No sé si estos trenes seguirán ahí, oxidándose en una especie de basurero improvisado a la entrada del Barrio Chino de la Habana. La foto la hice en el 2009.

lunes, 28 de marzo de 2011

Gato por liebre



(Imagen: "Homenaje a Balthus", Roberto Fabelo)

En un viaje en “camello” del Vedado a Alta Habana −en una de aquellas migraciones impuestas por la beca a causa de la escasez de agua−, una señora delgadísima, de unos 50 años, se desmayó a mi lado. Recuerdo que al caer casi me arrastra consigo. Cuando se recuperó levemente, le ofrecí un poco de azúcar que solía llevar conmigo para casos similares. En ese fugaz intervalo tuve tiempo de ver la blanca y lisa palma de su mano, casi sin huellas digitales, pero surcada por unas profundas líneas. Casi habría podido inventarle un pasado a la desconocida, y probablemente, y con más acierto, un futuro. Al cabo de unos minutos en aquella mole cerrada, otra persona cayó al suelo, quizás por las mismas razones que la primera −había mucho calor; era un día de primavera de 1995 y la comida escaseaba. Aquellos desmayos desencadenaron una catarsis colectiva dentro del “camello”; se convirtieron en la excusa para gritar los problemas más graves de aquel momento: el hambre, la falta de recursos de todo tipo, el hacinamiento en los transportes públicos...

Antes de ser la próxima en desmayarme, me bajé a mitad del trayecto y en aquel punto intermedio entre la beca y la casa de mi hermano no supe qué hacer, en dónde exiliarme. Aquel día terminé, casi de noche, en mi casa. De botella en botella llegar a Pinar del Río y allí, junto a un plato de comida (después de haber disfrutado de una prolongada ducha), maldije la simplicidad de nuestras urgencias y la imposibilidad de satisfacerlas. Ya para entonces me había convertido en una especialista en huidas. Cualquier cosa podía ser un antídoto contra el malestar cotidiano; con solo girar la cabeza al otro lado dejaba de mirar el edificio derrumbado, la basura acumulada, el perro callejero invadido por la sarna o la persona que se cayese en plena acera.

Un año antes había empezado yo también a tener unos desmayos que escogían los momentos más inoportunos para aparecer y dejarme inconsciente. Me pusieron electrodos en la cabeza y no detectaron nada preocupante. Hipoglucemia, concluyeron. Una palabra sofisticada para enmascarar la falta de alimentación, sumada a un estrés prolongado. A partir de aquel día tuve fobia a quedar inconsciente en medio de una turba de gente y me pertrechaba de pequeños paqueticos de azúcar o algún caramelo. Gracias a un certificado que me hizo un médico del Instituto de Endocrinología, pude evadir por unos años las concentraciones, los desfiles, los actos de repudio. Sencillamente no iba y no se me ocurría justificarme, pero si alguien se atrevía a señalármelo, ahí tendría la causa escrita en un papel institucional: hipoglucemia.

Los desmayos fueron espaciándose cada vez más, pero siempre quedó el miedo a caerme en plena calle. Cuando estaba algunas horas bajo el sol o un tiempo prolongado sin ingerir alimento, empezaba con la cantinela de las “fatigas”. Otra de mis compañeras de beca, en cambio, padecía de “temblores” y nos los mostraba, sosteniendo una mano en el aire. Formábamos un trío equilibrado: ella con temblores, yo con fatigas y la tercera pata de la mesa, la amiga camagüeyana que iba cada seis meses a su casa, ni se quejaba. Era nuestro sostén.

En la única visita que hice a la CUJAE (el “campus” de las facultades de Ingeniería e Informática), motivada por una invitación que prometía convertirse en “cita”, volví a desmayarme. Había estado cogiendo “botella” media tarde para llegar al otro extremo de La Habana y cuando finalmente llegué, me desplomé. “¡Comida, tú lo que tienes es falta de comida!”, sentenció un compañero de piso de mi amigo al que fulminé con la mirada por su indiscreción. De inmediato se pusieron a ajetrear alrededor de una cocinita eléctrica que tenían instalada clandestinamente en el cuarto -de aquellas hechas con una base de barro y una frágil resistencia que se partía y volvíamos a empatar una y otra vez. Preparaban un arroz con pollo y los olores hicieron que pasase de la fatiga al desespero.

Saboreé la carne, chupé los huesos, y casi al terminar pregunté qué era lo que había comido exactamente pues, aunque parecía “gallina vieja”, aquellos huesos no eran de pollo. “Tú come y no preguntes”, me dijo por lo bajo mi amigo y alguno soltó una sonrisita cómplice. Aquí hay “gato encerrado”, se me ocurrió decir y una explosión de burlas se desencadenó: ¡así que gato encerrado...! Fui al baño a escupir el pedazo que aún tenía en la boca, y aunque intenté vomitar para teatralizar mi rechazo, no pude. El cuerpo había asimilado el alimento y se negaba a devolverlo. Ciertos tabúes alimenticios eran leyes demasiado incorporadas como para saltárselas sin que implicaran un coste emocional añadido. Pero ante el hambre, los escrúpulos solían dejarse a un lado. A veces.

Me contaron que llevaban vigilando al gato hacía muchos días; era de los últimos que quedaban por aquella zona. “¡Los pobres, como la cosa siga así van a entrar en período de extinción!”. Pregunté si habían comido algún otro animal doméstico -temía, sobre todo, por los perros del vecindario-, pero me tranquilizaron: sólo unas palomas de un tejado cercano a la Universidad. “Lamentablemente -agregaron- no eran rabiches”, sino unas palomas blancas bien cuidadas y con un anillo localizador en las patas. “Nos dio lástima matarlas, pero no quedó otra”. Varias veces, de niña, tuve que lanzar palomas al compás de alguna música energizante o cuando concluyera el discurso de algún dirigente partidista. Eran menudas, casi tímidas. Pero eso había sido en otro tiempo. En el Período Especial en Tiempos de Paz aquellas palomas degolladas y cocinadas habrían podido ser un buen símbolo de aquel momento de colapso general.

Cada vez que leía los carteles en las cafeterías o carnicerías estatales, donde se anunciaba con perífrasis o fórmulas indeterminadas la procedencia improcedente de los productos en venta, como las “hamburguesas de ave” (de “ave...rigua”, como se decía en un chiste de entonces) o la “pasta de oca” (ocasionalmente vomitiva, siempre intragable) o el “picadillo extendido” (que, como el universo, no sabíamos hacia dónde se extendía), recordaba la vez que me pasaron “gato por liebre”, o más exactamente, “gato por pollo”. ¿Quién sabe lo que nos estaríamos comiendo entonces?

sábado, 19 de marzo de 2011

Enchilado de langosta



Al cabo de unos años viviendo becada en La Habana y en medio del “Período Especial" tuve que comenzar a buscar vías alternativas para mi subsistencia. Por aquel entonces, más de medio país se afanaba en comercializar en el mercado negro y a una ínfima parte, o le llegaban los insumos por otras vías -porque estuviese vinculada directa o indirectamente al poder o al turismo-, o sufría el desabastecimiento de la bodega.

Fueron los años de las transformaciones, de los cambios radicales en la apariencia de los cubanos: los gordos del barrio adelgazaron de golpe y apenas tuvieron tiempo para reacomodar el cuerpo y los pantalones (algunos los ajustaban con unas sogas que funcionaban como cintos improvisados). Los delgados de siempre enseñamos nuestras caras huesudas, nuestros pómulos más pronunciados que nunca. Recuerdo que una amiga bromeaba diciendo que su mandíbula llegaría a atrofiarse de no usarla y masticaba el aire para ejercitarla. Muchos envejecieron prematuramente y algunos tics nerviosos empezaron a delatar los comienzos de un deterioro que podía terminar en demencia o en suicidio. A veces la barba disimulaba la delgadez. A veces, todo lo contrario. Pero la barba era un look impuesto a falta de cuchillas de afeitar. Un colega barbudo cruzó un día un parque lleno de adolescentes y uno de ellos exclamó: “mira, si se parece a Carlos Marx”, a lo que otro apuntó: “no, está muy flaco para ser Carlos Marx, en todo caso sería Federico Engels.” (Los referentes de mi generación eran asombrosos. Ahora lo compararían con cualquier cantante o actor de moda). El país se convirtió en un pueblo de hombres y mujeres quijotescos; seguíamos con nuestras cuotas diarias de sacrificio y revolución y con la cuota de la bodega reducida al mínimo.

Alguien me ha contado recientemente que en aquella época su madre solía machacar unos filetes imaginarios -y haciendo bastante ruido- para que en el barrio creyeran que comerían carne ese día. Según su madre, los vecinos hacían lo mismo, pues a pesar de ser unos médicos de prestigio que por lo general podían conseguir un "extra" gracias a los regalos de los pacientes, difícilmente tendrían carne tan a menudo. Y cada vez que los oía machacar bistecs, allá iba ella también a buscar el mazo y a aporrear la madera, para no ser menos. Vivíamos del cuento, del aire y de la dignidad, y como del aire no se puede vivir por mucho tiempo, los cuentos se multiplicaron y la dignidad comenzó a resquebrajarse. El cambalache, la estafa, y el mercado negro crecieron a ritmos acelerados.

Las colas de langosta eran unos de esos manjares inalcanzables antes y después del Período Especial, no sólo porque se vendían exclusivamente en el mercado negro sino, sobre todo, por los riesgos que implicaba su comercio y por el elevado precio que podían llegar a tener. La compra-venta de langostas era casi tan penalizada como la de carne de vaca, pues todo el marisco que se pescase en aguas tropicales parecía poco para satisfacer al mercado japonés, dispuesto a pagar -según se decía- hasta por los carapachos, usados como materia prima para hacer pinturas. (Esto recuerdo haberlo oído en varias ocasiones, aunque no sé si saldría de nuestra imaginación).

Uno de esos fines de semana que pasaba en Pinar, un pescador del Puerto de la Coloma tocó en mi casa para proponernos colas de langosta. Le compramos a pesar del miedo que acompañaba esta acción y con todo el sigilo reglamentario. Ya yo estudiaba en La Habana y se me ocurrió que podría revender las colas que se salvasen del enchilado de langosta que ese mediodía prepararía mi madre. "Enchilado" era una de esas palabras que yo saboreaba en la boca antes de comerme lo que ella significaba. La palabra por sí sola prometía algo sofisticado, bien distinto al soso menú diario: más allá de una salsa agridulce exquisita, se trataba, sobre todo, de una elaboración tradicional que revivía la cocina cubana. En tales ocasiones el almuerzo era de lujo, comida de turistas adinerados, de japoneses que ya no comerían aquellas langostas en su casa nipona, o de altos dirigentes. Las habladurías populares sostenían que Fidel adoraba aquel marisco; en realidad, cualquier cosa que nos era imposible comer, siempre la poníamos en boca -literalmente- del Presidente. Al caer la noche, acompañaba a mi padre a botar los cuescos chupados y rechupados. Los envolvíamos en varias hojas de periódicos y nos íbamos a un monte bastante lejano de la casa para despistar a los chismosos y a los guardianes del CDR. Allí tirábamos el paquete como si tratáramos de deshacernos de un cadáver que ya comenzara a apestar o como si hiciéramos una ofrenda al dios de las comidas imposibles.

El lunes de madrugada viajé a La Habana con varias colas de langosta congeladas. La policía solía revisar los ómnibus, alumbrar la cara de los posibles traficantes con un linterna amenazadora y meter las manos en cuanto bolso o maleta les pareciese sospechoso. Según la "vox pópuli", mientras más paquetes de carne, mariscos o viandas fueran requisados más posibilidades de repartir el botín antes de llegar a la estación, sobre todo si aparecía algún equipaje sin un dueño a quien tomar declaraciones. Cuando uno de los policías preguntaba: “¿de quién es este maletín?, no se oía ni una mosca en el autobús. Cualquier gesto indiscreto podría involucrarte y, cuanto menos, perderías el viaje. De todas formas, raras veces revisaban a los estudiantes, así que pasé los controles con serenidad.

Ya en La Habana empecé a recorrer las “paladares” del Vedado. En la primera, la mujer con la que hablé me dijo rotundamente que NO, que ellos no ofrecían productos ilegales en su menú, y me alargó la carta con desprecio para que lo comprobara. Con vocecita cómplice le insinué que todo el mundo sabía que en las paladares se vendían mariscos “por debajo del tapete” y que, por supuesto, no aparecían en el menú. Me amenazó con la policía. En la segunda me preguntaron si yo venía de parte de Papito. Dudé. El “sí” era la respuesta equivocada. Me echaron de allí diciéndome que Papito era un estafador y un carero (y que le dijera bien claro que no volviera por allí). En la tercera, ya a media mañana y con las colas casi descongeladas, cambié de estrategia. Decidí sentarme a merendar aunque tuviese que sacrificar el CUC de la semana en un refresco. Mientras la camarera me lo servía, le solté la oferta de las langostas, ya a dos por una. Me miró con ira y me dijo, casi gritándome, que los dejáramos tranquilos, que estaban cansados de la vigilancia. ¡Ah, y ni te pienses que no te voy a cobrar el refresco!, remató. Por más que le expliqué que yo no era de la Seguridad del Estado no hubo manera de convencerla; aunque evidentemente yo no tenía cara de “segurosa”, mucho menos de vendedora de langosta. No podía creer lo que me estaba pasando. Había pensado que en La Habana me quitarían las langostas de las manos y que incluso, me encargarían más. Pero la intriga con la que yo proponía el producto o mi voz indecisa y temblorosa, levantaba sospechas. Por lo que pude inferir, los negocios particulares estaban siendo asediados por inspectores que cobrarían muy caro su silencio si detectaban alguna irregularidad. Después de medio día zapateando el vedado las langostas empezaron a apestar y en ese estado, ya nadie se atrevería a comprarlas.

Esa tarde un olor penetrante invadió F y 3ra. Mientras subía las escaleras a oscuras -había bajado al comedor con las tarjetas de mis compañeros de piso y varios tupperware (en Cuba, pozuelos) para recoger el arroz blanco de la comida- alguien comentó: “¡parece que en algún piso están cocinando marisco!”, y otra voz de más arriba se burló: “¡¿marisco en F y 3ra?!”
Esa noche los habitantes del piso 12 saboreamos un exquisito enchilado de langosta como si estuviésemos comiendo en una costosa "paladar" habanera. Después, tiramos los cuescos sin envolver a la montaña de basura que se acumulaba en la esquina de la beca. Nunca darían con la identidad de la traficante.