No sé si estos trenes seguirán ahí, oxidándose en una especie de basurero improvisado a la entrada del Barrio Chino de la Habana. La foto la hice en el 2009.

martes, 31 de agosto de 2010

VAGÓN 204



El 4 de enero de 1959 el joven Fidel Castro hablaba sobre la libertad de prensa y la libertad de reunión y elección que habría en el país a partir de su triunfo. La lógica que explica es elemental: "solo cuando los gobernantes se han granjeado la enemistad de su pueblo, pueden concebir la estupidez, la injusticia, de negarles a los ciudadanos el derecho a reunirse". Subrayo este fragmento que cae verticalmente, como la famosa saliva del refrán, encima de la cara del Poder:
Para leer el fragmento de discurso ampliado haz click aquí

domingo, 29 de agosto de 2010

[18] IPVCE Federico Engels: un viaje por el córtex de mi generación. (I)


(Foto tomada de la página de facebook "Vocacional Federico Engels")


De camino a casa voy conversando sin parar sobre mi etapa preuniversitaria. Quiero hacer este post y tengo la ventaja de contrastar mis recuerdos con los de mi pareja; recuerdos que, salvo las diferencias de género o los nombres de la provincia y la escuela, son muy parecidos. Me asedia la sensación de haber vivido una vida seriada y de repetirme −ahora− en las sinapsis neuronales de los que, como yo, rememoran el tránsito: similares procesos de pensamiento, similares descargas químicas y códigos de análoga intensidad. En los pliegues del córtex, mi generación abriga su aprendizaje y su memoria: grupales descensos al infierno, obsesiones en grupo, breves visitas guiadas por las tierras prometidas y análogos pasadizos para alcanzar la felicidad…

Casi todos los estudiantes cubanos de entre los 15 y 18 años cursan -¿o cursaban?- el preuniversitario en régimen de internado con pase semanal o quincenal. Las escuelas, edificaciones seriadas que poblaron el país, se situaban en las afueras de la ciudad y mientras en una media jornada se estudiaba, en la otra se trabajaba en el campo. Solo había un preuniversitario en la ciudad para enfermos y minusválidos; la otra alternativa era el IPVCE (Instituto Preuniversitario Vocacional de Ciencias Exactas), con mayor rigor en la enseñanza, gracias a lo cual nos exoneraban de las labores agrícolas -o al menos eso pensábamos cuando entramos-.

Mi pareja, siempre más reacia que yo al coro y al clamor, define con dos palabras su vida en el preuniversitario: espeluznante y agria. Las dos se refieren a respuestas corporales, a sensaciones físicas enlazadas al encierro que sus neuronas hacen revivir: ese fragmento de memoria le convoca al horror y a la acidez, reacciones básicas de sobrevivencia cuando se detecta el peligro −el alimento contaminado, el espanto de la cacería. Él, que nunca aprendió a bailar y que prefiere la música baja en vez de los estridentes altavoces; que dado su temperamnento, no disfrutaba a plenitud de las grandes concentraciones en el Anfiteatro y que odiaba trabajar en el campo, no puede recordar esa etapa como feliz. Mientras conduce de regreso a casa dice “espeluznante y agria” casi sin pensarlo, y yo lo imagino por aquellos años a ras del tiro y sin la posibilidad de la huida. Enciende la radio poniendo fin a la conversación: prefiere oír canciones ajenas cuando conduce; ciertos viajes por los acantilados de la memoria suelen ser peligrosos.

En silencio, voy ordenando mis recuerdos, aunque esas palabras no sean las que definan mis años de preuniversitario (soy incapaz de definirlos con dos palabras tan tremendas).

Introito

En un principio fueron las pruebas de ingreso, los repasos previos con maestros particulares, los concursos… Después, la ilusión por entrar al IPVCE, por cambiar la falda color mostaza de la secundaria por la azul marino; por unirme en un engranaje más sofisticado de pertenencia y respuesta −aunque no todos tuviésemos esa conciencia. Por formar parte de una membresía cohesionada y gangosa que devolvía, como ganancia, el respaldo −o el rechazo− colectivo y las primeras andaduras fuera del alcance de los padres.
Después, los ritos carcelarios −espeluznantes y acres−, los únicos que forman la experiencia coral y una subjetividad clonada. Y más allá de los ritos (y del hambre y del estudio), los subterfugios para alcanzar la felicidad, que por aquel entonces podían ser tan simple como encontrar buenos amigos y reírnos sin parar con las ocurrencias propias o ajenas...
Algo importante: mis años de preuniversitario coincidieron con el comienzo del Período Especial.

Cronograma (con más o menos variantes)

Nos levantábamos a las 6.30 de la mañana. A esa hora sonaba una alarma general que indicaba el fin del sueño, mientras los profesores de guardia iban albergue por albergue gritando a voz en cuello un “de pieeeee” infinito y pegajoso que, en muchos casos, les provocaba placer (era la mejor ocasión para desquitarse de las majaderías de las clases. En el alberggue de los varones ciertos profesores llegaban a levantar a puñetazos a sus alumnos, que se convertían, desde entonces, en pequeños hombrecillos humillados jurando desquitarse algún día.

Siempre intentaba dormir un poco más, aunque fuese tan solo unos minutos, pero ese intervalo bastaba para hacerme a la idea de por qué y hasta cuándo estaría allí. Ocupaba la parte de arriba de una litera y desde mi atalaya vigilaba el momento en que no quedara nadie más durmiendo: momento de lanzarme como un zombi y asearme y vestirme de manera enloquecida, mientras una amiga incondicional ayudaba a tender la cama. En el albergue femenino unos 60 cuerpos se abalanzaban frenéticos al baño para, en un tropel mañanero, lavarse los dientes, la cara y las intimidades que, hacía mucho rato, habían dejado de serlo. Una hora después del “de pie” se acababa el agua y como yo llegaba tarde, casi siempre terminaba acudiendo a escasas porciones recolectadas la noche anterior en un "jarrito".
(Las más presumidas se levantaban un poco antes para poder vestirse y peinarse con calma; yo, en cambio, bajaba a clase hecha un desastre, sin apenas mirarme al espejo. Cuando descubrí que con el pelo rizado me ahorraba el paso del peinado, no dudé en acudir a la peluquería del barrio a procurarme los rizos).

Después, había que correr al comedor para hacer la cola del desayuno: un refresco que consistía en agua con azúcar coloreada o sirope de fresa; después empezaron a dar “cerelac”, aquel preparado intragable y tan extraño como su nombre, y un pan pequeño y redondo de menores dimensiones que el que daban por la "cuota".(Hubo una etapa en que tuvieron que dar el pan partido a la mitad para que alcanzara. Con una retórica sacrificial explicaron en un Matutino General la necesidad de compartir el pan nuestro de cada día e inmediatamente tuvimos la ocurrencia de apodar el alimento como el "pan martiano", por aquello de "con todos y para el bien de todos"). Ese era todo el sustento de nuestra mañana, salvo que sacaran “algo” en la cafetería de la Unidad: unas “bolitas” de carne de origen dudoso o unos sorbetos destostados. Todo el mundo se congregaba allí; podía ser un espectáculo de empujones y trifulcas, de chicos fuertes apoderándose de la comida y repartiéndosela a sus novias o amigos. En el 93 las cafeterías cerraron, ya no tenían nada que vender.

Pero antes de esto, y para seguir el estricto horario de un internado, formábamos en la plaza −con el desayuno apenas deglutido− para hacer el matutino. Cada grupo hacía una fila de menor a mayor y así, parados y aburridos, debíamos atender a la dosis de instrucción diaria. Cada semana le correspondía a un grupo. Varios estudiantes se subían a la tribuna para leer las noticias más relevantes del periódico, como si se tratase de un noticiario de titulares predecibles: “Noticias nacionales”: decía uno, y a continuación leía una nota en la que el Comandante inauguraba algún círculo infantil, algún plan de reforestación. “Noticias internacionales”: decía otro, y nuevamente se oía la palabra Comandante, ahora relacionada con alguna Cumbre, con algún alegato en defensa de la libertad y los derechos humanos; “Noticias Deportivas”: el partido de béisbol de turno, las “mulatas del caribe” −como se le llamaba al equipo de baloncesto femenino−: glorias todas de la Revolución; “Noticias Culturales”: más glorias y algún que otro “Comandante” enunciado por el medio. A veces, efemérides y celebraciones interrumpían la regularidad: el mal gusto ritualizado −y por ello mismo imperceptible− alcanzaba sus dosis más altas cuando un coro recitaba poemas patrióticos o una voz -la mía, a veces- cantaba canciones de Silvio. Lo "cheo" en estado puro, para decirlo en buen cubano. En otras ocaciones, algún "esquech" (sketch) ingenioso aireaba el tedio, y agradecíamos la risa, una de las principales armas con la que nos defendíamos de la rutina.

Este instructivo matutino terminaba, casi siempre, con un regaño colectivo de quien tuviese el cargo de “Vida Interna” (en mi Unidad, un negro descomunal que parecía más bien el portero de una discoteca ibizenca o un guardaespaldas profesional tras el que se escudaba, justamente, el Director, un pequeñajo retorcido, experto en vigilar y castigar). A veces, el dúo directivo subía a los infractores a la tribuna para que se avergonzaran y entonaran un mea culpa por haberse escapado de la escuela o por haber estado practicando sexo la noche anterior en algún rincón perdido…
Realmente muchos éramos los infractores, aunque no todos tenían la mala suerte de ser “atrapados”. En reiteradas ocasiones me fugaba para comer en casa. Siempre había que regresar antes del estudio por si pasaban lista o a las 6 de la mañana, para colarse en el albergue. Teníamos localizado el hueco de la alambrada por el que escapábamos. Lo arreglaban y a los pocos días, otro hueco “aparecía” y así sucesivamente. Pero, claro está, yo era una privilegiada porque vivía en la capital de provincia. Los del "interior" tenían que conformarse con los víveres ofrecidos en el comedor...

Sobre las 12.30 terminaban las clases de la mañana. En un cuarto de hora debíamos ir al Comedor, formar nuevamente los grupos y una vez que estuviésemos todos enfilados, nos pasaban a comer. La bandeja llenaba sus espacios con las escasas porciones de los alimentos que nos ofrecían: arroz precocido (con un olor a saco que lo hacía incomible), col hervida o sopa de col, o agua de chícharos, y mermelada de tomate o arroz con leche (con cerelac). A veces daban “arroz con suerte” (¡y había que ser muy dichoso para tener suerte!), que era un arroz amarillo con trocitos invisibles de perro caliente, pollo o cerdo. (Para una escuela de miles de alumnos mataban un solo cerdo y con él hacían el arroz amarillo. El color se lo llegaron a dar con pastillas de “multivit”, un complejo vitamínico de fabricación cubana con el que se pretendía amortiguar las carencias alimenticias. Por supuesto que con este aditivo solo lograban que la comida supiese peor, pues las vitaminas seguramente se perdían en el proceso de cocción). Y había días de fiesta, de “chequeos de emulación”, de visitas nacionales o internacionales −amigos de otros países a los que se les mostraban las bondades de nuestro sistema educativo−, días de tirar la casa por la ventana y de comer una rodaja de jamonada y un potaje más condimentado, o un muslo de pollo que veíamos con el asombro de una especie en extinción.
Si habíamos sido de los primeros grupos en pasar a comer, entonces podíamos ir al albergue a consumir algún pan tostado con azúcar. Por aquella época no había ni mermeladas, ni leche condensada, ni miel, ni mayonesa para untar; por aquella época los que tenían una bolsa de pan tostado lo debían a que su familia había hecho acopio diario del pancito redondo que le tocaba a cada miembro durante la semana para donarlo al hijo becado.

Por las tardes, volvíamos a las aulas. Estábamos en el Pre de Ciencias Exactas, un modelo de escuela diseñado para sacar al país del subdesarrollo creando geniecillos que patentaran vacunas, artefactos, software de última generación… Recibíamos 11 turnos de clases al día (o sea, 8 horas de docencia repartidas en las dos jornadas), y en los equipados laboratorios de química, física o biología, nos preparaban para ser el futuro, sin contar con aquellos entrenamientos agotadores para los concursos: cada provincia tenía un IPVCE −el Federico Engels, de Pinar; Lenin, de La Habana; el Carlos Marx, de Matanzas…− y cada año se celebraba una “Olimpiada del Saber” en la que los “talentos” de las diferentes ciencias se batían −muchos ansiaban formar parte de la “selección”, la crème de la crème, que se veía recompensada con altas cuotas de popularidad y admiración.
En mi último año se remodeló el proyecto, y por las tardes nos enviaban a trabajar en el campo para que la escuela se autoabasteciera de viandas y hortalizas. No mejoró nuestra alimentación aunque se nos llenaran de callos las manos.
A partir de entonces, el modelo inicial de IPVCE sería cada vez más obsoleto.

Gracias a un profesor de Literatura, atípico en aquella escuela procientífica, pero muy necesario −era quien hacía los discursos que se debían leer en actos oficiales; quien ponía su pluma y buen gusto al servicio de la dirección para desempeños variopintos−, pude evadir la perfección de las ciencias exactas. Seguramente nunca imaginó lo que agradecería sus encuentros -no por el futuro, aunque también tuvo que ver con la elección de mi carrera, sino por ese presente en el que vivía. Creó un grupo de “Concurso de Español” y todos los exiliados nos refugiamos allí para analizar figuras retóricas o leyes de la gramática y para escribir lo que llamábamos “composiciones”, variaciones sobre un tema dado, generalmente con un trasfondo de patriotismo sentimental; aquello era lo más cercano que teníamos a la “creación”, pero lo agradecía. Había que buscar las brechas que el sistema ofrecía, los respiraderos…

Terminada la jornada de la tarde −de clases o de campo− corríamos nuevamente al albergue para ducharnos. Otra vez tendríamos un horario muy corto para que todo el albergue pudiese beneficiarse de la intimidad de una ducha −en una hora y media cerraban los grifos−, por lo que la mayoría de las veces, debíamos bañarnos en “parte de delante” (decíamos “partealante”) o “parte de atrás” (“parteatrás”). Traducción: en la zona anterior y posterior de los baños había una especie de lavadero multiusos con una serie de grifos. Allí, agolpábamos nuestros cuerpos, desnudos y jabonosos, mientras nos echábamos agua con un “jarrito”: la compañera de al lado te restregaba la espalda, mientras otra se burlaba del jabón que te había caído en los ojos, o de las costillas que ya habían empezado a salir… −ya estábamos tan acostumbradas a ver cuerpos ajenos que se ritualizaba este amasijo “de cuerdas y tendones”. Corríamos semidesnudas por el albergue hasta llegar a nuestra litera y allí nos vestíamos con premura (otra vez el uniforme como otra piel) para salir nuevamente, a paso acelerado para el comedor. Cola de los grupos enfilados, bandeja en mano, arroz precocido, sopa de col o agua de chícharos, y arroz con “cerelac”…

En este intervalo era que aprovechaba para fugarme (cuando me llenaba de valor o de hastío). Salía a la avenida a parar una botella y desaparecer rápidamente. Casi siempre terminaba en el asiento de atrás de una bicicleta, pues los carros por estas fechas apenas circulaban. Llegaba a casa sobre las 7.00, me duchaba, comía y mi padre o mi pareja me regresaban en bicicleta para llegar a tiempo al estudio.)

En cambio, si me quedaba en la escuela, entre la comida y el estudio nocturno −quizás media hora o 45 minutos−, peregrinaba por el resto de las unidades para saludar a viejos amigos o conocer rostros nuevos y atractivos con los que renovar las ilusiones y los pactos de permanencia en aquella cárcel estudiantil.
A veces me integraba en grandes ruedas de casino donde hacíamos gala de complicadas coreografías con vueltas retorcidas. “La 71”, gritaba la voz cantante; “sacar agua del pozo”, “la prima”, “enchufe”, la prima con enchufe y bótala”… una verdadera locura memorística y de coordinación, casi tan difícil como los logaritmos, pero por supuesto, mucho más divertida…
De 8.30 a 9.30 fingíamos estudiar, muertos de sueño frente a los libros. Los profesores de guardia pasaban lista y deambulaban por los pasillos exigiendo un silencio absoluto que se lograba a fuerza de amenazas. Prácticamente esa era la única hora en que podía leer alguno de los libros que tenía pendientes; en todo el cronometrado día apenas un momento para los gustos personales, para el crucigrama de la infancia o el ensimismamiento en el que me sentía tan a gusto. Eso, si no me ponía a jugar a "tres en raya" con la amiga del lado, o a pasarnos papelillos por toda el aula...

Y una vez a la semana (¿o dos?) la recreación: la piruleta que nos daban como premio y que agradecíamos con nuestra incondicionalidad (a veces, nos la quitaban y era un castigo doloroso; nos costaba sobrellevar la semana a sabiendas de que no habría "RECREACIÓN"). El baile, la expansión, el desmadre, el agotamiento de todas las energías para que apenas quedara resquicio para pensar en el hambre... También, los chequeos de emulación en el Anfiteatro, la competencia entre las unidades que provocaba una euforia colectiva, una gritería descomunal...
Después de aquellos momentos de clamor nos acostábamos felices, atiborrados de adrenalina y orgullosos de pertenecer a una membresía cohesionada.

Ordenando mis recuerdos y despojándolos de la inocencia de creer que aquello que vivíamos era maravilloso -¿acaso conocíamos algo mejor o teníamos otras alternativas para elegir?, agradezco al IPVCE el haberme impuesto tantos compañeros de convivencia de entre los que, por ley de probabilidades, habría de encontrar amigos verdaderos. Quizás, solo eso.

Posdata

Después de leer el post, mi pareja, que se siente involucrada desde el inicio, me recrimina haber olvidado algo esencial para él; su pesadilla cotidiana: los robos. Le explico que en los albergues femeninos, en cambio, eran bastante esporádicos. Y entonces enumera para mí sus suplicios: debía dormir con las botas bajo la almohada -"no sé cómo lo lograba", me dice-, y a cada rato se despertaba para comprobar que el uniforme seguía allí, a su lado; debía recoger cada mañana todas sus pertenencias -toallas, sábanas...- y llevarlas consigo para el aula: detrás de su silla o tras la puerta estaban seguras. La comida -el pan tostado- ni siquiera estaba a salvo en el aula: un profesor amigo se lo guardaba en su despacho... Tal vandalismo en una de aquellas escuelas que se autoproclamaban las mejores del país.... Y, para colmo, debíamos agradecer nuestra suerte. En el resto de los preuniversitarios en el campo las experiencias podían llegar a ser traumáticas, sembradas de una violencia continuada, endémica. La hombría podía ser una prueba difícil, y la felicidad, el imperio de los más fuertes.

Pero no es esta mi experiencia, y aunque algún amigo me haya narrado sus heridas, no seré yo quien le ponga voz.
Continuará.

domingo, 22 de agosto de 2010

[17] Alrededor de los 14 años...



Alrededor de los 14 años decidí que quería ser escritora.

Era una edad difícil y mi adolescencia fue nostálgica y taciturna, a ratos. Recuerdo haber llorado bastante por las prohibiciones paternas que ponían zancadillas a mi agitada efervescencia, precoz como casi todas las adolescencias cubanas: yo no tuve ni campismos, ni bobaliconas andaduras por la calle Real, los sábados en la noche… Fue la etapa del tránsito, de escribir intensos poemas de amor sin haber experimentado aún intensos amores, de vestir de adulta sin poder inflar las prendas, de respirar de manera entrecortada −¿asmática?- el olor de mi incipiente autonomía. Y de imaginarme poetisa atormentada.

Al principio soñaba ser periodista, pero mi madre supo aconsejarme de manera contundente: "si te tocan las columnas culturales podrías darte con un canto en el pecho, pero… ¿y si tienes que ocuparte de los reportajes sobre las granjas avícolas, y de los sobrecumplimientos de los planes lecheros…? Visualicé el periódico Guerrillero −de Pinar del Río− y me dio pavor mi destino: estudiar para escribir aquellas notas periodísticas. Desde entonces supe que quería ser filóloga con la esperanza de que, por esta vía, pudiera escapar de las noticias regionales.
Comencé a levantarme de madrugada a rellenar hojas en blanco y mis padres respetaban aquellos desvelos, convencidos de mi vocación. No sabían que, en realidad, se trataba de una especie de obligación autoimpuesta, una disciplina… Había leído la biografía de Delmira Agustini donde se hablaba de sus insomnios adolescentes y había decidido imitarla, aunque me pasara la noche haciendo garabatos. Allí leí por primera vez la palabra hiperestesia y me la apropié. Recuerdo haberme catalogado, por aquella época, como una persona “hiperestésica” (tan solo de recordarlo me muero de risa), con lo que dejaba claro sobre todo, que era rara, rara... También me adueñé de la palabra “hiperquinética”: evidentemente me hice adicta a los superlativos y a las palabrejas médicas, que daban un toque sofisticado a cualquier caracterización.

Empecé a asistir, esporádicamente, a los talleres literarios del Museo de Historia de Pinar del Río en donde me tachaban los versos hasta convertir mis largos poemas en breves líneas cautelosas. Conocí a poetas excelentes: a Nelson Simón, que por aquel entonces cargaba el peso de la isla y yo adoraba sus versos de Sísifo tropical; a Luis Hugo Valín, que no paraba de contar sus pillerías de pícaro de provincia, a Juan Ramón de la Portilla... Después conocería a Juan Carlos Vals, al que escuchaba tímidamente (y con el que reí, al cabo de los años, al oír sus archivadas anécdotas de los talleres literarios: por ejemplo, cuando rememoraba aquel verso surreal de un joven poeta que decía algo así como “el coche de Fidel se desplaza/ soviéticamente /por las calles de La Habana”); a Joaquín Badajoz, a Ernesto Ortiz, a José Félix León… Después, el taller literario mudó sus encuentros para el Centro Hnos. Loynaz, en donde tomábamos té bajo la sombra de las enredaderas y Pinar se convirtió en el sitio de los orígenes, del desperezo después del nacimiento.

En uno de aquellos encuentros escuché atontada a Raúl Rivero, mientras explicaba con un tono sarcástico de aes abiertas y palabras con tufo a alcohol, sus conceptos sobre la literatura. Para una adolescente que aún debía estar en la fase de poesía de amor a lo Buesa, aquel encuentro fue una especie de tiro de gracia. Me firmó su libro, que llegó a ser un animal doméstico, de compañía. Oficio de poeta, decía, y algo que parecería tan obvio, fue sin embargo un descubrimiento: ya no aguardé más el “instante fecundo”, ni la iluminación en noches insomnes. Intuí, en cambio, que una vida sedente y sedienta me esperaba −lo que en la Universidad, la profesora Ana Cairo rebautizara con aquello de “muchas horas nalgas”: según ella, ese era el currículum que se necesitaba para llegar a ser un buen escritor o investigador. (En mi primer cuaderno de poemas pondría como pórtico unos versos antirrománticos y comprometidos de R. Rivero que cito de memoria: "La poesía no debe hablar de mí, sino conmigo, de las cosas que pasan")

En esos años pude oír a Silvio y a Pablo en vivo y asistir a algún que otro concierto catártico en la Escalinata del Alma Mater para corear hasta la afonía aquellas canciones de Moncada: “Hoy es siempre todavía”, o “Arriba las manos, es un asalto de amor armado…”. Ya tenía edad suficiente como para ir “sola” a la Habana, donde vivían mi hermano y mis primos universitarios. Mis padres me encomendaban al chofer de turno y en la estación de autobuses me recogía mi hermano. Comenzaba para mí un fin de semana de adulta, con espectáculos y paseos por el malecón. Iba a la Plaza de la Catedral a comprarme largas sayas de algodón y pulseras y colgantes de cuero con la imagen de Silvio Rodríguez… La Habana se convirtió en el punto de comparación, en el sitio donde los orígenes eran refrendados. También en el lugar de las anécdotas -me convertía, por obra y gracia de mi experiencia viajera, en la narradora de sucesos fantásticos-. Pinar, síntesis y esencia, era la poesía; la Habana, la narrativa.

Viví varias experiencias en aquellos viajes interprovinciales. En una ocasión, el ómnibus quedó reducido a cenizas -en cuestiones de minutos- mientras los pasajeros enloquecidos se lanzaban por las ventanillas y otros se alejaban temiendo una explosión. Yo pude escapar por la puerta y sin contratiempos, dejando, eso sí, mi pequeño equipaje dentro.

En otro de aquellos viajes, el autobús se rompió a mitad de camino. Muerte súbita. Ilusiones varadas en la carretera; la fundamental, un concierto de Carlos Varela. Casi inmediatamente los pasajeros fueron desapareciendo por grupos; algunos pararon “botellas” para regresar a Pinar mientras otros se animaban a seguir adelante. El chofer, en cambio, me había advertido que me quedara cerca del autobús para cuando vinieran a recogerlo: debía cuidar de mí por encargo paterno. En un ataque de independencia, crucé la carretera sin ser vista y logré parar un carro con destino a la Lisa… o sea, ¡a la Habana! No tenía ni idea de las distancias, de los recorridos… pero ya en la ciudad me las arreglaría…
Una vez en la Lisa, y con la inocencia del advenedizo, llegué, de botella en botella, a la Estación de Autobuses donde debía esperarme mi hermano, justo a la hora planificada. Con taimada pulcritud, me senté a esperarlo en la sala de llegadas. Al encontrarnos, nada delató la irregularidad de mi viaje, pues de mi discreción dependían mis futuros desplazamientos. Ese avance a tramos, de semáforo en semáforo, lo había aprendido en viajes anteriores a la capital cuando, con una de mis primas, iba de la Víbora a cualquier rincón de la Habana (incluso a Guanabo) mientras las paradas de ómnibus parecían concentraciones revolucionarias.

(Un tiempo después, y porque todo se sabe en una provincia pequeña, mi padre se encontraría casualmente con el chofer del autobús, quien lo pondría al tanto de la rotura y de mi desobediencia… )

Gracias a aquella temeridad, pude asistir a aquel concierto de Carlos Varela en la sala Charles Chaplin (abril de 1989) donde cantó por primera vez “Guillermo Tell” −creo que confesó haberla compuesto momentos antes del concierto. (La menor de mis primas se había vuelto "farandulera" a su llegada a La Habana, lo que significaba que, además de andar con una mochila al hombro y de apenas aparecer por casa, estaba al tanto de lo "último" que sucediera por entonces). Aquella canción, junto a los eufóricos gritos de los allí congregados, fue una revelación de otra manera de decir, diferente al Silvio de giros sutiles y crípticas metáforas. Se encendió una lámpara: había dado un mordisco a la manzana prohibida, la misma que pendiera de nuestras cabezas sin saberlo. Varela se convirtió, ipso facto, en una especie de contraseña, un código secreto que muy pocos conocían y que empezaba a exigir a la entrada de ciertos diálogos. Lo más parecido a una marca generacional (como aquel "mortal" que decíamos para todo y que ya casi nadie recuerda). Pronto me ví rodeada de nuevos amigos que, en Pinar, comenzaban a oirlo, pasándose de mano en mano un cassette mal grabado con sus canciones. Nos sentábamos en el "contén del barrio" a mezclar las alabanzas con las dudas, como los textos de Varela...

Al llegar a casa escribí un poema que incluí en mi primer cuaderno titulado Para atrapar un instante -un título adolescente como la mayoría de los textos que compilaba, y que estaba preparando por entonces para presentar al concurso Dulce María Loynaz.
Este poema −y todos los del libro− pasó por las manos de Luis Hugo Valín, que entintó la página de rojo hasta dejarlo como un cuerpo enfermo, con varicela… Estuvo toda la tarde dándose columpio en la casa y enmendando entuertos, mientras leía los textos en voz alta, con una extraña cadencia que se puso de moda en los recitales poéticos.


Ese poema me granjeó una áspera desilusión en un Encuentro Municipal de Talleres Literarios, celebrado en la Casa de Cultura de Pinar. Al terminar la jornada, una mujer desconocida −funcionaria de Cultura− se aproximó para preguntarme quién era “realmente” el autor del poema y que le enseñara otros que hubiese escrito… Caí en la trampa, pues pensaba que sus dudas sobre la autoría se debían a mi edad y me ofrecí, orgullosa, a enseñarle los otros textos… Aquella mujer con un look poco “artístico” −nunca olvidaré aquella apreciación: tenía pantalón de láster, nada más incongruente en la “farándula”− me acompañó a casa y hojeó con desprecio mis libretas escolares llenas de poemas, mientras me preguntaba si no tendría algún otro texto que no fuese de mi puño y letra, o si estos los había copiado de alguien.

Al ver los textos marcados con tinta roja y algunos versos rehechos palmeó la libreta con furia y me preguntó quién era el dueño de aquellos subrayados. Ya por entonces pude intuir que algo andaba mal y le dije, con la cara más inocente de mi repertorio, que había sido mi padre, el único que revisaba mis poemas. Me devolvió la libreta aunque no muy convencida de mi respuesta y me aconsejó que no me dejara guiar por ciertos escritores del Taller que podrían ser una mala influencia… Nunca más la volví a ver, ni supe exactamente qué era lo que quería, aunque podía sospecharse. Probablemente buscaba (¿o buscaban?) descubrir si habría “alguien” escondido tras mi fachada de niña buena, algún ghost writer que no daba la cara y que ejercía alguna influencia sobre mí.
Pocas veces, después, volví a sentir el peso de la censura: hay límites que solo se trazan una vez. Es probable que, a partir de entonces, la autocensura -y el silencio de la escritura privada- se haya encargado de ejercer de funcionaria vigilante. (Como diría Shentalinski al referirse a los escritores soviéticos -en esa pieza monumental sobre los archivos literarios de la KGB-, el oficio del escritor en el comunismo consistía en estrujar, gota a gota, al esclavo que había en su interior. Sedente, sedienta, y esclavizada)

En septiembre empezaría la Vocacional, y en aquellos años de beca perdí muchas de las libertades aprendidas, disfrutadas. No más viajes a La Habana, ni visitas al taller literario. Empezarían los años del encierro y del hambre, tras la caída del padre socialista. Una larga trenza nos había sido cortada y nuestros cuerpos se habían quedado tirados en el pantano, sin pasado ni futuro. Mientras el patriarca, cada vez más encanecido, seguía conminándonos a la resistencia, al ahogo.

miércoles, 18 de agosto de 2010

De la efectividad de las listas

(A partir de una idea sugerida en el Diario de Pelusa)


("Pecera", Hebert List (1937)


Cuando apago todas las luces de casa y no hay ninguna llamada del mundo para que gire la cabeza −el ordenador desconectado, la cocina recogida, el gato durmiendo en su estera− entonces me obsesiona la idea de que en Cuba ha pasado algo…
Vuelvo a encender la luz, y llamo desesperadamente a la Isla para oír, del otro lado de mi impaciencia, la voz tranquila de mi madre… Solo entonces puedo soñar que soy un pez y que navego en libertad por las aguas de mi conciencia.

Si desatiendo el reclamo angustioso y al apagar las luces voy directo a la cama (siempre habrá una razón poderosa para declinar el capricho: las llamadas son costosas) entonces esa noche no podré dormir aunque cierre los ojos y haga listas y listas de las cosas, que en el alejado diálogo con mis padres, he logrado tener.

Bajo el sopor de noches de insomnio, enumero los deseos nimios de mis padres y cómo habré de satisfacerlos, poco a poco: una cafetera nueva, un sofá donde reposar los recuerdos, una blanca dentadura, quizá un olor de la infancia que en algún almacén europeo podré recuperar −casi siempre sus deseos son compartidos, duales: padre y madre fundidos en la ilusión del encuentro. Y bajo esa protección que con fidelidad me adormece en plena noche, voy volviéndome nuevamente pez en libertad, huido de la urdimbre recelosa que teje mi conciencia.

(Mientras duermo, los muebles de Ikea se desarman, las frutas se maceran, y los pilares de mi cama se desmoronan: no hay inventario de ganancias que no sucumba al desequilibrio de mi dolor; apenas queda una sensación de coleccionista que no acaba de completar sus piezas…)

Al otro día, una taza de café me devuelve la cordura, al tiempo que practico, desde el cristal hermético de mi ventana, el oficio diario de repoblar la memoria con árboles ajenos, pájaros sin historia. Y ya entonces es inevitable correr al teléfono y convocar a mi madre con el sobresalto del timbre a mitad de su noche. En esos días suele decirme que no la he despertado, que apenas había podido dormir por extrañas pesadillas en donde ponía en la balanza listas y listas de lo que tuvo, no ha podido tener, o simplemente perdió.

jueves, 12 de agosto de 2010


REVISTA VOCES 1

Reproduzco el texto de presentación de la revista, publicado por Orlando Luis Pardo en Lunes de Post-revolución

VOCES YA ES VERDAD

Un documento circula La Habana, la circunda.
Es VOCES 1.
Dossier de discursos disímiles, dentro y fuera de Cuba.
Una veintena de escritores y una ventana para mirar dentro y fuera de Cuba.
Voces de cambio y continuidad, veloces al punto de lo inverosímil.
Inéditos y reciclados, inauditos así en papel como en la pantalla. Al
Este del Paraíso. Más locuaces que líderes de nada, maratonistas de la
resistencia retórica. De cara al cuerpo crudo, sin pacaterías
políticas, pedaleando entre lo espiritual y lo estúpido, reportando al
pie de la horda, ficcionando los huecos negros de una nao que zozobra
en su necia noción de nación.
Maneras de narrar nuestra desidia desideológica en pleno siglo XXI.
Formas de reformularlo todo por dos mil décima vez. Entusiasmo
endémico de quienes queremos ganar si no una voz, al menos sí una
garganta.
Efeméride futura. Encuentros de culturas post-cubanas. Collage, más
que coro. Bitácora de bits. Penúltimos papeles. Arte de la esperanza
más que de la espera. Bullet-in de bloguiteratura.
Bienvenido a VOCES como lector lúcido. También te esperamos en tanto
autor al margen de toda autoridad.

INDICE DE LA REVISTA:

Orlando Luis Pardo Lazo ( 1 ) "Reportaje al pie de la horda"
Claudia Cadelo ( 4 ) "Líderes de una revolución alternativa"
Eduardo Laporte ( 7 ) "Yo no sé qué tienen los perros"
Melkay ( 9 ) "La mejor selección del mundo"
Wendy Guerra ( 13 ) "Entre Perseverancia y Virtudes"
Iván de la Nuez ( 15 ) "El cercano Este"
Reinaldo Escobar ( 18 ) "El alcance de la “cíber-disidencia”. Reportaje al pie de la horda"
Emilio Ichikawa ( 19 ) "Papel y pantalla"
Jorge Ferrer ( 21 ) "Escribir un blog cubano (decálogo)"
Yoani Sánchez ( 23 ) "Ése ya no volverá"
Antonio José Ponte ( 25 ) "Una infancia sin cómics/una adolescencia sin pornografía"
Juan Abreu ( 28 ) "Una educación sexual"
Miriam Celaya ( 30 ) "Carta abierta a la BBC"
Maikel Iglesias ( 35 ) "Pinar del Río City" (poesía)
Jesús Díaz ( 36 ) "Réquiem" (poesía)
Luis Marimón ( 38 ) "Muerte el Yumurí" (poesía)
Mirta Suquet ( 39 ) "Prosperidad y bondad: la otra cara del iluminismo martiano"
Miguel Iturria ( 43 ) "Martí: espiritualidad y manipulación política"
Ernesto Morales ( 45 ) "La felicidad del corredor de fondo"
Ena Lucía Portela ( 49 ) "Huracán" (narrativa)
Dimas Castellanos ( 56 ) "Los límites del inmovilismo"
Yoss ( 60 ) "Próximos pero lejanos: el universo de al lado" (reseña)

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lunes, 9 de agosto de 2010

[16] Ni Cenicienta ni Princesa



Pinar del Río.
Aún debo escribir este nombre cada vez que hago un trámite, cada vez que en una casilla insípida indagan por esencias que deberé encarnar hasta el final de mi vida, aun cuando mi cuerpo trashumante no reconozca las huellas de su ciudad. Nací y para siempre seré identificada como pinareña. Apenas recuerdo ese pinar al lado del río que los funcionarios europeos, ajenos a la topografía cubana, evocan cuando leen el nombre de mi ciudad natal… apenas recuerdo si existía ese pinar al lado del río.

Pinar…, la ciudad por la que transitaba, cuidando de no pisar las rayas del asfalto con los menudos pasos (¿“menudos pedazos”?) de mi infancia. Como una oscura amenaza de lo que haría toda nuestra generación, jugábamos a no cruzar los lindes, a no traspasar fronteras; quien lo hiciera recibiría un castigo diseñado por las rimas infantiles: “quien pise raya come toalla”. Aún me sorprendo evadiendo las divisiones de las baldosas cuando camino por las calles de Santiago u otra ciudad del mundo… También aprendimos que si abandonábamos un sitio perderíamos nuestro espacio y con él nuestras pertenencias: "quien fue a las Villas perdió la silla; quien fue a Morón, perdió el sillón". Toda una ideología imperceptible estaba hilvanada con estas jerigonzas infantiles: la ideología del despojo, de la expropiación. Siempre vendría alguien a reemplazar tu sitio, a descolgar tu foto de la pared… Cuando me alejé de Pinar supe que había perdido la silla y que nunca más podría reclamar mi espacio en aquella casa que había dejado de ser mía.

Arrastrar en las huellas de identidad el nacimiento pinareño era aprender a sonreír con el chiste fácil. Toda una vida ejercitándome en ese oficio de escurrirme de las burlas como los peces… Nacíamos tontos; bebíamos desde pequeños el elixir de la idiotez y de la bondad: siempre seríamos timados por una habanero listo que descubriría en nuestras uñas la tierra de los ancestros. Una islita tan pequeña para tantas ojerizas…

En un viaje reciente a Madrid me tropiezo con un cubano que indaga sobre mi procedencia, y le digo “Santiago” pensando que se refiere al lugar donde vivo actualmente. En el acto, comienza a burlarse: “¡así que eres palestina, de las que dice caco por casco, canné de idad por carnet de identidad!”. Al darme cuenta del malentendido le explico que actualmente vivo en Santiago de Compostela −no de Cuba− pero que soy pinareña. En el acto, enmienda sus chanzas: “¡así que eres una guajira! Eres del sitio donde dejaron una concretera en el cine, donde pusieron el yeso a un hombre con el reloj puesto, donde hicieron una carroza de carnaval que no cabía por las calles, donde los elevadores se llaman por los botones de las camisas y los hombres se suben a la mata, tocan la fruta y al comprobar que está madura, se bajan y le tiran piedras para tumbarla…"
Es tan largo el disfraz que arrastro que voy dejando jirones en cada esquina, exvotos de una identidad maltrecha, de enano de feria…

En la Universidad, algunos colegas me entregaban aquellas sobredosis de cinismo cada vez que me veían con las maletas al hombro −los mismos colegas que practicaban la discriminación con la misma intensidad que la paz y el amor−: "¿y qué, te vas pal’ pueblo?", me decían. Y sí, los viernes era mi día, como diría la canción. Apenas recuerdo gestos de solidaridad de mis compañeros de curso habaneros hacia los de provincia, hacia los becados… También eran los años de la epidemia de insolidaridad, del sálvese quien pueda… Y los tontos pinareños −también los de otras provincias− traíamos de regreso algunas provisiones imposibles de encontrar en la capital, y las habríamos de revender para, a su vez, salvarnos como podíamos…

Intento revivir mi ciudad natal pero tal parece que se tragó mi infancia y mi adolescencia sin casi detenerse en el mordisco. ¿O fue mi vida uniformada la que se tragó la ciudad?

Todo lo que recuerdo de ella son los “planes en la calle”, las guardias en la bodega “El caballo blanco” en los aniversarios de los CDR; los domingos de la defensa en el río Guamá, contaminado y maloliente, y las acampadas en el Cerro de Cabra o en la Loma del Taburete −a las que íbamos obligados, a pasar frío, para vivir en carne propia las experiencias de los barbudos en la Sierra…
A veces nos llevaban, por la escuela, al Teatro Milanés −una joya de la arquitectura decimonónica. “Había que llenar localidades” y debíamos ir uniformados a ver las esporádicas funciones de ballet o los artistas de moda que venían de la Habana -a toda hora con el uniforme, desde que amanecía hasta que nos acostábamos. En aquel semiderruido teatro actuábamos en los “festivales de aficionados,” diluidos en el coro gigante de la escuela “Lenin”, mientras interpretábamos “Las noches de mi Moscú” con aquella tristeza rusa lejana a nuestras voces agudas… Después, el Milanés cerraría con la promesa de una “reparación” que no llegaría a ver concluida.

Asaltábamos los parques conducidos por nuestros maestros: el gran parque Colón estaba poblado por ancianos tristes, por pastilleros, por vendedores de dólares (¡de cuando estaba a 5 por 1!), y nuestra presencia bulliciosa era más efectiva y menos costosa, políticamente hablando, que una redada policial. Los parques de Cuba estaban llenos de niños que jugaban y cantaban canciones infantiles…: una impecable foto de portada. No recuerdo haber ido a los parques motu proprio, con familia y bicicleta; con perro y chambelona de colores…


Recuerdo los desfiles de bandas rítmicas: invadíamos la calle Real con las batutas hechas de boyas sanitarias pintadas de plateado... Recuerdo el Coppelia y tardes enteras de domingo haciendo colas junto a mis padres para comer chocolate; los cines Praga y Zaidén, donde vi “Voltus 5”, “E.T” y “La niña de los hoyitos” −aquel exitazo de taquilla cuyo nombre sirvió para bautizar a la isla cuando empezó la paranoia de cavar túneles para la guerra. "La Casa de la Trova", donde viejitos consumidos por la edad y el alcohol, tan parecidos a Compay Segundo, enterraban el sueño de la fama; las esporádicas visitas al restaurante del 12 Plantas -el edificio más alto de la ciudad- desde el que contemplábamos los techos de tejas naranjas...

Llevada de la mano de los maestros, en la tropelía del grupo, en la armazón contagiosa de la masa, la ciudad se quedaba circunscrita a las lozas que no debía pisar… Para colmo, desde los 15 a los 18 años −edad en que podría tantear por cuenta propia la vida de la ciudad- me vi recluida en un preuniversitario, en donde éramos condenados a estudiar bajo el precio de nuestra libertad. En el breve lapso que duraba nuestra independencia -un fin de semana cada dieciocho días- apenas me alcanzaba el tiempo para comer, descansar y preparar nuevamente las maletas. Y a los 18 años me iría a la Habana, y a otra beca y a otros rigores semicarcelarios...

Cuando regresaba a casa los fines de semana, al imperio de la placidez, después de haber vencido ese largo periplo de paisajes y heredades abandonadas de mi provincia que contemplé tantas veces subida a la parte trasera de un camión, la ansiedad apenas me permitía dirigirme a otro sitio que no fuese a la calle Maceo, en donde mi madre me esperaba con aquellos filetes que no se comían en toda la semana, aguardando mi regreso. Y cuando conseguía un pasaje en autobús −cuando mi multifacético padre, convertido en guardián de colas y listas, me procuraba un pasaje−, entonces el regreso al origen perdía el olor luminoso de mi infancia. Al llegar a la Estación, un hedor a boñiga seca y a orín infestaba mis recuerdos; los convertía en restos malolientes. Los "carros de caballos" esperaban a los viajantes, como si regresásemos al tiempo de las calesas y las sombrillas de plumas… Y a caballo se iban esparciendo los viajeros por los recovecos cada vez más depauperados de la ciudad. (El Hospital Provincial quedaba en las "afueras" de la ciudad y las urgencias debían asumir el trote lento del caballo a falta de coches o ambulancias. Cierta vez, tuve que ir al Hospital por un ataque de asma, y por el camino, y de tanta desesperación, mi padre se bajó del carro y fue un trecho a nuestro lado, corriendo, como si con su paso agilizara el del animal... Pasado el susto, nos reíamos mucho con la anécdota...).

La provincia nunca pudo ser disfrutada, amada (aunque en algunos de sus rincones amaría con nostalgia). Como si con el hidromiel que tanto añoraba mi abuela −aquella bebida “misteriosa” cuya fórmula emigró junto a sus propietarios después del 59’− se hubiese ido el sabor de la ciudad, mientras los descascarados dinosaurios del Palacio de Guasch −otra joya de la provincia construida en 1909−, con su color deslucido, dejaban de impresionar para siempre a los chiquillos… Toda la belleza que la ciudad fue acumulando en el XIX y el XX −ese neoclásico Museo de Historia, el Parque de la Independencia y el edificio de la Colonia Española, La Catedral, las casonas de tejas…-, toda esa belleza se llenó de la pátina de la vulgaridad y el desencanto.

La playa “Las canas”, la peor de las playas del mundo de tan contaminada y triste, y cuyos habitantes, pescadores en su mayoría, vivían como dejados de la mano de Dios, quedaba a escasos kilómetros de la ciudad, pero era casi imposible llegar a ella, cuando la gasolina y el transporte público comenzaron a desaparecer. Mi familia vio morir su casa en la playa dos veces: la casa que construyó mi abuelo, trasladando maderas en un bote, de orilla a orilla, cuando la playa era un sitio cuidado y placentero, fue confiscada al triunfo de la revolución y cedida a familias necesitadas del puerto de la Coloma −aquellas mismas dejadas de la mano de Dios que, en los años duros, sacrificaron el portal de madera de su −¿su? ¿mi?- casa para hacer leña… A finales de los 80 y viendo las condiciones paupérrimas de la playa, “devolvieron” las casas a sus antiguos propietarios y mi padre se agarró una lesión incurable en el rostro de tanto sol… Lo vi levantar pilares, echarse a sus espaldas la construcción de la casa para devolver el sueño de su infancia a mi madre. Pocos años pudimos disfrutarla. En los 90 se paralizó el país; no había cómo llegar a la playa y la casa fue donando sus maderas para que los lugareños hiciesen fuego… No sobrevivió al último ciclón…

Disfrutar de la expansión de la naturaleza pinareña es un privilegio que solo hoy mi bolsillo de turista pudiera pagar… Viñales es una huérfana alcancía verde…, el Orquideario de Soroa, una marchita promesa, y María la Gorda y Cayo Levisa, los nombres exóticos de arenas que nunca conseguí pisar. (Ahora contemplo la luz de la Praia Do Vilar y proyecto su naranja de sol poniente sobre el espejismo de mis posesiones perdidas…). Nunca nos enseñaron a amar las vegas de tabaco, las grandes extensiones de cultivo. Las trabajábamos en las etapas al campo y en las escuelas en el campo, y por ello mismo, por la identificación con lo impuesto, las aborrecíamos. Nunca fui de excursión por los montes, nunca tendimos un mantel en el medio del campo y compartimos nuestra felicidad en familia −aunque el cuadro bucólico parezca ridículo−. Galicia es el Pinar que no pude tener, que me arrebataron: reverdecida y solitaria, la Galicia profunda restablece mi robado origen pinareño…

Releo en Paradiso el breve homenaje que hace Lezama a sus antepasados pinareños, a través de Eloísa, la madre de José Eugenio Cemí, tan delicada y frágil como las hojas de tabaco. Evoco a través de ella mis ancestros guajiros de San Luis y la ternura de un tío abuelo llevándome a casa grosellas y mamoncillos. En la novela, Eloísa es obligada a abandonar sus vegas para vivir en el Central Azucarero Resolución, propiedad del esposo Vasco, lo que precipita su muerte. Quiero leer esta muerte como el vaticinio de lo que sería la identidad cubana bajo el sempiterno régimen autoritario -primero, el de la dominación hispana; después, el del caciquismo castrista. Ese “Resuelvo en el Resolución”, sentencia que repite con terquedad el esposo Vasco de Eloísa, bien puede ser la redundancia del poder cayendo sobre toda la isla. Resolución… Revolución…

La Cenicienta nunca llegó a ser Princesa, aunque nos lo prometieran en los discursos con esa retórica infantil con la que parecería que se aceptaba la puerilidad "fronteriza" del pinareño (un eslogan revolucionario suponía que Pinar del Río, otrora "Cenicienta de Cuba", se convertiría en "Princesa"). Ni antes fue una mendiga, ni en 50 años llegaría a ser noble... porque probablemente nunca se le preguntó si quería aceptar las normas de palacio, los zapatitos de ciudad.

Hace años que perdí la silla y no he podido regresar al río y a los pinares, si es que alguna vez existieron. En la casa de la calle Maceo ya nadie me espera con los filetes adobados...

viernes, 6 de agosto de 2010

LA VIDA DE NOS-OTROS


(Foto de Orlando Luis Pardo Lazo)

De las palabras, las manipulaciones y los recuerdos (2), por Amir Valle.

Es de tontos negar que todos los niños cubanos teníamos derecho a educación gratuita. Es también de tontos negar que luego de 1959 la isla se llenó de escuelas, incluso en aquellos sitios tan intrincados de las montañas adonde no llegaban ni las señales de radio. Pero también es tonto negar que cada una de las clases que recibíamos eran inyecciones muy sutiles de doctrina, un muy fino, cuidadoso y sostenido lavado de cerebro.

Hace unos meses, un amigo me trajo desde La Habana dos de las libretas que utilicé cuando estudiaba en el nivel secundario para copiar las clases de literatura.

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martes, 3 de agosto de 2010

LA VIDA DE NOS-OTROS



Agradezco el milagro de leer las vidas de los otros... A Orlando, por ese retrato esparcido en nuestra errancia, que nos empeñamos en borrar para que los días no nos señalen con la culpa de la ceguera...


TODO SOBRE MI PADRE, por Orlando Luis Pardo Lazo.


Mi padre no pidió limosna, aunque dependió de un hermano y otro hijo en USA. Mi padre no tuvo que salir a la calle a vender un paquetico de nada, aunque dio clases de inglés a domicilio como un caballo. Mi padre vivió en casa hasta los 81, cuando prácticamente ya era sólo el padre de mi madre (se llevaban 17 años). Mi padre, el abuelo que nunca tuve de grande.
Cada día regreso de la calle con mi padre en la cámara Canon y la cabeza calcinada por tanto sol y tanta soledad. Casi no hice fotos de mi padre en vida. Y ahora pago el precio de ese descuido de adolescente (fui su hijo de la vejez).
Por eso me lo encuentro por las aceras y soportales cubanos. Boqueando, mal afeitado. Con ropa humildísima que olía siempre a cigarros Populares de 1.60 pesos (un aroma que extraño: todos los fumadores apestan, excepto él). Un tipo tan tierno, cuando yo me atrevía a decirle al menos media palabra. Tan torpe para las cosas prácticas, tan iluso para las letras inútiles. De mirada inmortal cuando mi psico-rigidez me permitía decirle de vez en cuando (de voz en cuando): papá…

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