No sé si estos trenes seguirán ahí, oxidándose en una especie de basurero improvisado a la entrada del Barrio Chino de la Habana. La foto la hice en el 2009.

domingo, 16 de enero de 2011


(Foto tomada del blog F y 3ra)

F y 3ra. (Primera parte)

Después de vivir casi un año en casa de los tíos, un día hice la maleta y decidí renunciar. Rajarme. Pero antes de regresar definitivamente a Pinar del Río me quedé en la residencia de F y 3ra con unas compañeras de aula. El olor enrarecido de los pisos, el olor de los colchones, de las taquillas, el olor de los baños, de la comida y hasta del agua, supuestamente insípida e inodora, me dejó inhabilitada para tomar cualquier decisión. En aquellos días, el único pensamiento que ocupaba mi mente era aprender las técnicas −ya aprendidas por mis amigas− que harían más vivible mi vida transitoria en la residencia estudiantil: las técnicas para desplazar mentalmente el olor, anular el sonido, dejar de mirar la suciedad y cerrar el paladar para que, sin apenas llegar a sentir el sinsabor del sinsentido, la comida pasara como por un embudo de la boca al estómago. Esos días de tránsito se volvieron semanas y el instinto de sobrevivir fue más poderoso que el de renunciar. Y me quedé a vivir allí.

Ninguna de mis compañeras de cuarto podía explicarse aquella reacción semejante a la felicidad cuando, asomada al balcón de la beca −a expensas de que me cayera una saliva en la cabeza−, les explicaba que me sentía a gusto. En realidad estaba allí "por gusto": innecesariamente, pues podía vivir mucho más cómoda en la casa de mi familia, pero justamente por no tratarse de una obligación, sino más bien de una elección, estaba a gusto. (Realmente lo que evidenciaba era mi necesidad desequilibrada de sentir el agua al cuello para solo entonces comenzar a nadar. Resistir sería la palabra exacta, y en el proceso de resistir, olvidar poco a poco que se resistía).

Sentía −y quizás exageradamente− el placer de la sobrevida; ese que seguramente sienten los que, después de una catástrofe, amanecen en la ruina pero con el insensato encanto de poder registrarla, de dar testimonio. Entre tanta energía empleada para subsistir −y empleada sobre todo para disimular e incluso disfrutar la subsistencia, de tal modo que no se percibiera como tal, pues de lo contrario la estancia obligatoria en la beca podía convertirse en un suplicio inaguantable− apenas tenía tiempo para el lamento o la autocompasión. De lo que se trataba en aquellos días era de anular casi todo acto volitivo −dependía de agentes externos que me situaban, emplazaban y movían como una ficha de ajedrez−; casi toda autorreflexividad −difícilmente podría ensimismarme viviendo en aquella maldita circunstancia de gente por todas partes− y casi todo acto sensitivo −como explicaba, trataba de no sentir la fría y pegajosa textura del pasamanos de las escaleras, de no oler el saco donde había sido envasado el arroz que me estaba llevando a la boca, de no oír el banquete de las cucarachas en la taquilla donde se guardaba el pan tostado. O para ser más exacta, de sentir todas estas percepciones no como algo preconcebido −y que, entonces, me darían una infinita repugnancia− sino como algo que habría que empezar a bautizar con nuevos códigos y palabras. Una especie de oficio adánico en un mundo distópico.

En la beca debía, ante todo, desaprender para luego aprender. Des−aprehender (y soltar la mayor cantidad de amarras que tuviese) para luego aprehender. En ello radicaba la sobrevida (es decir, mantenerse a flote) en aquel estado de excepción en el que vivíamos desmintiendo casi todos los nombres que antes le habíamos dado a la seguridad, al placer, al bienestar.

Recuerdo que por aquellos años apenas me miraba al espejo; era algo innecesario, una acción que aportaba poco. (Aunque en realidad sí que nos mirábamos de cuerpo entero en el cristal sucio y reflectante de la puerta del balcón. Aquella superficie era incapaz de reproducir detalles, sino más bien una presencia que identificábamos con nuestra imagen). Apenas teníamos tiempo para aquel acto de vanidad. Nos levantábamos y después de agenciarnos unas gotas de agua en un tanque herrumbroso y vestirnos con urgencia, corríamos escaleras abajo, primero doce y después dieciocho pisos, para alcanzar el lujoso desayuno −y lo digo sin ironía: en mi caso, era la única comida “tragable” del día: un pan viejo que ultra−tostaban para que no notásemos su vejez y un yogurt pastoso y ultra−ácido, pero que tomaba convencida de su poder alimenticio: mientras más ácido estuviese más creía en su “autenticidad” láctea. Y después nos lanzábamos a la calle a coger una “botella” que nos ahorrara el camino a la facultad o nos íbamos casi corriendo, después de convencernos que cada vez era más difícil atrapar un "chance". Y una vez allí, y frente a frente a los espejos del baño de la Escuela de Letras, me permitía unos instantes de soledad con mi imagen, breves instantes, no nos engañemos: el olor del amoníaco y del azufre no se soportan por mucho tiempo. Muchas veces sentía que si me miraba demasiado al espejo podía "corromperme", pero sobre todo temía que este acto tan simple me llevara a la idea de renunciar, a hacer las maletas y regresar a casa, donde me quedaría para siempre mirándome al espejo, inútil y embrutecida. (Vivía convencida de que había cierta relación entre la pulcritud física y la inteligencia. Con este axioma machista justificaba mi desaliñada apariencia de estudiante becada: no tenía otra opción.)

Los espejos, repito, eran innecesarios; nos restaban un tiempo de oro que debíamos emplear en labores de subsistencia: buscar y cargar agua desde el comedor a los pisos donde viviésemos; hacer interminables colas ya sea para almorzar y comer, para coger el elevador si algún técnico milagroso lo había puesto a funcionar, o para comprar algunas croquetas en el "Recodo" -una cafetería que casi podría haberse llamado rescoldo, ceniza residual de un fuego extinguido hacía muchos años. O para salir a buscar un sitio donde ducharse, en caso de que ese día no hubiese agua en la beca. Después de tantos ajetreos, de tantas precariedades poco a poco solventadas −o insolventables− a pocos nos quedaban deseos de organizar el cabello, de maquillarnos para la cabriola de la escasez.

Creo que esta simple idea de que no teníamos tiempo para contemplarnos en el espejo sería fundamental para entender cómo anulábamos poco a poco nuestra subjetividad, nuestra conciencia de individualidad (tan falsa como necesaria). Por el contrario, cada vez más nos percibíamos como un conglomerado −los estudiantes de F y 3ra; los chicos de la beca−, una gran masa que retumbaba del primero al último piso: si antes lo que nos confirmaba en la igualdad era el uniforme azul con las perfectas medias hasta la rodilla, ahora, en la vida universitaria, lo que nos igualaba era la sensación de repetir y repartir la precariedad: los mismos espacios habitados por cuerpos que pergeñaban agua en los mismos tanques herrumbrosos; los mismos baños tupidos, las mismas cañerías rotas, y el rito de correr escaleras abajo para alcanzar el mismo desayuno. Pero sobre todo, la misma sensación de impotencia o de irreversibilidad.

Una frase bastante simple de Hannah Arendt puede explicar lo que podía haber sentido en mi tránsito a la residencia estudiantil: Dice Arendt que “el más claro signo de deshumanización no es la rabia o la violencia, sino la evidente ausencia de ambas”; y si estaba llena de ira antes de mudarme para la beca, al llegar a ella perdí absolutamente la necesidad de expresarla que es, en definitiva, el verdadero sentido de la ira y en donde radica su fuerza: en su expresión, en su visibilidad. En el gobierno mal gobernado de la casa de mis tíos podía ejercer mi protesta, así fuera a través de la violencia o de la angustia: me era posible intervenir de alguna forma. En F y 3ra más bien tocaba cerrar el pico y aprender a sobrevivir. La otra opción, que ya para entonces la había descartado, era la de regresar a casa y resignarme a la derrota, a eso que en Cuba se llama “rajarse” y que, en cierta medida, se seguía viviendo como una vergüenza.