No sé si estos trenes seguirán ahí, oxidándose en una especie de basurero improvisado a la entrada del Barrio Chino de la Habana. La foto la hice en el 2009.

martes, 28 de mayo de 2013

Envasado al vacío



Hace unos meses conversaba con unos amigos portugueses sobre el desagradable sabor del CERELAC, aquel producto que a inicios de los 90' - junto con la “pasta de oca” y el “picadillo de soya”-, contribuyó a paliar nuestra desnutrición. Mientras hablábamos, la anfitriona se escapó a la cocina y trajo de regreso una caja de cereales con el mismo nombre en grandes letras rojas. En portuñol intentó decirme que, al contrario de lo que yo describía, aquel cereal –marca Nestlé- era delicioso. Evidentemente ambos productos tenían el mismo nombre pero no los mismos ingredientes, aunque no supe explicarles en qué consistía LA diferencia. Tampoco encontré las palabras que me permitieran describir el sabor de aquel polvillo arenoso que se cocía diluido en agua. Era la proteína que nos daban en los desayunos de las becas -y en casi todas las casas- y había que tomarla a falta de un vaso de leche o un huevo frito.

Ni tan siquiera recuerdo haber visto algún paquete de Cerelac que declarara su composición, pero si lo hubiese habido, tampoco estábamos acostumbrados a escudriñar los envoltorios para leer ingredientes, conservantes o fechas de caducidad, sobre todo porque casi ningún alimento facturado en Cuba estaba envasado. La leche en polvo se vendía a granel: los afortunados que tenían dieta iban a la bodega con una “jabita” para que se la despacharan. El bodeguero abría el saco, se sumergía en él y sacaba con un jarro "escachado", como si fuera agua de un pozo, el polvo de leche contaminado con más polvo (ambiental) y cualquier otra impureza que ni nos atrevíamos a imaginar. O el puré de tomate que se almacenaba en aquellos tanques oxidados de 55 galones y que envasábamos en pomos plásticos reciclados, vendidos por un anciano semiindigente que los recogía de la basura; o la cerveza a granel, a la que le echaban cubos de jugo de toronja para aumentarla, según decían por entonces. Y ya ni siquiera me refiero a los productos de reventa, esos que podían venir envueltos en papel de periódico o en cajas de zapatos, sino a los oficiales. 

En mi último viaje a la isla compré algunas cajas de jugo que, una vez terminadas, mi madre conservaba para rellenar. Tener aquellos briks de colores en la nevera formaba parte de su fantasía cotidiana que yo no me atrevía a destruir. Así hacía con los potes de helado, con los pomos de cristal que antes habían sido de aceitunas y en los que ahora guardaba ajos pelados o con los geles de ducha, que aunque vacíos ya, seguían ocupando su espacio en la repisa del baño…

En la cómoda, por los siglos de los siglos, unas preciosas cajas de talco heredadas de la abuela (y llenas ahora de botones hasta rebozar), y a su lado, la única de diseño más aceptable que se vendió en los `80: el talco .

Los envases venían a ser como un subproducto capitalista que enmascaraba el producto; un beneficio añadido y prescindible, como la doble moral. (La profesión de diseñador podría ser una de las más obsoletas del Período Especial, e incluso, del Socialismo cubano.) 


El colmo de la venta de productos sin etiquetas podían ser las medicinas, vendidas sin prospectos ni indicaciones claras de los principios activos, excipientes, o fecha de caducidad... En los 90 se vendía cada blíster por separado (si había!) y debíamos deducir su vencimiento intentando leer un número largo impreso en el borde, número que seguramente era el de serie pero que nos empeñábamos en creer que indicaba meses o años según la conveniencia o necesidad.
Nuestro conocimiento sobre medicinas se ceñía básicamente a que el meprobamato relajaba, la trifluoperazina era “la pastillita de la alegría” y la duralgina quitaba la fiebre, sin saber a ciencia cierta qué compuestos químicos y contraindicaciones se escondían tras aquellos nombres. Aún hoy sigue siendo un enigma descubrir los compuestos activos de ciertos medicamentos cubanos, sobre todo cuando mi madre me los reclama con urgencia.
Hace poco me pidió unos paquetes de “duralgina” porque según ella es lo único efectivo contra la fiebre alta. Así me lo recalcó, echando por tierra la posibilidad de que le mandase paracetamol u otro antipirético a la mano en las farmacias españolas. Después de algunas búsquedas en internet descubrí que era el equivalente al Nolotil español, y que el principio activo de ambos era el Metamizol.
(Aún estoy esperando la confirmación de la llegada, o lo que es peor, que acepte que ese nombre que está leyendo es su medicina de toda la vida).

Cada vez que me pide medicamentos no dejo de alarmarme porque conozco la pasión de mi madre por atesorar y acumular medicinas que luego prescribirá por el barrio como si se tratase del médico de la familia; aunque creo que disfruta más el sacarlos de las cajas, leer los prospectos como si fuesen una novela detectivesca -a veces de varias páginas- y aterrorizarse de tantos efectos negativos o de las interacciones con otros medicamentos. A veces los colecciona, los atesora en la cesta de las medicinas: cajitas y prospectos sin pastillas que le recuerdan que esa medicina fue efectiva, para pedírsela a cualquier familiar a la menor posibilidad...


Por eso la “jabita” y el “pepino” (botellas plásticas de refresco) se han convertido en partes básicas del cuerpo del cubano: se toma su trifluoperazina, su café mezclado y sale a forrajear, a comprar lo que encuentre, esté o no envasado, e incluso, cuando lo que envase sea precisamente el vacío.