No sé si estos trenes seguirán ahí, oxidándose en una especie de basurero improvisado a la entrada del Barrio Chino de la Habana.
La foto la hice en el 2009.
Yo
tuve una pesadilla recurrente los primeros años desde mi partida
de Cuba. Se repetía con más saña cuando planificaba viaje a la Isla, desde
el día en que le hacía marcas al calendario hasta varias noches después de mi retorno a España. Se lo he preguntado a algunos
amigos que han cruzado el mar y muchos coinciden, con variantes, con
mi pesadilla. Ahora que Soleida Ríos prepara una segunda entrega de su reciente compilación de
sueños y pesadillas cubanas- su Antes del Mediodía. Memoria del sueño (Unión, 2012)no me lo he leído aún, pero intuyo que nuestras obsesiones, esas que comparto con algunos de mis
amigos del exilio, no aparecen recogidas-, le cuento la mía.
Es
muy simple, aunque tiene creativas modificaciones. Entro a la Isla y
no puedo salir de ella. Nunca más. A veces, estoy en una cárcel y
grito sujeta a los barrotes (no recuerdo los antecedentes del sueño).
A veces grito mientras me llevan a prisión y no sé por qué me
llevan. O justo cruzando la aduana me dicen que el pasaporte es
falso; o lo pierdo y tras recorrer oficinas y despachos bajo el sol
de la Habana, una oficial de inmigración, tan relajada, me dice que
no me lo pueden repetir y que debo quedarme en la Isla. Eso me cuenta
mientras tamborilea el cristal del buró con unas uñas largas,
pintadas con estrellitas y corazones. O que esa no soy yo porque en
la foto estaba rubia y más delgada. U otros disparates como que no
estoy censada (y me buscan en unas listas infinitas en las que no
aparezco); o que han cerrado las fronteras por amenaza de guerra o
por la ruptura de relaciones con la Comunidad Europea; o que me
enrolo en una manifestación o comento lo que no debo, hago lo que no
debo, pago con billetes falsos...
Casi siempre termino en la cárcel
o haciendo interminables trámites, tocando desquiciadamente puertas
que no se abren... y muchas veces intentando comunicarme
con mis amigos de España para que me ayuden desde el exterior. Es muy simple y
muy angustiosa. El leitmotiv perfecto para recordar y vivir
sobresaltada durante toda la estancia en mi isla querida.
Recientemente
tuve otra variación de la pesadilla. Esta vez no me dejaban entrar a
la Isla. En el control aduanal me decían que no tenía permiso de
entrada -un nuevo permiso que debían ponerme en el consulado antes
de viajar- y me montaban en un avión de regreso a España sin tan
siquiera abrazar a mis padres. No me daban ninguna explicación
coherente, solo que me faltaba el sellito...
Recuerdo
que imploraba que le hicieran llegar las maletas a mi familia;
pensaba, tanta pacotilla, tanto tiempo reuniéndola para nada... Como aconseja el mismo título del libro de Soleida, corro a contar mi memoria del sueño antes del mediodía, porque si no, ya se sabe, ciertas pesadillas pudieran convertirse en realidad.
Otras paranoias (compartidas) a la hora de cruzar el control de inmigración en el aeropuerto de La Habana, en las Confesionesde Armando Valdés-Zamora.
“Era un murmullo coral lejano, lleno de estridencias apagadas y de clamores mudos, como si desde la grisácea bóveda celeste cayeran, con desgarrados alaridos, los ángeles condenados. O aún más cerca: como si mataran niños debajo de una ceiba”. Cocuyo, Severo Sarduy.
"Pero lo que más me interesa es el parte meteorológico. Oh, sí. No me pierdo ni uno. Como Penélope a su Odiseo, yo espero un huracán". "Huracán", Ena Lucía Portela
I
En uno de los
capítulos memorables de Cocuyo, de Severo Sarduy, el niño se queda
petrificado ante la imagen de una plancha de zinc cercenándole el
cuello a un transeúnte (un negro que corría con un baúl en la
mano), mientras las ráfagas de viento anunciaban el paso de un
huracán y obligaban a refugiarse en las casas y a rezar para que
regresara la calma con un saldo de ventanas rotas y nervios
desquiciados. Tras la desmesura de la imagen, el niño reparte tazas
de tilo con matarratas a la familia, para que nadie sepa que tengo
miedo.
Durante los ciclones
yo tenía miedo. Un miedo a que se abriera una ventana y se colara el torbellino dentro de la casa. Un miedo literario, cinematográfico, quizás. Cuando ya habíamos cumplido todas las previsiones, nos sentábamos en los sillones de madera de la sala con las velas encendidas, a desear que la ciudad permaneciera en su sitio al otro día.
Con la adolescencia
descubrí otras formas de desafiar los ciclones. Nada más aterrador
y a la vez más seductor que caminar contra el viento, que sospechar
que las alambradas se vendrían abajo, los gajos, los frutos de los
árboles, el tendido eléctrico. Nada más perverso, desde luego, que
saberse con vida entre tanta amenaza. En una esquina, varios hombres
jugaban dominó y bebían cerveza, mientras escuchaban a cada hora el
parte de la radio. Las horas previas a un ciclón eran las últimas
horas de confianza. Después, todo podía suceder a pesar de
precauciones y predicciones.
II
El ritmo de los
movimientos cambiaba a medida que el viento se hacía más fuerte.
Había que correr a la tienda más cercana en busca de pan y velas; había
que sellar las ventanas con tablones o precintas de papel colocadas
en forma de cruz y que nadie se
molestaría después en quitar;
apuntalar los techos, asegurar las tapas de los tanques que volarían
como hojas secas y degollarían como afilados cuchillos; las tejas
sueltas, las sillas del patio... Había que tapar con
bolsas plásticas todo lo que se atesoraba: el ventilador del 50, la
lavadora rusa, el televisor recién ganado en el trabajo.
Había que, incluso, construir muros improvisados en las entradas de
las casas -el vecino robaba ladrillos y argamasa de una
obra cercana- para detener el torrente de agua que las alcantarillas,
ahogadas y obsoletas, no podían asimilar. En mitad del diluvio, los
muros se venían abajo, o debían romperse desesperadamente para
sacar el agua que había entrado por cuanta rendija hallaba a su paso
y que ahora no tenía por donde salir.
Había que reunir
agua potable: botes, botellas, cubos, vasos, la bañera, la
lavadora... todo se llenaba de agua como si en pocas horas el sentido
de la vida no fuese, justamente, escapar del agua huracanada. Algunos
limpiaban los viejos quinqués -aquellos de la alfabetización salían
de los trasteros-, o preparaban las
cocinas de carbón o las reservas de queroseno; otros buscaban
toallas ajadas para poner bajo las puertas, mientras les gritaban a
sus hijos que aún merodeaban por el barrio que ya era hora de
encerrarse; y otros, con docilidad de rumiante, recogían sus
maletas, subían el colchón y el refrigerador a la barbacoa, y se
iban a tocar a la puerta del familiar más cercano o del vecino,
dejando la casa bien cerrada. Los que se negaban a abandonar
sus ruinas serían más tarde obligados, a punto de empezar el
diluvio, a trasladarse a los refugios estatales, salvo que
simularan haberse marchado antes: se enterraban en el fondo de sus casas y
allí esperaban lo que dios les tenía reservado. (A media noche
podías presentir los gritos de la vecina, como un aullido más del
viento...)
Las enemistades de
barrio pactaban treguas pasajeras para evitar el infierno de una
convivencia obligatoria: la familia del encargado de vigilancia, que
desde la acera de enfrente nos miraba con ojeriza durante todo el año
y apenas nos insinuaba un saludo de ronda, pasaba los ciclones en mi
casa a instancias de mi padre. Su casa de madera llevaba amenazando
caerse en cada temporada ciclónica, pero seguía en pie
milagrosamente. Para mí, eran días de jugar sin horarios con la
hija del vigilante; para mis padres, de esconder cuanto objeto podría
llamar la atención de los invitados, previendo que tras el período
de agradecimiento, nos pusieran una denuncia. En uno de los últimos
ciclones que arrasó la Isla, y tras haberse declarado el país zona de
desastre por la ONU, la casa fue finalmente derrumbada por sus
propios dueños a golpes de mandarria: solo sería reconstruida por
el Estado si se contabilizaba como daños de la tormenta. En aquel ciclón muchas puertas se dejaron entreabiertas...
Había que cocinar
toda la comida de la nevera -los tres trozos de pollo, el filete que
quedó solitario, el picadillo del mes-, porque una vez que entrara
el ciclón cortarían la electricidad y el gas de la calle y quién
sabe cuánto tardarían en reponer los servicios, sobre todo si los
estragos al tendido eléctrico, ya de por sí una madeja desgreñada
colgando de antiguos postes de madera, hubiesen sido considerables.
Después de una
semana de no poder encender el fogón, surgían hermandades circunstanciales: algunos vecinos organizaban hogueras para cocinar las
últimas provisiones a punto de descomponerse y repartirlas por el barrio. En el 2004 celebré
mi cumpleaños en medio de este aquelarre comunitario, con el huracán Iván de categoría 5 como banda sonora. Varias tormentas, ciclones, huracanes o simples aguaceros torrenciales me sorprendieron en vísperas de mis cumpleaños, con apagones y toques de queda. Nacer en temporada ciclónica te predestinaba una fuerza cíclica y devastadora -eso quería pensar para no leerlo por el lado del infortunio.
Había que encender la televisión del salón y las
radios de las habitaciones para no perderse ni un segundo del
trayecto (y comprar pilas en el mercado negro a precio de órganos
vitales). Y había que rezar para que el ciclón acelerara el paso
(con la lentitud los estragos se hacían mayores), no aumentara en la
categoría Saffir-Simpson tantas veces oída en los partes, no
hiciera lazos o cadenetas peligrosas que lo llevaran a beber el agua
caliente del Caribe para convertirse luego en un monstruo huracanado
con voluntad de aparecer por el rincón menos previsto de la Isla.
En
esos días José Rubiera, Director del Instituto de Meteorología,se convertía en
el actor secundario más seguido (se le tejían historias
truculentas, se le veían empeorar las ojeras). El
actor principal seguía siendo Castro, nunca desplazado por hombres
del tiempo ni por tormentas con nombres extranjeros, que irrumpía
sin previo aviso ante las cámaras -eso nos hacían creer-, o hacía
recorridos temerarios por las provincias o los albergues de los
evacuados. Su llegada convertía el grito pelado en euforia: la mujer
que lo había perdido todo decía sollozante que le había merecido la pena con tal de estar cerca de Fidel, de besar su mano... Después ya tendría tiempo,
muchos años, para maldecirlo por seguir viviendo en un albergue.
Desde el ciclón
Flora, en el 63, los reportajes nacionales se centraban en su figura de superman
anticiclónico, capaz de desviar el meteoro, de amainar la furia del
viento (desde esa época mi abuela solía decir que Fidel era “más
malo que el Flora”). Se le achacaban pactos maléficos que torcían
el rumbo de las tormentas hacia la Florida, o, en el peor de los casos,
hacia los extremos de la Isla, acostumbrados a soportar los peores
desastres sin revueltas ni quejas – o al menos se quedaban en
blasfemias regionales. Todos los rezos se centraban en implorar que
el ciclón no atravesara La Habana.
Si la Habana, con su indignidad de ruina moderna, era surcada por unos vientos
superiores a 250 km/ph quedaría borrada de la Isla. Y una Isla sin capital sería como el cuerpo degollado del negro, que había visto Cocuyo, el personaje de Severo Sarduy, cuando en pleno ciclón se asomó a la ventana. Después de desaparecer La Habana, sólo quedaría tilo con matarratas para el resto de las familias.
Cuando ya habíamos cumplido todas las previsiones, nos sentábamos en los sillones de madera de la sala con las velas encendidas a desear que, al otro día, la ciudad permaneciera en su sitio.
Alguien me acerca una caja de bombones. Hacía muy poco tiempo que yo había salido de Cuba y se me hace un nudo en la garganta. Ante la tentación de unos chocolates con licor, ladeo la cabeza con una lentitud que en Cuba no convencería a nadie -hasta el más despistado se daría cuenta de mi engaño-, pero que en España parece creíble. Mis anfitriones podrían imaginarse que alguna cuenta secreta de calorías o alguna alergia pesan en el rechazo (que casi siempre luce brusco, incorrecto). O que simplemente no me apetecen. Sin embargo, nada más lejano a la verdad: me apetecen y mucho, aunque, en realidad, estoy tratando de ser amable según unos retorcidos códigos de educación.
Tras esta farsa inicial, algunas veces te suelen repetir el ofrecimiento -en Cuba-. Y entonces, a la segunda o a la tercera súplica, cedes: “bueno... si insistes...”. Se cierra el pacto, y con cierto pudor que unifica la escena, tomas el alimento. Sólo bajo esta insistencia, a veces molesta cuando de verdad no tienes ganas, es que solemos aceptar una oferta. Pero no estoy en Cuba y tras la negativa inicial, la caja de bombones comienza a volar de mano en mano y a desvalijarse por el camino. Ya nunca regresará a mí. La próxima vez -me digo- responderé con sinceridad. Me lo repito una y otra vez: casi siempre fallo. Hay convenciones que son muy difíciles de desaprender. Además, un cierto complejo parece lastrar este acto natural de intercambio; temo que descubran que una especie de ansiedad ligada a la comida (y que hacía que me zampara de una sentada un bote de nocilla), me ha acompañado por largo tiempo.
En Cuba esta convención funcionaba como una norma de apariencias bien orquestada: se finge ofrecer con dádiva, e incluso con insistencia, porque se sabe que, por lo general, el otro denegará también con énfasis. Teatralidad conveniada y ensayada con los años. A veces una de las partes rompe el contrato y el desorden de la “mala educación” irrumpe: quien ingiere no brinda o quien recibe la oferta la acepta a la primera.
Cuando la comida es escasa, estos rituales fundan una complicidad más sólida que el alimento que se comparte, basada en la aflicción por la renuncia. Cuántas veces hemos sido invitados a almorzar y hemos declinado la oferta, a pesar de que el hambre se nos reactivaba con los olores de la comida cercana. Tal negación establece un diálogo secreto que engrandece al visitante. El “no, gracias”, el “que te aproveche”, el “acabo de comer”, fueron frases que en la retórica del Período Especial alcanzaron un halo de dignidad remarcable. Falsedad monótona que como mantra budista debía ser repetida hasta que tú mismo te lo creyeras (estoy lleno, ¡llenííííísimo!) o hasta que los otros fingiesen que nos creían: falsedad doble, reforzada.
En ocasiones, el ofrecimiento ya llevaba la marca de la mentira desde la misma pregunta, como cuando alguien te brindaba el pan que estaba comiendo y del que le quedaría un par de mordidas: aquel "¿gustas?" con la boca llena y el pan escamoteado entre las manos apenas merecía una respuesta.
En el otro extremo de los prudentes o "considerados" estaban los que llegaban siempre a tiempo para atrapar la comida ajena, así fuese al vuelo. Los "gorrones" o los que "pegaban la gorra", esos amigos "oportunos" o vecinos con una agudeza olfativa envidiable, que les permitía tocar a la puerta justo cuando chirriaba el huevo en la sartén.
Y a veces, también, los extranjeros. Esos que querían disimularse entre los cubanos, perder la identidad culinaria -y otras tantas- comiendo lo que se presentase, incluso, “arroz con mango” (literalmente: tuvimos un visitante que nos pidió comer un día el "sabroso arroz con mango cubano", algo que no dudo que exista pero que yo nunca había probado). Tales foráneos, por lo general de esa izquierda europea de arroz con mango que le gustaba vivir la simulación de la pobreza, eran temibles en estos lances. Se creían al pie de la letra que el comunitarismo en Cuba pasaba por compartir el pan a partes iguales (o a falta del pan, casabe), y no, por el contrario, dejar que el otro comiese en paz su mejunje improvisado, declinando su ofrecimiento. Y ante ellos, nos hacíamos el haraquiri, inmolábamos las congeladas despensas -el cuarto de pollo que se enterró en la nevera para días de urgencia-, sacábamos la casa por la ventana con una resignación disfrazada de dignidad, porque en la escena de ofrecer lo que a duras penas teníamos radicaba el acertijo de nuestra sobrevivencia: la autoestima del que no teniendo nada, lo ofrece. Lo ofrece… para que se lo rechacen...