabo de unos días de trabajar con mi compañera, la “aparecida” acudió a la cita. Decidí mirar hacia el lugar donde me señalaba, histérica, mi compañera y gritar como una poseída: “¿No ves que te tiene miedo? ¡Si de verdad eres su madre y la quieres, no te le aparezcas más, que le haces daño!” Y añadí unas “palabras mágicas” que contuvieron los síntomas: “Si quieres decirle algo, díselo en sueños”.

Nunca más −durante esa etapa− volvimos a tener otro incidente de aparecidos en mi brigada. La chica me contó que, efectivamente, desde ese día tenía bellos sueños en los que aparecía su madre y le daba ánimos −y, lógicamente mudó la histeria por una especie de narcolepsia bienhechora−. En uno de esos sueños, y como si de una burla se tratara, la progenitora le había confesado que quería darme las gracias por lo que había hecho. Mi amiga me lo decía así, tan tranquila: prepárate sicológicamente, que mi mamá difunta te quiere dar las gracias…
Desde ese momento la que entró en histeria fui yo: tenía miedo de que lo de la aparecida fuera real y que se empecinara en cumplir su palabra: nadie sabe qué ética puede regir a los fantasmas. Necesité la ayuda de algunos amigos que apelaron a mi “ateísmo” como psicoterapia y me adulaban con dosis de "con lo inteligente que tú eres...". Recuerdo, incluso, que emigré algunas noches para la cama de una compañera incondicional, hasta que los dolores de su espalda pusieron fin a su tolerancia.

Una noche sentí a alguien merodeando por mi litera y el mosquitero se movió con un aire inexplicablemente intenso durante unos segundos. Creí oír un susurro, pero era tal mi terror que no moví ni una sola pestaña: me quedé paralizada bajo la colcha. Desde ese día veía presencias por todos lados: pequeñas ofrendas que me dejaban en mi taquilla, dulces, flores… La medium juraba que era su madre y se aferraba a aquella idea con un placer increíble.
Era tan “frikie” que agradecía en voz alta cada regalo, diciendo algo así como “quien quiera que seas y donde quiera que estés, gracias”. Pero también logré ser consciente de la felicidad momentánea que le daba a aquella chica triste y delgada, con la que nunca más intercambié palabras una vez acabada la “etapa al campo”.

Al cabo de algunos años, supe de una noticia horrible que me dejó sin aire: la tía y la prima de aquella compañera habían tenido un accidente mortal. Llovió mucho por aquellos días y los tragantes de la ciudad estaban desbordados: madre e hija fueron arrastradas por el agua, y deglutidas por un hueco sin fondo, hasta parar al río.

domingo, 11 de julio de 2010

[12] Las "etapas al campo"


(Febrero 1990. Tercera "etapa al campo")

A los doce años cambié de uniforme y dejé atrás los tirantes de la primaria. Me afeité por primera vez las piernas, por que así lo ordenaban las leyes secretas de la adolescencia −lo que provocó el espanto de mi madre− y tuve por primera vez la regla. Casualmente esa “primera vez” fue un 28 de enero: estuve todo el desfile agotada, con dolores desconocidos, pero no quería −ni podía− abandonar la fila: era la jefa de escuela, y como tal, tenía que dar el ejemplo. Al llegar a casa descubrí de qué se trataba. Y todo se gestionó de una forma silenciosa; mis padres se confabularon: él debía ir a la farmacia en busca de algodón y ella debía hablar con su hija de responsabilidades y embarazos que, dada mi proverbial niñez, me parecían entonces un disparate. Esos primeros ciclos fueron solucionados con compresas caseras, en cuya manufactura participábamos madre, hija y primas: un trozo de algodón envuelto en gasa y de dimensiones variables, según la necesidad. (Parece que las “íntimas” ya empezaban a escasear en las farmacias). Solo sé que a la tortura de las nuevas obligaciones de la feminidad, debí incorporar la exasperación que provocaba la textura de la gasa y el inmenso cuerpo extraño que me imposibilitaba andar sin hacerme daño o sin que se desplazara hacia cualquier sitio, debiéndolo recolocar a cada paso, con discreción.

Ese año, también por primera vez, me separé de mis padres por un lapso de 45 días. La etapa al campo era un rito de paso obligado y como tal se vivía. Se basaba en un "principio" martiano -y a toda hora se nos instaba a "conjugar el estudio con el trabajo", como si se tratasen de verbos irregulares que había que memorizar con dificultad. En realidad, el tal "principio" era más bien una multiforme aglomeración de citas sacadas de aquí y de allá y podadas convenientemente. En ninguna frase extraviada por las Obras Completas del "Maestro" podía hallarse la justificación para que se impusiesen, en su nombre, intensas jornadas de trabajo a cuerpos prácticamente infantiles -obligados a abandonar los estudios por un mes y medio y someterse a los rigores del sol. Tras esa cubierta ideológica se escondía, sobre todo, la necesidad de mano de obra barata para los desolados e improductivos campos cubanos. Se nos ofrecía un bono de "cumplidor" -espejitos donde reflejábamos nuestro orgullo- a cambio del oro de nuestra edad -de las manos encalladas por las guatacas pero convertidas en un valor productivo. ¡De alguna forma habría que pagar los estudios! ¿no?

Recuerdo especialmente una frase martiana que se rotulaba en las paredes de los campamentos en forma de axioma atemporal, descontextualizado: "Somos jóvenes y si no hacemos lo que la naturaleza espera de nosotros, seremos traidores". ¿Qué se suponía que la "naturaleza" esperaba de nosotros? Este impreciso enunciado podía ser contextualizado a voluntad por las reglas que los directores de los campamentos se inventaban cada año.

Para nosotros, aquellas etapas en que abandonábamos las aulas, significaban ante todo sobrevivencia (vivir por encima o más allá de lo que, hasta entonces, habíamos vivido: todo "campo" es una sobrevivencia). Conocimos de una vez, y en una difusa mezcla de felicidad y hastío, la solidaridad, el miedo, las ranas en los baños, las letrinas sucias, las primeras “giardias” −que demoraron en abandonarme, casi hermanas interiores−, las comidas desagradables en bandejas metálicas, los bailes en las noches, los primeros amores −las afortunadas, los primeros besos−, los primeros camiones o carretas abordados como si quisiésemos matarnos y todo para “coger sitio” en las barandillas, y desabordados después −a la vuelta al campamento y con idéntico frenesí−, esta vez para alcanzar una ducha personal, todo un privilegio de los más fuertes. El resto terminaba lavándose de forma colectiva: el agua escaseaba y un campamento de unas 400 personas tenía que ducharse en 2 horas. Recuerdo que junto con otra amiga, ambas enclenques, creamos una alianza con una “forzuda” -gran amiga desde entonces-que, a base de golpes y empujones, nos procuraba una ducha. A cambio, le dábamos nuestra bandeja de comida que, de lo contrario, tiraríamos casi intacta.

Las etapas al campo, en dependencia de la secundaria en la que se estudiase, podían ser épocas muy duras: la fiebre del sobrecumplimiento tenía adormecida la cabeza de nuestra directora, necesitada de medallas, por lo que los surcos por escardar, guataquear y sembrar se multiplicaban cada día. Las metas eran inalcanzables y llenábamos nuestro trabajo de chapuzas y mentiras: saltábamos de surco, dejando alguno cubierto de yerbas, botábamos las “posturas” para sentarnos hasta que nos trajeran más mazos, y así sucesivamente. También intentábamos hacernos daño para quedarnos un par de días en la enfermería o en el campamento haciendo las labores de limpieza, que llamábamos “guardia vieja”: nos echábamos tierra en los ojos, nos torcíamos un pie. Algunos llegaron a partirse un brazo: dormían toda la noche con una toalla mojada alrededor del miembro y al despertarse, solo era necesario un golpe contundente para quebrar el hueso.

A los que se marcharan a casa sin pretexto justificado se les llamaba “rajaos”, y tener tal apelativo era como entrar al invierno polar del último círculo dantesco. En fin, que no podía caerse más bajo. Allí, seguramente convivirían con Caín, Bruto y Judas, los cobardes, los débiles, los enfermizos, los mariquitas, los religiosos -fundamentalmente los “Testigos de Jehová”- sepultados por el "hielo" de nuestro rechazo. Todos formaban parte de la presumible “fauna” de traidores de aquel sistema de formación del hombre nuevo, anclado en el principio de endurecimiento y de virilidad, propio de ese estado de paranoia en el que se vivía. Repetíamos a coro en los matutinos aquel lema machista y sacrificial: “Sólo los cristales se rajan, los hombres mueren de pie, y nosotros, los pioneros, ¡moriremos como el Che!”.

En ese año, 1986, comienzó el proceso de rectificación de errores y tendencias negativas, que sumió al país en una efervescencia de reuniones, debates y denuncias contra los modelos “acapitalizados”, y surgió aquel lema de “abanderados del 2000”. Quien no cumpliera con sus normas productivas, no podría llegar al nuevo siglo con las banderas en las manos…

Otra historia, con tintes de hazaña, era la que vivían nuestros padres, forrajeando por toda la ciudad durante la semana para procurarnos, los domingos de visita, comida bien elaborada, jabones, leche en polvo y un arsenal de provisiones que no caducara (galletas o pan tostado, miel o leche condensada), con el que me mantenía nutrida hasta el próximo fin de semana, negada como estaba a tragar aquellos chícharos malolientes que me ofrecían cada día en el campamento. (Cantábamos, parodiando a “Bahama Mama” de los Bonnie M., aquello de “más jama, más jama, jama: arroz, chícharo y huevo a la semana”).
Aquellos domingos nos dábamos unos atracones gigantescos, frente a la cara despavorida de nuestros padres. Todo nos sabía a gloria. Mi delgadez y depauperación era tal que a mi madre le costaba mirarme a la cara. Los viernes sufríamos el desabastecimiento y añorábamos haber tenido la suerte de otros que trabajaban con naranjas o tomates. La siembra del tabaco no proporcionaba ninguna satisfacción alimenticia. (Un día nos escapamos hacia un campo bastante distante donde había matas de mango: subimos a tractores, carretas de bueyes y camiones… hasta llegar, y allí mismo nos dimos un atracón desaforado. En aquellos caminos desiertos tuve la certeza de que algo podía pasarnos. Regresamos al campamento al oscurecer con una mochila cargada de mangos que, para colmo, nos fue requisada por quienes dirigían. No supimos la suerte que corrieron aquellas frutas, aunque la sospechábamos.)

De todas formas, entre tanto cansancio y resignación, siempre recuerdo, hacia al final de aquellas etapas, la emoción que sentía al mirar alguno de los campos sembrados por nuestra brigada y ver cómo las posturas se habían convertido en crecidas plantas de tabaco a punto de la floración. Más allá de la cuestión ética -que no me la planteaba- de que contribuiría a destrozar los pulmones de algún futuro consumidor, lo que me satisfacía era la posibilidad de que mis manos de ciudad se unieran, secretamente, a las de mis ancestros vueltabajeros (el tronco familiar de mi bisabuelo materno), todos cultivadores de tabaco y que, al triunfo revolucionario, debieron entregar sus rentables fincas para que cooperativistas, voluntarios y niños de secundaria, las sembraran.

martes, 6 de julio de 2010

Más muñequitos rusos




Buscando la animación que comentaba en el post anterior (el niño que sueña que está solo en el mundo), encontré este otro dibujo, de 1986. A pesar de que no lo pasaron por la televisión cubana, pues los que veíamos entonces eran mayoritariamente de los 60-70, me parece interesante. Es también un niño soñador que el deseo se le convierte en pesadilla. Pero ahora el mundo soñado no subraya la soledad que puede provocar el consumo -y que en aquel muñequito era aterradora-, sino la posibilidad de la abundancia y el placer sin límites, que como todo lo desmedido, provoca hastío, saturación. Un mundo consumista puede estar a las puertas del comunista y hacia ahí se dirigen las críticas.
Sorprende el homenaje inicial a los "muñequitos rusos", cuyo visionado excesivo también puede desequilibrar. El niño podría ser cualquier cubanito frente a la tele (la banda sonora de "Deja que te coja" apoya esta similitud) y la abuela, nuestra "Chucha": el parecido es sorprendente.

sábado, 3 de julio de 2010

[11] Bajo el reinado de los muñequitos rusos



Últimamente se ha visto un revival nostálgico de lo muñequitos rusos que se exhibían en Cuba en los 70'-80'. El blog de Akekure (http://munequitosrusos.blogspot.com/) es ya un espacio fundamental para revivir emociones.

Por mi parte, llevo toda una tarde viendo muñequitos de infancia y tratando de rescatar mis sensaciones de entonces. Pero como vi los mismos dibujos una y otra vez; como crecí viéndolos y ya era casi una muchacha y aún seguía embelesada frente a la pantalla, me cuesta recordar alguna sensación puntual, detenida en el tiempo.
El mismo muñequito fue odiado e incomprendido a veces y amado otras tantas. Me producían hastío o asombro; fascinación o tristeza, en dependencia de quien fuera ese ‘yo’ que los miraba en cada período. Los muñes de “palo” -aquellas marionetas que hoy he aprendido a revalorizar-, los de “plastilina”, el Cheburashka indefinible -¿mono, niño, osito?- junto al cocodrilo Gena, aquellas imágenes abstractas como las del “fantito que va a regar la espiga”, las alegorías y los símbolos que nos costaba desentrañar, la inquietante belleza de una energía reeducadora que nos mordía la conciencia, la música que nos entristecía… era todo un proceso de descubrimiento de matices, formas, sentidos. Y a veces, de des-descubrimiento, de fastidio.

Si en la primera infancia se precisa de esa especie de estructura neurótica de repetición en pos del equilibrio -por lo que los niños sienten placer viendo mil veces las mismas escenas-, en Cuba teníamos satisfechas estas cuotas de reproducción los trescientos y tantos días al año, de seis a siete de la tarde. Pero no se está en la primera infancia toda la vida; aunque a veces sea lo deseado.

Repetidos cada día, se volvían predecibles; se cantaban o recitaban imitando la lengua extraña y se dejaban de pensar, de recibir como un mensaje aleccionador. Eran más bien una costumbre, parte de la rutina diaria: a las seis nos tocaba ver los muñequitos como a las ocho, irnos a dormir tras la calabacita. Pocos niños se irían a dormir a esa hora, como pocos, también, nos dábamos cuenta de que tras cada historia había un comprometido proceso de selección, para que cada cuadro no basara el regocijo en la patraña de un gato corriendo indefinidamente tras su presa, incluso por el vacío, sino que se anclara en el rincón oscuro de la conciencia en forma de aprendizaje ritual. Cuando el gato y el ratón aparecían fortuitamente, era una delicia verlos correr, morir una y otra vez y resucitar tras el estallido de la bomba, la caída al precipicio. Eran dibujos nítidos y "superficiales", como nuestra niñez. Pero el respiro duraba minutos; después volvíamos a los densos y elaborados mensajes que adorábamos a costa de repetición y conformismo. La expresión contracultural y resistente de aquellas piezas de animación -hoy revisitadas como "joyas"- se volvía, en nuestro caso en un obligatorio ejercicio de contemplación que, como norma importada, nos llevaba a revivir cuentos tradicionales ajenos a nuestra tradición y a disfrutar de la extrañeza de las imágenes junto con los zumos de manzana y las matriuskas.

Creo que aprendimos a minimizar la fuerza de aquel tremendismo usando hasta el cansancio las frases que nos parecían inusuales y simpáticas en su extrañeza, aún cuando proviniesen de los personajes negativos. Convertíamos el absurdo en bandera. Aquello de “¡viejuca, dame de comer!” − justo lo que censuraba el hada hechicera−, se convirtió en una expresión identificatoria. Condensábamos los cuentos en aquellas frases y esperábamos resignados a que llegara el momento en el que el rajá, ansioso por la llegada del antílope dorado, preguntara al guardián con insistencia: ¿no viene nadie?, ¡nadie!

Salvo ese variado repertorio de frases y gestos que identificaban a los que crecimos bajo el reinado de los muñequitos rusos, su huella, tan ajena como impuesta, no logró imprimirse en nuestra estética de (auto) representación. Para contrarrestar los perfiles oscuros y voluminosos de aquellos héroes −como los de Mashenka y el oso− el ICAIC producía unos muñequitos que se encargaban de re−cubanizarnos y de cimentar una autoctonía basada en el mambí, verdadero “pillo manigüero” que −como nos lo creíamos entonces, y lo seguimos creyendo− consolidó la idea de que los cubanos éramos infinitamente más hábiles y astutos que cualquier habitante de la aldea mundial; que a fuerza de arrojo y picardía ganaríamos cualquier “guerra” en la que nos aventurásemos. Y con esa ilusión, todavía, se sigue cruzando el océano, para conquistar un mundo reglado por otras competitividades. En este caso, y como Jinks, nos caemos al precipicio a mitad de la carrera.
Los muñes cubanos estaban rebozados de comicidad para que apenas sintiésemos el sabor de la historia patria que recreaban una y otra vez. Todavía disfruto con el ingenio de Juan Padrón y aquella versión disparatada del ejército español regido, en pleno combate, por el toque de una tuba, pues los mambises habían robado la trompeta. Aquella frase de: "¿y ahora qué estará tocando ese?" y la respuesta del compañero: "si se oye clarito, clarito: ¡retiradaaaaaaa!" me arranca aún hoy una buena carcajada.

Recuerdo que miraba indefectiblemente "Listo Estudio" para ver qué sentido tendrían mis tardes; si me entristecería, me aburriría infinitamente o me lo pasaría feliz. Por entonces, el amor o el hastío por los muñequitos podía ser un índice para medir la adultez. Se estaba en camino de hacerse mayor cuando se podía llegar a mirar los dibujos con desprecio y exclamar o preguntar asombrado: ¡pero todavía ponen los mismos muñes que ponían en “mi” época?!

Quiero evocar un muñequito “ruso” que formó parte de mis pesadillas de exterminio y soledad. Un dibujo que me calaba hasta los huesos, como el más frío de los inviernos en el exilio. (Lo he rastreado en la web y no lo encuentro, así que apelaré exclusivamente a mi memoria, y a sus auténticas traiciones)

La historia parte del deseo inconfesado de cada niño de vivir en un mundo reglado por sus caprichos, en el que los mayores desaparezcan para siempre. Pero, en esta trama, a diferencia del Señor de las Moscas -donde los perversos infantes crean su sociedad-, el niño está absolutamente solo en el mundo. Se dibuja, entonces, un universo distópico en el que el consumo, los bienes materiales, la tecnología, los espacios de ocio, la aterradora y fría cortesía de las máquinas, los paisajes sin ruido y presencias, refuerzan el umbral de esa sensación pesadillesca que es cruzada en pos de una autonomía.
La vida deshumanizada y solitaria es la amenaza a la invocada aspiración de ser el dueño y señor del universo: quien quiera vivir para sí y olvidarse de la comunidad, le espera una terrible pesadilla. El parque, antes lleno de niños que se disputaban las atracciones, está ahora vacío y ofrece sus asientos para que el niño disfrute con la excitación de quien no tiene normas ni contrincantes que lo ladeen. Pero el imperio absoluto del silencio va haciendo estragos en su egoísmo, y la culpa por haber soñado aquel mundo ideal empieza a perfilar el tormento. En la tienda de juguetes, el niño estalla en la plenitud de disfrutar sin la timidez del acecho, pero ¿qué hacer con tanta libertad sin fiscalizar o compartir?; ¿a quién mostrar la felicidad o el desafío?
Abandona todos los juguetes y al marcharse, un mono mecánico y gigante lo despide con una letanía de máquina programada: “Gracias por su compra” −¡Pero si yo no he comprado nada!, explica el niño con una congoja creciente. “Gracias por su compra”, repite el mono una y otra vez. Y ya, para ese entonces, mi tristeza es tal que corro a abrazar a mi madre que, desentendida, devuelve el gesto de cariño.
Regreso a la sala y sigo contemplando la fábula: en su camino de desesperación, el niño encuentra un osito de peluche abandonado en un banco y con él, como único compañero inerte, llora su eterna soledad. Justo entonces descubrimos que la historia ha sido un sueño: la madre compasiva entra a la habitación avisada por los gemidos del niño, lo abraza e intenta anular su pesadilla.
Pero, la mía, al extremo que después de tantos años recuerde el dibujo con semejante nitidez, ¿quién la anula?