No sé si estos trenes seguirán ahí, oxidándose en una especie de basurero improvisado a la entrada del Barrio Chino de la Habana. La foto la hice en el 2009.

jueves, 25 de noviembre de 2010

VAGÓN 204



"Para no olvidar".

Discurso de Fidel Castro, 13 de marzo de 1963.

En ese discurso del 13 de marzo de 1963 en la escalinata de la Universidad de la Habana se dijeron cosas muy importantes; algunas que leídas hoy, provocan una risa dolorosa, como cuando Fidel dice que los pobres "del pasado" (de ese pasado que es el ahora mismo en Cuba) vivían añorando, en la otra vida, lo que no podían tener en esta. Dice el "imagintivo" Castro:

"Imagino cómo verá un pobre el cielo, y tal vez se imagine el cielo con un gran automóvil, vajillas de plata, un palacio y una pierna de cerdo o de res asada en la mesa de su casa".

Para leer, pinche aquí

domingo, 21 de noviembre de 2010

[27] Diciembre, 1994.



En ese año empezó a circular algo llamado “chavito”: unos papeles de colores que casi nunca había tenido en mis manos. Las colas en los kioscos de cambio eran interminables y solo había unos pocos dispersos por la geografía de la isla. En diciembre la venta de cigarros “por la libre” se había paralizado y los fumadores estaban desesperados: una cajetilla llegó a costar entonces 40 pesos. Vendí las que recibíamos en casa, por la bodega, con increíble éxito: el pudor fue cediendo ante el apremio, y sin detenerme a valorar lo que hacía, me embolsillé la necesidad ajena.

Una tarde, decidí no ir a clases y aventurarme más allá de los límites habaneros conocidos, para canjear por “chavitos” aquellos pesos que tenía ahorrados. Mi madre había multiplicado mi dinero para que, con el cambio, comprara algunos regalos de navidad: baratijas, refulgentes obsequios que tenían un aire de premio inalcanzable, y por ello mismo, los ansiábamos. Su brillo recién se estrenaba en las tiendas y como insectos enceguecidos, íbamos a menudo a morir en ellos, incluso, sin dinero: acudíamos solo a contemplarlos, como a los museos.

Mis padres llevaban días emocionados con el festejo de las navidades. La navidad siempre se había celebrado disimuladamente en mi casa desde que yo tenía memoria; solo que no bajo ese nombre: mi abuelo cumplía años el 22 de diciembre y desde mucho antes de que se suspendieran las navidades en la isla, convocaba a la familia por esos días en torno a las empanadas de carne y guayaba y a la preciosa vajilla de matrimonio, que la abuela trataba de mantener intacta a pesar de los chiquillos correteando por todos lados. El cumpleaños fue el pretexto perfecto para fundir una celebración con otra, enmascarar los festejos −como harían los esclavos en la colonia con sus fiestas religiosas, escondidas tras el calendario cristiano. Pero ahora, en los 90 era diferente: ya se podía celebrar a cara descubierta. Habíamos llenado la casa de colas de gato, y mi madre, envuelta en un entusiasmo infantil, proyectaba bromas, regalos, platos suculentos… Mis suegros vendrían esa noche, y a la emoción de la fiesta, sumábamos la comunión de las familias…

(En realidad mis padres trataban de alejar su desolación. Ese año habían tenido que añadir, a su oficio de maestros, el de vendedores en un mercado de la provincia donde ofertaban unos pudines que elaboraban en las noches junto con otras menudencias. Me ofrecieron sus ahorros para agasajar a los invitados: yo debía cambiar, entonces, los pesos por papelitos y los papelitos por los objetos made in China.)

Averigüé los ómnibus que me llevarían a Centro Habana, y al salir mis compañeras de cuarto me pidieron que les cambiara a ellas también. Sin pensármelo dos veces, accedí: llevaba conmigo nada más y nada menos que 2400 pesos −el cambio estaba a 80 x 1, o sea, que compraría 30 chavitos, de los cuales 10 eran de mi madre, 6 míos y los 14 restantes, de mis compañeras. ¡Iba con las cuentas muy claras y con el dinero contado y recontado! 2400 pesos era mucho dinero y a la vez era nada: unas 60 cajas de cigarros…

(Foto de OLPL)

Al llegar al kiosco había todo un pueblo para cambiar. La cola se extendía a varias manzanas a la redonda y en la entrada, un núcleo ameboide franqueaba el paso y hacía imposible el avance ordenado. Un mulato achinado −y de quien podría haber hecho un perfecto retrato robot- me sugiere, por lo bajo, que él me puede cambiar, pero apúrate, cuánto quieres, dame ya el dinero que ahí viene la policía, toma tus 3 papelitos de colores…: mi bulto de 2400 pesos pasó a su mano y tres billetes enrollados me fueron entregados. (Recuerdo que le pedí que lo contara y me dijo que no, que qué va, que ahí no lo podía contar: “yo confío en ti”, añadió.)

Con la confianza de quien se sabe más lista que nadie −¡me quité de encima una gran cola!- me fui a la tienda más cercana tras los regalos navideños. Al llegar a pagar, la bellísima cajera con ese maquillaje perfecto que solo las cajeras entre otras pocas mujeres de la Isla podían permitírselo, me congeló con sus ojos: “Estos billetes son falsos. O te vas calladita como si no pasara nada −¡y no armes espectáculo, niña, que se van a dar cuenta los de la seguridad!-; o tengo que llamar a la policía y te enredarías, te meterían presa, imagínate, te acusarían a ti de compra ilegal y a lo mejor hasta de falsificación… Tú decides...” (Evidentemente la cajera estaba compinchada con los estafadores: quizás se maquillaba todos los días gracias a la credulidad de los burlados: mi dolor era un impasible make up en su rostro…).

Y me fui calladita, por supuesto. Al doblar la esquina me doblé en dos y vomité mi ingenuidad: tenía una resaca pegajosa, un mareo de vientre grávido que, de repente, se vacía, y aborta en plena calle, a la luz del día. La estafa duele tanto como una violación. Es una violación que te rompe sin dejar huellas corpóreas: ¿dónde la contusión, la fractura?; ¿a quién mostrar la marca inexistente que como un sello de agua se estampaba cuerpo adentro?

(Foto de OLPL)

Luego aprendería a sobrevellar el timo diario, el timo de pacotilla casi imperceptible con el que se tropezaba a cada paso -de balanzas desbalanceadas, de productos adulterados-; pero aquel era un sablazo mayor para el que nadie está inmunizado.

Decidí caminar y caminar y caminar…
Salí al malecón y fui andando desde la Habana Vieja hasta el Instituto Superior de Arte (donde vivía mi pareja en aquel momento). Llegué mojada y ajada −una lluvia pertinaz me intercedió en el camino: mi imagen asustaba. No tenía dónde refugiarme y solo necesitaba un abrazo. ¿Cómo reponer el dinero?, o ¿cómo decirle a mis padres que seguía detenida en ese estado de inmadurez que ellos ya creían superado?, ¿cómo convencer a mis amigas, sin que la duda se posara en sus ojos, de que había sido tan infantilmente estafada?

Tenía sólo tres “chavitos” en mis manos: los 30 en realidad eran tres billetes de a 1 que les habían pegado un cero mal recortado (en un principio quise tirarlos; me contaminaban, pero solo esa doble humillación que nos obliga a controlar el orgullo ante la obvia necesidad, me hizo conservarlos). Mi novio me ofreció todos sus ahorros: 2 chavitos que tenía guardados para ese fin de semana; sin un centavo, tuvo que regresar a la provincia, mientras yo me quedaba sola, hidrocefálica: la idea de reponer la falta estallaba en mi cabeza como las olas del mar en el muro; estaba obsesionada. Debía reunir 24 más para completar la deuda y para borrar aquel episodio, como si nunca hubiese ocurrido: ¡pero 24 “chavitos” eran 1920 pesos!, ¿de dónde los iba a sacar?

Ese fin de semana recorrí toda la feria artesanal que ocupaba la calle G pidiendo trabajo. Casi llegando a Línea, un joven de pelo largo y rizado me “contrató” solo por ese fin de semana, después que le conté, llorosa, lo ocurrido: creo que se lo contaba a todo el mundo con el impudor que da la desesperación: iba de puesto en puesto con esa vocecilla moribunda que tienen los mendicantes. En su mesa exponía sandalias de cuero y por cada par que lograra vender ganaría 1 chavito. Estuve desde las 10 de la mañana hasta las 8 de la tarde bajo un sol que disecaba −mi propia piel olía a cuero− y sin comer nada. A ratos, me tiraba en la hierba, exhausta. Pero me sostenía la excitación, casi felicidad, de lograr saldar la deuda.

Solo vendí dos pares de sandalias; la euforia se fue tornando desesperanza. Volví el domingo, casi sin fuerzas −me pidió que madrugase para ayudarle a montar el tinglado. El día se extendió oblongo como una lengua de perro sedienta… A cada hora hacía cálculos, se acercaba el retorno de mis amigas de sus provincias. Hacia el final de la tarde vendí dos pares de zapatos más.

El lunes le entregué el dinero recaudado a una de mis compañeras y no le conté lo ocurrido. Me faltaban los seis de la otra muchacha (casi 500 pesos), que llegaría de su provincia en cualquier momento y me pediría cuentas. Podía haberle explicado la verdad, pero una imagen caprichosa me martirizaba: hacerlo era reconocer mi incapacidad para lidiar con el mundo. (Quizás el complejo de "pinareña", del que trataba de desentenderme a toda costa, influía en no querer reconocer que había sido burlada.)


(Foto de OLPL)

Volví a doblarme en dos y a caminar, caminar, caminar (era de noche, y arrastraba los pies por el malecón). En un impulso, y sin dejar que una culpa pegajosa me inmovilizara, me arrimé al costado de la acera y empecé a señalizar con el dedo levantado como pidiendo “botella”. Fue un gesto casi instintivo, sin meditación de por medio... Inmediatamente se me acercó, salida de la nada, una mujer pequeña −como una infante envejecida−, con tacones y falda muy corta y me gritó amenazante: “oye, este pedazo es mío, y además lo controla Él” −y señaló para una sombra blanca que desde la otra acera observaba nuestros movimientos. Miré hacia atrás y vi una larga cola de chiquillas en tacones y faldas cortas, separadas a una prudencial distancia unas de otras; todas dispuestas a defender sus "puestos".
“Y vete ya −agregó−, que con esa ropa y esos zapatos me espantas a los clientes.”

Su violencia hizo que me diera de bruces con el sinsentido de mi empresa: mi cuerpo descarnado, casi concentracionario, y mis ropas elementales −toda yo desprendía una ausencia de sofisticación como un perfume barato: mi belleza era hirsuta, nunca me había depilado las cejas, apenas me maquillaba−; además de mi incapacidad para la seducción impostada y para el amor sin consagración, sin previo pacto de futuro, todo ello hacía que mi empresa fuera, de antemano, un disparate. Esto, sin detenerme en pensar que, por aquella época, consideraba moralmente reprobable la prostitución.

Regresé a la residencia descoyuntada; como en las torturas medievales, mi cuerpo eran dos fragmentos que unos caballos arrastraban por caminos opuestos. Sin ningún milagro a la vista que multiplicara el dinero, tuve que contarle lo ocurrido a mi compañera de cuarto y prometerle que, tan pronto pudiera, se lo devolvería. Por un buen tiempo trabajé, durante los fines de semana, en el puesto de frituras, pudín y refresco de mis padres, hasta reunir la suma faltante (peso a peso, con la cara desvalorizada de Martí, fui restando la deuda). El trabajo de unos pocos fines de semana se volvió empleo permanente por varios años: francamente no lo asumí como una carga; era feliz ayudando a mis padres y garantizando mi cuota de subsistencia). De toda esta historia me quedé sólo con un único sabor agrio: el de no haber hecho el retrato robot de aquel individuo que aún hoy, si afino la memoria, podría recomponer. ¿A cuántas personas más habrá estafado?

Ese fin de año hubo fiesta en casa y regalos al pie del arbolito −aunque no los objetos brillantes y frágiles made in China. Mi madre sacó del fondo de un armario unos adornos de cristal, comprados probablemente en los últimos destellos de las tiendas “de la Amistad” y almacenados para cuando necesitase obsequiar a algún médico… Cuando mi abuela avisó que ya la mesa estaba servida y los platos de la vajilla de su matrimonio nos recibieron con su encanto añejo, tuve la sensación de que no podía ser más completa la estampa familiar.

sábado, 20 de noviembre de 2010

LA VIDA DE NOS-OTROS

Cap 20 Fast Havana, de GautierProdVideos.

Aquí me reencuentro con los trenes abandonados, con el vagón 204... No eran una fantasía, una ilusión óptica o un recorte maléfico de la ciudad: ahí están, como la huella indolente del pasado varado, del futuro que se oxida sin llegar a ninguna estación -pero esto es tan evidente que es casi una metáfora obsoleta...

La Habana, narrada por la lente de George Gautier sustituirá, por hoy, las palabras.


jueves, 18 de noviembre de 2010

LA VIDA DE NOS-OTROS



Esta vez Omar Rodríguez (habanero residente en Madrid) me regala un resumen de nuestra/su vida -con conga santiaguera de fondo- que ya había publicado hace un tiempo en su blog pero que a petición del autor, formará parte de esta cadena de vidas que me apropio para espejearme y dialogar... Gracias Omar por este trocito de "muela bizca", sobre todo por tejer tan bien tus recuerdos con la música que tanto disfrutábamos y odiábamos -en mi caso- a partes iguales.

"Ser negrito, ser chusma, ser blanquito equivocado, ser yuma… (manifiesto personal contra el racismo)" por Omar Rodríguez.

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lunes, 15 de noviembre de 2010

[26] La Habana, 1994: historia íntima.



La Habana empezó a incrustarse en mi piel justo cuando comencé a vivir en ella: los fragmentos de su cotidiano hacían unas rasgaduras dolorosas, densas y rebordadas como los pasamanos de las escaleras que no me atrevía a escalar. Fue entonces, cuando entre tantas marcas y desabridas mañanas fuera de casa, me refugié en un rostro aniñado −alguien que me brindó su edad descoyuntada por la gravedad de la música y por cierta terquedad, ejercitada algunas tardes, de quebrar el aliento, de hacerse poderoso para olvidar la provincia y el dolor intersticial de la familia también descoyuntada.

Su música no estaba en la pauta; estaba en la intensidad de sus ojos −demasiado oscuros y empozados para sus cortos años. (Los dedos se deslizaban rompiendo el silencio y todos aplaudían la ejecución. Pero en la ejecución no había misterio: había esfuerzo; el misterio estaba en el rictus de su mandíbula triturando los sonidos, y en sus ojos plomizos). Solo cuando reía se despejaban las tinieblas y regresaba el animal doméstico, el niño que había que despiojar y mimar: esa gravedad se pierde con los años y sin ella, nos volvemos anodinos…

Cinco, tal vez veinte años, nos separaban, y como en algunas utopías fílmicas, soñaba detenerme a esperarlo y envejecer con él, simultáneamente, hasta que ni una arruga ni una simple cana simbolizara las diferencias. Sólo que no fui capaz de prever que los cuerpos hablan un lenguaje de años muy diferente al lenguaje de gestos, de experiencias…

Quería ser la dualidad o abolir las dualidades, abrirme la piel como un abrigo y refugiar dentro de mí al cuerpo que recién empezaba a amar. Quería ser la confluencia perfecta entre el sufrimiento y la belleza; el instrumento −madera y sublimidad mezcladas a partes iguales−; el arpegio que dejaba caer el amor como si lloviera, lentamente sobre mis poros vueltos cántaros, y la simultaneidad de los sonidos, difusos en la noche. Quería ser el cansancio y la repetición infinita de una pieza inconclusa… Terminé por ahogarlo, como la libélula fósil en la burbuja de ámbar.

Los ires y venires de La Habana a la provincia se llenaron de lentas madrugadas tejiendo intensidades, que luego debían destejerse al llegar a la ciudad. Nos internábamos en ciudadelas estudiantiles y vivía el martirio de la distancia como el suplicio que pagaba a cambio de instantes de trascendencia que me eran regalados −como un viaje arrodillado y doloroso de camino al santuario en busca de la promesa que salva la vida−. Me ausentaba, vivía ausente, comía ausente la insípida y casi ausente comida que me daban, dormía ausente entre el bullicio de los pasillos −vivía una especie de vida sin mí, o mi vida conmigo alcanzaba un grosor, una intensidad o una forma que aprendí a sentir y dimensionar sólo cuando volvía a ser un continuum, una vida consigo. Por aquellos días tenía la certeza de la inmortalidad: ni una hoja de otoño podría herirme; cualquier muerte cotidiana estaba demasiado lejos de la totalidad que sentía entonces. (Como si Dios no se atreviera a interrumpirnos; como si sintiera pudor de deshacernos en plena hechura.)

Lo cotidiano era un trámite, apenas un cobertizo donde actuaba o una pausa: no dejaba entrar a mi cuerpo lo cotidiano; demasiado sucio, decadente, ocre. Tenía aspecto de museo, con animales disecados y sonrientes, con olor a serrín y formol. La vida estaba en otra parte, y salía a buscarla, atravesaba la ciudad hasta llegar a la ciudadela suburbana, cuyo aire de sonidos en la distancia, de chelos y trompetas despeinaba mi acritud. El amor fue una excusa ideal para sublimar la violencia que sufría cada día al despertar. Y lógicamente, un amor no puede sustituir el entramado en el que vivimos, no puede crear una ciudad perfecta, un laberinto hecho a la medida de nuestros sinuosos deseos: la ciudad dejaba sus esquirlas, sus punzantes restos en mi piel y rompía la burbuja en la que intentaba calentar los cuerpos, unificarlos. Como un árbol enquistado en el pavimento y cuyas raíces pueden romper la ciudad, levantarla un día sin que haya remedio, mi amor se enquistó en las aceras: el dinero escaseaba, las distancias eran cada vez más insalvables, mis años de más empezaron a pesar sobre su ligera espalda de Sísifo imberbe…

Quería soñar que La Habana estaba recién asfaltada y que yo caminaría, entonces, como los chiquillos, queriendo dejar el hueco de mis pisadas para siempre (y de las suyas, a mi lado…). Pero no pude ser cántaro para que el agua no escapara, ni ahuecando las manos: mis poros dejaron de aposentar los arpegios de lluvia y se cerraron.

No supe nunca más de esa vida sin mí−consigo que enterré en algún lugar de mi cuerpo. Dios no tuvo el más mínimo pudor de deshacernos en plena hechura.

domingo, 14 de noviembre de 2010

VAGÓN 204



¡Te lo prometió José Antonio Saco y Fidel te lo cumplió!"

(Fragmento de Memoria sobre la vagancia de José A. Saco, 1830.)
Las obsesiones de la intelectualidad criolla colonial de implantar un "sistema de espionaje" que controlara a los individuos y que elevara la productividad de la nación fue, al cabo de 130 años, implantado en Cuba. Los vagos, ahora investidos con la categoría política de "lumpen", o, la más aplatanada de "gusanos" vivieron la pesadilla del biopoder revolucionario, instalado a imagen de aquel que propugnara Saco en el marco del "Despotismo Ilustrado".
Martí, más democrático y conciliador, nunca hubiese apostado por una república que cercara hasta prácticamente echar al mar, a sus ciudadanos. Por eso enmendé el verso de Guillén...
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domingo, 7 de noviembre de 2010

LA VIDA DE NOS-OTROS



Con el título "Desgarramiento", ayer seis de noviembre, se publicó en el Blog Relatos de Meme está carta de una madre cubana que lleva más de cinco años separada de los suyos y que aún le niegan, en el consulado de Cuba en Venezuela, ese sello vergonzoso de "Habilitación" que llevamos en nuestro pasaporte los que sí podemos entrar.
Como es la realidad de tantos, y como la viví prácticamente en carne propia cuando mi esposo supo que su padre había fallecido y tuvo que llorar su pérdida en la distancia, la republico para seguir armando esa vida de nos-otros que nos han obligado a vivir en el más absurdo de los sinsentidos.

Esta carta la acaba de enviar mi sobrina Lismay a su mamá y su hijita acá en Cuba. Como introducción les cuento que ella cumplió misión médica en Venezuela y se enamoró y se casó en aquel país y decidió no regresar porque ya venía en camino su segunda hija. En Cuba había dejado a la mayor con apenas 8 años y desde hace más de 5añoran un abrazo. Quiero que conozcan su historia.


Hola Mamita, mi niña querida, mi Papi, mi hermano, tía Melvis y toda mi familia. Tal y como les había anunciado hoy 5 de noviembre en la mañana fui a la embajada cubana en Venezuela con el propósito de ver al embajador u otro funcionario allí y reclamar nuevamente –por tercera vez- la habilitación de mi pasaporte para viajar a Cuba después de casi 5 años de “castigo”, víspera de los 15 años de Lianny en enero, a los que quería asistir.
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jueves, 4 de noviembre de 2010

[25] La Habana a todo color.


(La Víbora. Habana. Fotos tomadas del blog "Secretos de Cuba")

Y ya era inevitable. Lo que desde los 15 años había sido un sueño, ahora podía leerse en una casilla al lado de mi nombre, escrito con una caligrafía de oficina: Filología.
Habían ofertado dos plazas a la Provincia (en realidad se decía “habían venido” dos plazas, como “viene” el pollo, y los huracanes y cierto placer semejante a la muerte al término de la cópula). Temía que esta escasez de posibilidades para estudiar lo añorado quebrara algunos lazos de amistad, fundados, justamente, en la pasión por la literatura; casi con timidez rellené las planillas…
(En los meses cercanos a los exámenes, alguien llamaba a mi casa los fines de semana y me amenaza. Pretendía que me asustara y no ‘optara’ por la carrera. Después supe de quién se trataba y hasta fuimos amigos. Estudió bibliotecología.)

Antes de llenar las planillas con las diferentes opciones elegidas se hizo una pequeña reunión, que era, como muchas de las cosas absurdas de aquella época, una rutina para complacer a los dirigentes: todos estábamos capacitados, por nuestro compromiso revolucionario, a estudiar en la Universidad… Mientras colocamos en silencio el nombre de las carreras, alguien pide que le muestre mi planilla, y al negarme, me acusa de querer estudiar “Medicina” y no confesarlo. Habían venido, creo recordar, sólo 90 plazas para ser médico (y solo en mi aula se postulaban casi 20). Algunos enlistaban los posibles candidatos con ansiedad y temían, a cada paso, que se incrementara el inventario. La paranoia nos tenía poseídos. No quise mostrar mi planilla porque sólo cubrí una opción: no se podía desear ser filólogo, y con una intensidad menguada, ser médico o astronauta (eso pensaba en aquel momento). O uno o lo otro: casi un suicidio.

Quizás lo que no sepan mis colegas es que, al término de la reunión, tuvimos otra más “cerrada” (dirigentes estudiantiles con dirigentes partidistas), en la que se nos instaba a vetar a algunos compañeros para que no estudiasen sus carreras. En especial recuerdo −porque era mi amigo− que se pretendía negar la posibilidad de estudiar Medicina a alguien con un excelente promedio y un carisma singular, casi el “alma" de nuestro grupo. Con la “ingenuidad” como estrategia me hice la desentendida y defendí su sentido de la responsabilidad y otras manías necesarias para “encajar” en el sistema −su entusiasmo, solidaridad, su militancia en la UJC…: no veía yo cuál podía ser el impedimento.
La causa se insinuaba con remilgos: “Sí, será un buen estudiante, sin dudas, pero ¿ustedes creen que algún hombre (y se resaltaba la palabra) va a dejarse examinar por este muchacho? Que estudie Arte, Letras…” No se mencionaba la falta, pero volaba densa por la sala, como los insultos que se le lanzaban a toda hora por los pasillos de la escuela. Quien tenga la integridad de sobrevivir al insulto sin inmutarse −como lo hacía él−, podrá sobrevivir a casi todo.
Al final, casi nadie se atrevió a votar en su contra, y sin nuestro apoyo, no podían seguir adelante con el veto.

Así que después de los exámenes y de ver mi nombre en la casilla, ya era inevitable: Filología. Apenas me alegré.

Tenía una pareja diez años mayor, que me había puesto un anillo de compromiso (de plata y vidrio) y reclamaba boda, hijos, una domesticidad que escapaba a toda concreción y que yo fingía representar, agasajada por una falsa madurez. Me suplicaba que no me fuera a La Habana. En aquel momento, “irse” a la Habana era como “irse” del país; salir del estrecho círculo provinciano y nunca más regresar, o regresar a medias, cambiada, distante. Entre llantos me despedía todos los fines de semana hasta que la relación se deterioró. Había que adaptarse y la única manera era cortar las amarras: dejar la casa y el sillón


(Ruinas emblemáticas de la Calzada de 10 de Octubre)

El primer año me instalé en la casa de los tíos en la Víbora. Una casa semiderruida en la que sus habitantes también estaban, como yo, desgajados, perdidos. Apenas había muebles donde sentarse y las paredes vacías rebotaban el eco de las conversaciones. Mis tíos habían llegado poco antes de sus misiones en el extranjero, y el país los obligaba a vivir una miseria desconocida y a regresar a sus roles, ya desaprendidos, de padres; mis primos habían saltado, en cierta medida, al vacío, al dejar la casa de Pinar del Río −de una estabilidad familiar, rígidamente amorosa− y abrirse a la libertad y a la precariedad de los años 90 en la capital.


Nadie preguntaba por mí, nadie me preparaba el desayuno o me deseaba buenas noches. En el colmo del patetismo, intentaba descubrir el límite de este despego: salía a mitad de la noche sin dar explicación (abría la puerta y me iba a caminar por el barrio), y al regresar, apenas habían notado mi ausencia. Todos tenían demasiadas preocupaciones que acomodar en la casa vacía. Eran los días en que la prima más pequeña, que se perdía por semanas viviendo el sueño del neojipismo habanero, me llamaba al baño donde nadie nos viera, y se sacaba una tartaleta del bolsillo, comprada con monedas inalcanzables. Los seis huevos de la quincena se guardaban en las gavetas para que cada cual los racionara a su antojo. Éramos una familia demasiado numerosa como para planificar y compartir la precariedad.
La prima mayor vivía en la casa, con su marido y su niño hiperquinético de unos cuatro años. El primo mayor vivía en la casa, con su esposa y su niño dócil de unos cuatro años −mantenido a raya por el hiperquinético. Éramos 10 en total. No había un minuto de silencio.
Por las mañanas, hacíamos colas en el baño; el tío a veces amanecía sentado en la taza, borracho. Los primos discutían, las puertas se tiraban. Los pequeños probaban fuerza conmigo, tanteaban la paciencia de la nueva inquilina.

Yo esperaba a que todos se fueran al trabajo para levantarme. Cuando lograba desayunar, echaba un plátano en la batidora con agua: jugo de plátano que había que tomar inmediatamente, porque si no, se separaba el agua de la fruta. El día que tardé en beberlo, vomité. (Nunca más he vuelto a comer esta fruta; soy incapaz de no regresar, con ella, a aquellos días).
Después me iba a clases y seguía en las nubes, sin entender muy bien si tenía sentido toda aquella locura. A las pocas semanas me hice amiga de una compañera de clases, vecina. Me salvó la vida. Literalmente. Estaba en su casa hasta la hora de dormir; estudiábamos, conversábamos, y su madre nos preparaba un refresco rosa (agua con azúcar a la que le echaba unas gotitas de un colorante con ligero sabor a fresa). Almorzaba allí, en familia, usurpando una ración que no me pertenecía. Esa mujer leyó mi desasosiego como nadie. Y nunca tendré suficientes palabras para agradecérselo.

Cierro los ojos y evoco un robo. De repente, estamos sentadas en el comedor, la esposa de mi primo y yo, conversando, tomando café. Un gallo hermosísimo se pasea con ínfulas por el muro que separa nuestra casa del patio del vecino. Con un impulso desconocido por mí, cogió un cuchillo y se abalanzó contra el ave que apenas pudo protestar. Esa tarde todos cenamos pollo, “comprado en el mercado negro”: le había prometido callar la fechoría de la que fui cómplice.

Otro día, cuando regreso a casa sobre las siete de la tarde, veo a mi tía sentada a la mesa de la cocina, esperando. Esperando. A las ocho habría apagón −hasta la madrugada− y el fogón sin encender, la nevera vacía y un oficio de madre que no podía ser ejercido. (Cuando cortaban la luz también se iba el “gas de la calle”).
En aquel momento su mirada no era de desespero, impaciencia o dolor; sino más bien de resignación, lento aprendizaje del suplicio. Al sentirse observada, salió del ensimismamiento y me contó que había venido el picadillo de soya a la carnicería, pero que la cola era infinita y que todo el barrio defendía su lugar con la chusmería imprescindible en estos casos. Me dijo que lo sentía, pero que no había podido sumarse a la multitud. No sabía cómo. (Apunto unos versos que me vienen a la memoria: “La efectividad del ritual sólo es posible / si la víctima se suma al jolgorio / de su muerte”).
Yo tampoco sabía, pero era joven y debía aprenderlo. Quien tenga la integridad de sobrevivir sin inmutarse a la humillación de batallar por una cuota de comida, podrá sobrevivir a casi todo. (Después, al cabo de 5 años y ya graduada, retornaría a vivir a un solar de la Víbora en donde aprendí a ponerme la chancleta con una facilidad que aún la conservo.)

Ese día fui la heroína de la casa. Comimos la insípida ficción que nos ofrecían en la oscuridad del apagón.

Suspendí mi primer examen de Latín.