No sé si estos trenes seguirán ahí, oxidándose en una especie de basurero improvisado a la entrada del Barrio Chino de la Habana. La foto la hice en el 2009.

domingo, 8 de mayo de 2011




Hace unos meses un amigo me envió desde Cuba una extraña foto por correo electrónico. Había tenido que reparar el colchón que yo le había vendido antes de salir de Cuba, y tras separar la guata y el relleno, encontró un papel anudado a uno de sus muelles. No dudó en fotografiarlo y enviármelo. Reconocí la letra de mi padre y esa obsesión meticulosa de evocar a su familia... También el nombre de la casa “Simmons”, una huella borrada del recuerdo de la Isla.
Llamé rápidamente a Cuba para atar cabos y reconstruir la historia. En ese colchón había pasado mi adolescencia, pero antes de ocuparlo y quizás antes de yo nacer, ya estaba en mi casa.

Justo en 1959 mi tía había empezado a pegar sellos tras una ventanilla de la Oficina de Correos. Tenía unos diecinueve años y tras sus primeros salarios compró dos camas individuales de cedro para ella y mi madre, ambas solteras. Por aquel entonces la ciudad todavía estaba llena de comercios y negocios privados que, en cuestión de meses, serían sustituidos por improductivos servicios y por tiendas de venta asignada, tras la nacionalización. Trato de seguir atentamente el relato de mi madre que se pierde a cada momento en encrucijadas que intentan recomponer su ciudad natal, recuperar las sensaciones: “El Correo estaba al lado de “Trueba y Camoira” -una “torrefactoría” en donde te molían el café en el momento y cuando lo tostaban, el olor llegaba hasta la casa, era buenísimo...”, y su hilo de voz se pierde en el énfasis del superlativo... Escuchando esa breve digresión no puedo dejar de pensar en el desagradable sabor del café mezclado con chícharos que ha tenido que soportar durante medio siglo, tan diferente a ese "Café Pinar" evocado.
"Y frente a este negocio -continúa mi madre- estaba la mueblería Capó, donde compramos casi todos los muebles que tenemos actualmente" y pasa a enumerarme los inmortales sillones de caoba, los escaparates y camas hercúleas o el eterno juego de sala que componen el mobiliario de mi casa, jamás renovado en 50 años. Pausa.


Muchos años después, las dos camitas provocaron serias broncas entre los cuatro adolescentes que vivían en mi casa. Se las rifaban mi hermano y mi primo, o mis dos primas (todos con edades y urgencias similares y ansiosos por tener una habitación propia para llenar de afiches con cantantes de moda). Yo, por ese entonces, estaba en una cuna -acababa de nacer- y tuve que dormir en ella hasta los nueve, algo que arruinó la intimidad de mis padres y, seguramente, mi psicología. Ya se sabe, en una casa de familia numerosa es difícil encontrar acomodo para todos. Sin tambor de hojalata, pero todavía en una cuna, luchaba por crecer sin salirme de la horma.
Era una sólida cuna de madera y poco a poco se fue transformando, adquiriendo aspecto de cama, pero seguía teniendo los barrotes frontales –por los que ya casi se me salían los pies-, y el colchón de las meadas infantiles seguía siendo el mismo. Tanto apego a una misma forma, al hueco en el que encajaba el hombro cada noche, hacía que apenas me diera cuenta de que los años pasaban y que crecer era, también, mudar de cama, de habitación, de costumbres.

Justo en el año en que di el “estirón”, 1984, murió mi abuelo, y con nueve cumplidos pasé a dormir en su sitio, al lado de mi abuela. Tuve que adaptar mi cuerpo a los nuevos huecos de un colchón de cuarenta años (adquirido cuando se casaron los abuelos) y a los punzantes muelles rotos bajo mi espalda. Si no hubiese ocurrido esta eventualidad no sé dónde mis padres habrían encontrado una cama con un colchón para mí, bienes por entonces asignados con un cupón especial -como el ventilador, el televisor o un coche- a aquellos trabajadores que salieran ilesos (moral y físicamente) de las temibles asambleas generales.
La cuna pasó a otros niños de la familia, y después de casi cuarenta años de uso (y cuatro generaciones de meadas) se vendió a un joven matrimonio, con colchón incluido, para que un bebé rozagante heredara los mismos ácaros y las mismas desviaciones de la columna de sus sucesores.

Fue justo antes de casarme, en 1999, que mi padre decidió arreglar todos los colchones de la casa, incluyendo el que me habrían de ceder por el matrimonio. En aquel verano los muelles habían empezado a saltar en medio de la noche como si se tratase de una huelga general, y ya era el momento de las reparaciones. Nos habían advertido que no cayéramos en la trampa de cambiar "dos viejos por uno nuevo", propuesta que hacían algunos vendedores en aquellos años. Una amiga ya lo había hecho y poco después de usarlo empezó a tener picazón por todo el cuerpo. Al rajar el colchón descubrió que bajo la delgada capa de espuma había paja de arroz con todo tipo de trapos, cáscaras y semillas.

Mi madre sacó su máquina Singer e improvisó forros con retazos de pantalones viejos. El taller de reparación se instaló en el portal de la casa, y mi abuela, con un alzhéimer avanzado por entonces, aplaudía al ver las pelusas de su colchón matrimonial esparcidas con el viento. Fue este colchón el que heredé tras casarme, junto con el juego de cuarto de caoba que apenas cabía en el cuarto del solar habanero en donde viviría por aquellos años.
La camita sobreviviente, una de aquellas que comprara mi tía en 1960, y arreglada en el taller casero 39 años después, fue vendida a ese amigo que hace unos meses tuvo que volverla a abrir, y casi difunta, remover nuevamente sus vísceras, trasplantar sus muelles partidos para alargar una vida que parece eterna. Dentro, amarrado a un muelle, la huella apenas visible de sus orígenes y de su llegada a mi casa: “Simmons”, 23 de noviembre de 1960.