No sé si estos trenes seguirán ahí, oxidándose en una especie de basurero improvisado a la entrada del Barrio Chino de la Habana. La foto la hice en el 2009.

martes, 26 de octubre de 2010

LA VIDA DE NOS-OTROS



Le he pedido este texto a George Gautier (el "Yoyin") porque leyéndolo, sentía que dialogaba conmigo de alguna manera. Yo, que últimamente ando vestida a toda hora con la "camisa blanca" de los recuerdos, siento, en cambio placer poniéndomela y quitándomela lentamente ("me quito el rostro y lo pongo encima del pantalón" - diría el Silvio de aquellas canciones que valía la pena memorizar). Para el Yoyi, recordar es como pasar ese coágulo imposible por el corazón. Y sobreviene el dolor. El infarto.

Hoy me puse la camisa blanca de ir a trabajar y por unos segundos, mi memoria sádica me llevó al mismo momento en que me ponía una camisa similar para ir a la escuela. Por un momento pasé un susto terrible de haber vuelto atrás de pronto, es más, de que nada de mi vida actual hubiera sucedido. Temí despertar de pronto en un escabroso y sacudido año 88 yendo al tecnológico en la guagua 22, colgado de la puerta, sin nada en el estómago.
En esos segundos me volvió a sacudir la inseguridad, la falta de esperanzas, la falta de amor, la ceguera inmadura de cualquier estudiante que solo quiere que pase el día para volver a ir a la playa, único sitio donde realmente me sentía en casa, en tierra.
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domingo, 24 de octubre de 2010

[24] Viaje sin fotos (2)



Como ya conté en otra ocasión, antes de partir a Francia y con la ingenuidad pretenciosa de una adolescente insular de apellido extraño, mi boca se abrió para decir que quién sabe, a lo mejor podría encontrar mis raíces francesas,y en ese instante se llenó de insectos que construyeron su nido dentro de mi cuerpo (¡y mira que siempre me habían dicho que “en boca cerrada no entraban moscas”!). Quienes me oyeron, seguramente “segurosos” −o sea, miembros de la seguridad del estado−, interpretaron que en aquellas raíces foráneas que pretendía buscar me quedaría a vivir, como el jinete sin cabeza, y no regresaría más a la isla, a mis raíces de ceiba o de algarrobo llenas de ofrendas a los orishas. Yo, que sin dudas pasaba por una “chica del montón”, fui el objeto del deseo -más bien "carne trémula"- de aquellos moscones que me circundaban, ofreciéndome sus amores pegajosos y sus bondadosas ayudas −me cargaban las maletas o me esperaban pacientemente cada vez que me detenía, despistada y curiosa, en las pequeñas tiendecitas de minucias y souvenirs. No importaba que uno tuviese la edad de mi padre para tales proposiciones, u otro la impaciencia de un dóberman a flor de piel. Estaban en todas partes, disfrutando de su ubicuidad y facilidad para pasarse el bastón −que era yo− cada vez que uno se aburría o era despachado de mi lado con una grosería. Las mujeres -que eran minoría- cubrían los momentos de intimidad femeninos: si iba al baño me acompañaba alguna, tan buena y maternal, como para no cuidar mi puerta; otra me diría que el vestido me quedaba pintado −asomada al probador de un gran comercio. ¡Eran 25 caras que veía hasta en la sopa!

El colmo de toda aquella persecución fue el día en que me reuniría con la familia francesa que nos acogería. ¡Todo un día con una familia de raíces exóticas: “ma mère”! Con cartel en mano, esperaba ansiosa a que los franceses me contactaran, y juro que fui feliz en el instante en que divisé mi nombre en un cartel ajeno y pensé que, por fin, me iría a respirar sola sin el mosquero que se desplazaba tras mis huellas. Precipitadamente besé a los franceses y me lancé hacia la puerta para escapar, pero a la salida, una urraca dio la alarma.
Vino el jefe de la cuadrilla y habló con el padre de familia: “Hay un chico al que no vendrá a recoger nadie y, pobrecito, blablablablabla, ¿se podría ir con ustedes?”. Miré con una rabia de animal poseído al jefe −el viejo verde que unos días antes me había intentado seducir falsamente− y al joven con cara de carnero degollado casi a punto de llorar por no tener familia exprés, y monté un numerito de chiquilla egoísta ante los ojos atónitos de los franceses, para quienes era incomprensible tanta insolidaridad con el prójimo (muy lejana de cualquier manual del perfecto comunista). Dije casi gritando que por qué se tenía que ir precisamente con nosotros, que se fuera con otras personas y que ya estaba hartaaaaa del convoy -hablaba en "clave": sólo él y yo sabíamos de qué se trataba.
Al final, la familia francesa adoptó al huerfanito del tercer mundo y lo tuve toda la noche a mi lado como ese hermano antipático que te va halando las "motonetas" mientras caminas.
A causa de su presencia, los franceses tuvieron que cambiar sus planes, y en vez de llevarme a su casa a cenar y darme los regalos que me tenían preparados −bolsas de ropa usada que seguramente donarían a Cáritas−, terminamos en un restaurante griego comiendo creps. Según me explicaron, no me darían la ropa porque era de mujer y no iban a venir ellos, capitalistas inconscientes, a romper la idealidad del igualitarismo cubano. Si no había trapos para el hermanito, tampoco para mí. No los volví a ver, porque esa noche se canceló toda posibilidad de empatía.

Así que, mientras el resto de mis compañeras llenaron sus maletas de regalos −muchos solicitados directamente: artículos de aseo en peligro de extinción o medicinas de nombres desconocidos−, con los que la izquierda francesa intentaba soñar que otro mundo era posible -reposando su cabeza en almohadas de viscolátex-, yo tuve que conformarme con traer mi maleta prácticamente vacía.

Esa tarde noche puse en orden algunas cosas: dada mi irritación, disfruté diciéndole a aquella familia "comunista" que fabulaba con la impoluta perfección de mi sistema social, que el pueblo de Cuba era INFELIZ y que prácticamente nadie se creía YA el cuento de la “buena pipa”; que la gente tenía hambre y que era más fácil ser comunista vestido de traje y con un mercedes recorriendo las calles parisinas que comiéndose una hamburguesa tras tres tristes horas de colas al sol. Eso lo decía, claro y alto, para que el seguroso me oyera. El chico aprovechó un momento de soledad y para mi asombro me dijo, con un profundo abatimiento, que aunque aquello fuera verdad yo no debería decir eso. En realidad me estaba suplicando que no desbaratara sin conmiseración sus murallas de arena (dentro de las que vivía y con las que trabajaba) y esa angustia de animal acorralado me traspasó.

Y así tuve amigos a la fuerza, es decir, forzada y forzosamente −ya lo dijo Maquiavelo, si no puedes matar a tu enemigo, hazte amigo suyo. Como ya conté, me puse al tanto de este complot -y que temía fuera fruto de un delirio paranoico que habría que tratar llegando a la isla-, porque “el último de los mohicanos”, un joven “estudiante de derecho” de ojos azules hacia el que sentí real empatía, desenredó todos los cables con los que me habían estado atando y me mostró cada uno de los individuos que había "coincidido" conmigo en cada ocasión (¡mira que la Seguridad se inventa misiones de bajo costo para tener “contenido de trabajo”!). Aunque no llegó a confiar en mí como para “bajar la guardia”, al menos a su lado me sentía más a gusto, digamos que empecé a disfrutar de una cierta ilusión de libertad.

Durante el viaje visitamos una fábrica de ensamblaje de televisores Philips en las afueras de París. Fuimos recibidos por dirigentes sindicales pro−fidelistas (que nos hablaban de esa Cuba de ficción, apuntalada con sus propias frustraciones trostkistas, en la que no vivíamos nosotros- que nos explicaron las permanentes gestiones que hacían por mejorar las condiciones laborales −entre ellas, la creación de una preciosa guardería− y lograr igualdad de salarios para todos los trabajadores. Aquello seguramente nos sonaba a marciano: nuestros sindicatos sólo justificaban su existencia recogiendo la mensualidad de las MTT (Milicias de Tropas Territoriales) o debatiendo en Asambleas Generales los discursos de Fidel y, después del 94', obligando a los trabajadores a formar parte de las Brigadas de Respuesta Rápida. (Brigadas para dar palo y gritar groserías si a alguien se le ocurría lanzarse a la calle a protestar) Así que, seguramente, nos compadecimos de los pobres obreros capitalistas, todo el tiempo en pie de guerra.

Comimos esa tarde en el “comedor de los trabajadores”, algo que pensábamos sería el sitio donde se hacinaba la masa obrera −los sótanos de Metrópolis−, pero que ante nuestros ojos resultó ser como el restaurante de un hotel de primera, con aquel self service que podía ser la representación más apabullante de la libertad: poder escoger, autoservirse sin que nadie restringiera las medidas con cara de nazi era como la conquista del libre albedrío. La libertad guiando al pueblo había soltado la bandera y cogido una bandeja que llenaba y llenaba con todo tipo de alimentos que a la larga no podría comerse, y mucho menos guardar en una “jabita”.
¿Alguien puede imaginarse lo delirante que sería oír frases como: “¿y esto será lo que comen todos los días, o nos estarían esperando con un menú preparado para la ocasión?". Evidentemente nuestra precariedad cotidiana era tan grande que estábamos deslumbrados ante aquellos "lujos", que para los trabajadores no eran ni más ni menos que "condiciones de trabajo" logradas a fuerza de productividad, exigencias e incluso, huelgas. Estado de bienestar, con servicios públicos eficientes -como el acceso a la salud del que tanto presumíamos los isleños-. Un médico camagüeyano de la delegación me dijo al oído: “preferiría ser cola de ratón en Francia que cabeza de león en Cuba" y sostuvimos una larga conversación sobre sus condiciones de trabajo en el Hospital Provincial.

Para gran parte del grupo, el mundo era una pantalla de televisor Krim (artefacto ruso ensamblado en la isla) con dos canales regulados por el estado: en uno se nos decía que “había que votar por todos” y en otro se nos entretenía con béisbol. Un mes después de nuestro viaje, el 26 de julio de 1993, se anunciaría la despenalización del dólar en la isla y comenzaría a canjearse la moneda a exorbitantes precios: desde 1 x 63 hasta 1x 120. Las tiendas empezarían a vender sus exiguas mercaderías “chinas” que nos parecían artículos de primera, y algunos años después llegarían los tv Philips a sus estantes para los pocos afortunados que pudieran comprarlos.

(Recientemente supe que la empresa holandesa Philips había anunciado el cierre de aquella costosa planta que yo había visitado, amparada en la justificación de la crisis. En realidad pretendían radicalizar las políticas neoliberales ya puestas en vigor desde finales de los '90 y que habían provocado oleadas de despidos masivos. Ante esta nueva medida, los pocos trabajadores que quedaban en la plantilla “tomaron” la fábrica por 10 días y al final lograron conservar sus empleos.
En las pantallas de los televisores Philips de Cuba difícilmente esta noticia haya sido reflejada −y entendida− en toda su complejidad (más allá de una masa gritando y unos polícías dando palos), y mucho menos ahora que tantos trabajadores se irán a la calle sin que ningún sindicato ni huelga pueda frenar los despidos o negociar las indemnizaciones. Y esto en Cuba, que se ubicaba en las antípodas del neoliberalismo!. Los obreros de la fábrica de Dreux exhibían un cartel que decía: “¡Gagner contre les patrons c'est possible!”; los cubanos, en cambio, ya empiezan a hacer las asambleas para ver quién se queda y quién no, declarando de antemano perdida la batalla contra el único patrón posible: el Estado.

Al final de aquellas visitas a las fábricas o a otros sitios como la Universidad, nos reuníamos con europeos sedientos de "testimonios" de la Cuba real. En París VIII un estudiante de Hispánicas me preguntó si en Cuba había una dictadura. Fue la primera vez que alguien me lanzaba la palabra en la cara y me quedé sin aire. El “estudiante de Derecho” −el agente de la seguridad que me acompañaba−, respondió por mí: “Sí, en Cuba hay una Dictadura. Y se quedó unos segundos en silencio para rematar: "la Dictadura del Proletariado”. En el intervalo entre una oración y otra casi muero de asfixia. Alguien del grupo tiró a choteo el debate concluyendo: “en Cuba no hay una dicta−dura, chico, lo que hay es una dicta−blanda” (no recuerdo si a los franceses les pareció simpático esto). A la salida, alguien se atrevió a bromear con la que respondió: en realidad tú quisiste decir que lo que tenemos es una "dieta blanda", ¿no?.

Otro universitario nos preguntó que si la gente tenía “coches”; seguramente estaba informado de la proverbial falta de gasóleo de entonces. Esta vez respondió una dirigente de la Juventud Nacional. Dijo con sosegada seguridad que sí, ¡que claro que había coches!. Casi todos los cubanos tenían un “forever” parqueado frente a sus casas. Sólo nosotros entendimos el chiste: "forever” era la marca de las bicicletas chinas vendidas en Cuba.
Como en "La vida es bella" hay cosas que sólo pueden ser explicadas y sobre-vividas con infinitas cuotas de humor.

martes, 19 de octubre de 2010

LA VIDA DE NOS-OTROS



Mi hermano me ha regalado estos fragmentos de su niñez para mi blog. Los comparto con mis lectores, desde la emoción de saber que un recuerdo puede ser un poderoso artilugio para resistir −aunque no sepamos muy bien hacia dónde nos llevan estos caminos de la “resistencia”.
Siempre se nos ha dicho que para sobrevivir en el exilio había que atravesar el Leteo; ahogarse en sus aguas, y renacer en la otra orilla sin la pesada carga de los recuerdos. (Tomarse "la coca-cola del olvido", dice una canción de salsa). Yo me niego a esta operación de asepsia, por demás consumista. Yo no crucé el río −tampoco mi hermano− con la promesa de nadar por aguas sin pasado, límpidas, incontaminadas. Mis días no son más luminosos desde que recupero mi infancia con las palabras del presente, y construyo esa ficción del pasado que disfruto para saber que cada cosa está en su sitio: técnica mixta de recorte. Pero tampoco son menos luminosos −como algunos amigos me han sugerido.)

Por lo demás, no siempre estaremos bajo tierra, hermano. Un país no puede ser un cementerio tan vasto, tan desolado.

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domingo, 17 de octubre de 2010

[23] Viaje sin fotos



El primero de mayo de 1993 cien cubanos maquillados con la ansiedad subían las escaleras mecánicas del aeropuerto internacional “José Martí” de La Habana, muchos por primera vez. Por primera vez unas escaleras mecánicas, un aeropuerto, un avión, y algunos, quizás, por última.

Yo sería una de aquellas cien piezas que volaría con destino a Francia dentro de una delegación diversa, con nombres conocidos de la cultura y la política cubanas; con unos 25 segurosos, y con gente de muy diverso origen: un machetero sobrecumplidor que le costaba entender qué hacía en la ciudad de la luz -y que en unos de los paseos nos enseñó, orgulloso, un retrato que se había hecho con el mismísimo Michael Jackson, y que cuando le explicamos que se trataba de un imitador casi regresa a matar al individuo-, estudiantes de varias universidades del país, obreros, "gente simple", muchos que sencillamente hacían el nada heroico papel de cumplir con su trabajo y que por eso eran premiados, y otros que estaban 100 % comprometidos, no sólo con la Revolución, sino con la "lucha": la que aseguraba la posibilidad casi milagrosa de vivir en Cuba y poder viajar.

Yo estaba en el grupo porque, como saben los que me leen, era -para decirlo en buen cubano-, una "comecandela". Con el viaje premiaban todo mi desempeño pioneril de muñequita ventrílocua que, por suerte, tal parece que había sido programada con fecha de caducidad cercana: ya empezaba a estar "fuera de revolución" (o sea, ya se me empezaba a oír mal, lenta y ruidosamente) y una vez en la Universidad no se me oiría más.

Mi hermano fue a despedirme al aeropuerto y ya debíamos embarcar, aunque yo no me atrevía a despegarme; y venga otro abrazo, y venga una última pregunta, y todo porque le tenía un miedo atroz a aquellas escaleras con vida propia que no paraban de moverse tras mis espaldas y que presentía que me comerían los pies, y que poco a poco devorarían todo el cuerpo como un alien mecánico. Hasta que tuve que girar y mirar al monstruo de frente y ascender, trastabillante y aterrada.

Ascender, creo que esa es la palabra que podría definir mi viaje a París con 17 años -aunque tenga una reminiscencia positivista que asusta. Sé que "ascendí" sencillamente porque, a mi regreso, descendí violentamente: creo haber sentido este descenso psicológico casi de manera física. Me caí en un abismo, en una abulia de la que tardaría en recuperarme. Desde el aeropuerto hasta mi casa, en Pinar del Río, transité por una oscurísima y desolada autopista en una "guagua" de lata a punto de desarmarse, y aquella oscuridad de montes sin pueblos y de pueblos sin luces me heló los ideales junto al frío de la madrugada. Tal fue mi desencanto con esa Cuba oscura a la que retornaba que intenté no regresar al preuniversitario con la excusa de que necesitaba redoblar los estudios, dada la cercanía de las pruebas de ingreso a la Universidad.
Esperaban que hiciera públicas mis experiencias en un Matutino General y me negué rotundamente. ¿Qué decir que fuese políticamente adecuado y que, a la vez, no traicionara mis recuerdos? ¿Con qué palabras contar que, mientras mis colegas comían sopa de arroz, yo me tomaba un café en "Deux Magots" soñando con Verlaine y Rimbaud? Hay experiencias que no tienen equivalencias o traducciones, sobre todo porque aquello se salía del discurso memorizado, de todo esquema mental. Era la experiencia de haber vivido, por primera vez, una fractura con lo cotidiano. Tampoco hablé del viaje en mi aula de Letras. Pocos supieron, mientras veíamos en las diapositivas "La Libertad guiando al pueblo" de Delacroix, que yo había estado clavada frente al cuadro como hipnotizada, tratando de entender el valor de la muerte y de la bandera en una mano de mujer.

Viajé con la certeza de que el 'afuera’ sería ese mundo hostil de motines y policías represores, o poblado de seres que debían vivir con la perenne culpa del Conquistador. Los europeos debían ser unos vampiros que se relamían las bocas después de chupar la sangre de esas “venas abiertas de América Latina” -salvo los que nos invitaban a Francia, claro- y que me podrían morder y ya para siempre convertir a su religión de gula y despilfarro (estas plagas estaban muy bien controladas en Cuba gracias a la miseria cotidiana). Iba preparada para ver las dos orillas del Capitalismo: la riqueza extrema y la pobreza extrema. El príncipe y el mendigo.

A mi regreso, mis amigos más cercanos querían saber si había visto muchos pobres en la calle pidiendo limosnas; nadie preguntaba por la Venus de Milo auténtica y mucho menos por las gárgolas de Notre Dame: aquello era un adorno superfluo del viaje que podía leerse en cualquier manual turístico. Cuando les decía que había visto algunos indigentes, pero más bien pocos, zanjaban su descolocación con un “te enseñaron lo que les convenía”. Esto era en 1993. Ahora los niveles de indigencia en Europa han aumentado considerablemente. Y en Cuba ya casi nadie preguntaría esto; más bien intentarían comprender la insensatez de mi regreso. El otro tema predilecto giraba sobre la comida: qué, cuánto, cómo. Más que las texturas, interesaban las cantidades.

La gigante maleta sin ruedas −y con remiendos hogareños− iba vacía de ropas (con la esperanza de que regresara llena), pero en sus espacios libres estaba muy bien acomodada la ansiedad que me generaba el viaje. En un pequeño manual escrito en mi memoria tenía algunas reglas paranoicas que justificaban mi espanto:

1. No hablar con intrusos −cualquiera que se me acercara para entablar un diálogo podía clasificar en esta categoría. El ‘intruso’ podía pertenecer a una mafia de prostitución, y de repente, me vería exhibiendo mi delgado cuerpo en un miserable burdel de Bangkok. (A esa conclusión llegué cuando comprobé que mi mercadería no sería apetecible en Pigalle: aunque se viva en una isla no hay que tener delirios de grandeza)

2. Agarrar las maletas como si fuese un pulpo. La tira del bolso me la enrollaba en la mano, habiéndole dado antes una vuelta en el cuello, de tal manera que si intentaban arrancarme el bolso, o me ahorcaban o me llevaban con él. Por las calles de París, parecía una hiedra enrollada a mis pertenencias.

3. No dejar nunca el dinero en el hotel, donde habría mucamas que lo registraban todo. Salir con él a cuestas pero nunca guardado en un solo lugar, sino disperso por varios sitios del cuerpo: por las piernas −me lo ponía dentro de las medias y bajo la plantilla de los zapatos− y en la ropa interior (y ¡ojo!, no dentro del sostén como las abuelas porque si me ponía un jersey de cuello alto, a la hora de pagar tendría que desnudarme y, más allá del espectáculo, podría pescar un resfriado). Durante todo el viaje fui una alcancía viviente, sin IVA ni tasas de interés.

4. No separarme del grupo. El grupo debía ser la prolongación de mi cuerpo. De hecho, subir las escaleras mecánicas del aeropuerto fue el último acto de soledad que hice; a partir de ahí dejé de ser una entidad para integrarme a la manada bulliciosa que ratificaba, a golpe de aullido, su identidad “cubana”. Como unos búfalos que pastan inofensivos pero que se vuelven temibles a la desbandada, cuando transitábamos por las calles de París arrastrábamos a los transeúntes con el sonido ensordecedor de nuestra algarabía. Y los franceses se molestaban, estallaban de la ira...

5. No ir a los baños de los sitios que visitáramos -y mucho menos al del aeropuerto francés, sobre todo en el regreso−, porque una mano salida de no se sabe dónde, clausuraría la puerta y me quedaría para siempre perdida en Francia. (Los enemigos de la patria dirían después que me había quedado por voluntad propia, y que dentro del grupo de comunistas había una joven desertora).

Las reglas ideológicas estaban almacenadas en otro lado de mi cerebro y trataba de no mezclarlas con éstas que eran de pura sobrevivencia, porque si no, podía enloquecer y pensar que en vez de un ladrón vulgar, quien me robaría la maleta podía ser un agente de la CIA.

Para estas reglas hubo su tiempo de aprendizaje.

Unas semanas antes nos quedamos en un hotel de La Habana −también era la primera vez que pisaba un Hotel diseñado exclusivamente para turistas, con piscinas y karaoke y jineteras sentadas en las piernas de gordos italianos; la próxima vez sería cuando mi luna de miel−. Debo decir que fui feliz en aquellos días de vacaciones semilujosas que no llegaban a tener la extrañeza radical de Francia. Allí comíamos en un buffet libre y pude paladear un bistec sin la mala conciencia de estárselo quitando a mi abuela −el plato suculento de aquellos años eran las hamburguesas de “ave” −de averigua.
Allí nos dieron las instrucciones políticas mientras íbamos consolidando nuestra pertenencia a la manada. Durante este tiempo nos llevaron a algunas fábricas en activo (sólo recuerdo a Antillana de Acero), a Expocuba −donde nos dieron infinitas explicaciones en torno a los logros de la productividad cubana−, y al Hospital Hermanos Ameijeiras. Y por las tardes nos aleccionaban en un aula improvisada: qué decir, qué responder si alguien nos “provocaba” en los variados encuentros que tendríamos. Nos explicaron con letra de molde cómo era el proceso electoral cubano − un año antes, en 1992 se había modificado la Ley Electoral y en el 93 andábamos con esa siquitrilla de votar todos por todos. Anotábamos cifras, logros, victorias, y reveses, también convertidos en victorias, todo para disparárselo al enemigo que nos agrediera. (Y en efecto, los “provocadores” no tardaron en aparecer, pero esto lo narraré en otra ocasión. Ahora ando por los preliminares.)

Antes de que nos reuniésemos en el Hotel Panamericano, tuvimos una cita en La Habana para proveernos de la pacotilla necesaria para viajar. En una tienda que almacenaba artículos de muy diverso origen, casi todos "decomisados" en el aeropuerto habanero, nos daban a elegir una de cada cosa que hubiese allí: un pantalón, una falda, un vestido, un par de zapatos -me tocaron unos tenis reebok que me acompañaron por muuuuuchos años-, un juego de ropa interior, un, un, un. Hasta bisutería: pedí un hermoso brazalete de alpaca y nácar que aún conservo, e imagino el dolor de la persona que lo traería como regalo y que le fuera quitado a su entrada en Cuba, quién sabe por qué razones. También me "dieron" una redonda y rosada caja de talco Dior -no podía explicarme cómo no había sido robada, quizás porque el talco no "resolviera" mucho o porque no se sabía demasiado de marcas en aquel momento- y un perfume, un jabón, un pote de champú, un, un, un.

Gracias a esta "compra" de artículos usurpados, cuando camináramos por las calles francesas nadie descubriría que, en realidad, dentro del grupo había una estudiante matancera que, según nos dijeron en las presentaciones oficiales, se había enrolado en las BET (Brigadas Estudiantiles de Trabajo) a pesar de no tener zapatos para trabajar en el campo. Y sin zapatos trabajó y por eso la premiaban con la ciudad de los famosos zapatos de Christian Louboutin...

De ese, mi primer viaje fuera de la Isla, no tengo ni una sola foto que mostrar. Me negué a llevar al país de la luz la cámara rusa de mi padre que pesaba una tonelada. Pero tengo recuerdos emocionales, reminiscencias de sabores y olores que, de todas formas, no hubiera podido retratar.

Continuará

martes, 12 de octubre de 2010

LA VIDA DE NOS-OTROS


(Unos fragmentos de la vida de Ena Lucía Portela, tomados de la entrevista “No me hagas preguntas capciosas”: Conspirando con Ena Lucía Portela, de Saylín Álvarez Oquendo)

A pocos meses de estar en la facultad de Artes y Letras, con mi aire tímido y provinciano, mis bermudas made in Pinar del Río y unos zapatos que mis compañeras de cuarto llamaban "los perros", porque ladraban de una forma estrepitosa cuando me los quitaba por la noche, conocí a Ena Lucía Portela. Ella estaba sentada en uno de aquellos bancos de madera de la entrada de la Facultad contando a los que la rodeaban que había tenido un disputa con algún profesor en torno a una pregunta ambigua o mal redactada, y había dejado el examen en blanco. Y allí estaba yo, para "meter la pata" hasta el fondo y decir, sin asomo de malicia: "uf, pero tranquilízate que estás temblando". Todos contrajeron los rostros y esperaron a que cayera la bomba. Ena me fulminó con una mirada gélida y me dijo: "Yo soy así, aunque quiera, no puedo dejar de temblar".

El "trágame tierra" nunca fue tan invocado como en ese momento, sobre todo porque marcar la enfermedad ajena es, en nuestra cultura (occidental), el non plus ultra de la indiscreción: se nos enseña a escamotear, a hacer invisibles, y a nombrar con patéticos giros a las enfermedades que nos rodean, como si no nos pasáramos más de la mitad de nuestros días conviviendo con virus, bacterias, y descompensaciones de todo tipo de nuestros imperfectos organismos. "Lo siento, le dije, no sabía nada".
Pero inmediatamente la pálida muchacha recuperó ese registro desafiante que le conocería luego y apuntó: "¿Pero a que soy hermosa?. Yo me digo, lo tengo todo: soy inteligente, tengo unas piernas preciosas (y se subió un poco la falda para mostrar las pantorrilas) y tengo una cara perfecta. Eso, ¿no te parece que soy Perfecta?", y no supe qué responder porque, en definitiva, aquella era una pregunta retórica, o una retórica erótica que ponía en juego para desequilibrar el orden ajeno y recuperar el suyo. Y en efecto, Ena era "perfecta", no por las cualidades que había enumerado, sino por esa mordacidad con la que dinamizaba los ordenados escalones -y jerarquías- del Upsalón tropical. Era, dicho en buen cubano, una tremenda imperfecta (justo lo contrario de lo que me preguntaba): alguien incómodo y que incomoda.
Nunca nos conocimos, no intercambiamos meriendas como en las escuelitas primarias, aunque sí intercambié, más tarde, sus libros con mis colegas. Sospecho que hubiese sido interesante que nos hubiésemos conocido.

Saylín Álvarez, una compañera de estudios con la que no pude llegar a conversar todo lo que hubiese querido -la vida en la beca era tan mísera que apenas tenía tiempo para regodearme en la amistad- entrevistó a Ena Lucía para La Habana Elegante y me he traído fragmentos de la entrevista porque encajan perfectamente con esa vida de nos/otros, tan paralela a la mía que nunca pudo cruzarse a pesar de caminar por los mismos pasillos y comer en el mismo comedor de "el Machado". La autora se explaya (acabo de descubrir que me encanta esta palabra)y se lanza directamente al mar de la explicitez y de la crítica, sin temor a ahogarse. Sospecho que esta entrevista dará que hablar.

Para leer la entrevista, pinche aquí.

lunes, 11 de octubre de 2010

LA VIDA DE NOS-OTROS


(A Kasia y a sus padres que me recibieron cantando "Guantanamera", a Marcin por enseñarme otra Varsovia y a Olga, por sus recuerdos)

En estos días he vivido una experiencia singular en tierras postcomunistas: he visto cómo una ciudad puede renacer de las cenizas, una y otra vez. La Habana, arruinada y en ruinas, estuvo en mi cabeza todo el tiempo. ¿Es posible recuperar la dignidad tras tanta pérdida, a la par que la ciudad devastada?, ¿es posible convertir la estéril decadencia en una ancha avenida con cafés y paseantes?, ¿las viejas fábricas obsoletas en discotecas alternativas?. ¿Podré conversar nuevamente con mi madre mientras unto de mermelada de mango cubano una tostada, como mismo conversaba con una madre varsoviana mientras saboreaba su mermelada de frutos del bosque?

La ciudad polaca ha recuperado el rostro propio que la homogeneización comunista intentara imponer, y poco a poco levanta su economía, con el claro precio de otro tipo de ideología y de homogeneización: la de los grandes imperios comerciales que, por momentos, te hacen creer que el mundo es un solo país lleno de establecimientos de Zara, H&M o Mango. Cualquier ajenidad, cualquier idioma extraño se estampa contra las vidrieras de los comercios, y una vez que los traspasas y entras en sus dominios es como si transitaras desde España a Polonia en un laberinto atemporal: las chicas guapas te reciben con sus uniformes y maquillajes perfectos, tan parecidas a las dependientas del Zara de Galicia que por instantes puedes perder cualquier noción geográfica. Justo tres días antes estuve a punto de comprar un jersey en una tienda de Zara en Coimbra y ahora, en Varsovia, tenía en mis manos el mismo jersey, que inmediatamente llevé a caja, fulminada por la coincidencia.

Transitar por algunas ciudades europeas es vivir en una permanente contradicción entre lo que nos han hecho sentir como ajeno -esas patillas exageradas del taxista que me llevaba al Hotel y que me hacían activar una paranoia de extranjera desaparecida- y lo que nos han hecho creer como "propio" y que, encima, agradecemos porque en cierta medida nos devuelve la confianza: nada como ver espejeada, en letras de neón, tu ciudad en otra ciudad. El caso es que uno no llega a saber muy bien si prefiere los pepinillos picantes o la hamburguesa de McDonald's; si lleva de recuerdo el folclor estandarizado, que los propios varsovianos no reconocen -una foto con aquel viejito organillero con su barba cana y sus polainas- o se decide por unos zapatos Camper tirados de precio. Por momentos se puede tener la certeza de que nada es "real", "auténtico", ni las cartas escritas por Chopin que se exhiben en copia digitalizada en el Museo y que se activan con la banda magnética de una tarjeta, mientras una voz te narra en inglés o polaco su contenido. Y del corazón, ni siquiera hablar: ¿qué adoraremos tras la urna que guarda el corazón de Chopin que no sea nada más allá de un símbolo, como las banderas o los logaritmos? Bienvenidos, como diría Zizek, al "desierto de lo real".


Una de las guías que nos enseñaba la Varsovia reconstruida, la Varsovia de colores peculiares, de paredes pintadas y plazas abiertas -una ciudad que es la copia de lo que fue y que se exhibe como ese lugar ahistórico por el que no pasó la II Guerra Mundial-, nos comentaba que la mano soviética apenas intervino en aquella rehechura de la Ciudad Vieja, solo una edificación fue reconstruida por los "hermanos" comunistas. Varsovia fue ese hueso duro de roer del Ejército Rojo y como tal, debía pagar su afrenta; aunque luego, con la impronta comunista, la ciudad viera aparecer algunas edificaciones de austera fealdad porque, ya se sabe, el hombre en el comunismo debía ser un arquetipo funcional ajeno a los placeres y al regodeo de lo estético burgués.

Cuando la guía supo que había una cubana dentro del grupo me contó cómo en los años 70-80 trabajaba con numerosos grupos de cubanos que visitaban la ciudad en intercambios oficiales. Cuando el grupo llegaba a las Catedrales, la mayoría se quedaba en las puertas desde donde oteaba la grandeza de los vitrales góticos; otros ni siquiera se asomaban. Algo parecido sucedía cuando de visitar el Castillo Real se trataba. Le decían continuamente que por qué los llevaba a tantas iglesias y palacios en vez de a las fábricas y a los barrios obreros. Disfrutando de la historia encajada como las bombas nazis en aquellas catedrales re-edificadas, me espeluzna reconocer que lo que dice la guía es cierto y que el temor irracional a la contaminación -o a la delación- nos haya estupidizado por tantos años. Le cuento que yo, que vivía a tan solo una cuadra de una Catedral, tampoco traspasé sus puertas ni por curiosidad hasta finales de los 90', cuando tenía 20 años.

Casi al término de su explicación, nos contó una broma de la época comunista: "¿Saben por qué le llamábamos 'hermanos' a los soviéticos? Porque a los amigos se les escoge".

Por eso, detrás de la Varsovia globalizada o de la Varsovia local; de la Varsovia postcomunista, con taxistas que recuerdan a los de la Habana (que se tiran encima y te quieren llevar a toda costa), y empleadas de cafetería que aún no han encajado la era capitalista y te lanzan los platos como en el Coppelia; detrás de la Varsovia "marchosa", parecida a la Barcelona underground, de la Varsovia cutre o refinada, la intelectual, la alternativa o la ecológica (con sus edificios tapizados por plantas); detrás de la Varsovia donde tomé tragos que no eran para mí, robados de la barra gracias a la maestría de quien me acompañaba (¡y que alguien me diga que los polacos y los cubanos no se parecen!), y bailé con la extraña sinuosidad que el vodka te regala; detrás de tantas Varsovias que aún no logré descubrir, quedan los amigos, esos que pude escoger en la fugacidad del "flechazo" y que me escogieron y acogieron con generosa hospitalidad, y también queda una especie de "estela luminosa" -como diría alguna canción kitsch comunista- en la que el abismo cultural se diluye por las razones que sean: ya sea por la sovietización que nos fue común o por la actual globalización, y en donde un abrazo significa exactamente lo mismo en un lenguaje corporal común.

(Por cierto, durante mi estancia conocí a Olga, una lingüista de San Petesburgo que lloró varias veces invocando a la "Kuba" en la que vivió durante los 70, y que a toda hora decía "siempre se puede más", burlándose del típico lema revolucionario. En un momento determinado se sentó a descansar y perfumarse con una esencia búlgara de rosas, semejante a la que mi madre usaba cuando yo era niña. Recordamos el redondo frasco de madera pintada con la tapa en forma de corona, y volvimos a tejer puentes en un revival de identidades pasadas. Me regaló el perfume, y antes de que se desvanezca confío en que mi ciudad reconstruya su pasado y encuentre, entre las ruinas, su memoria histórica llena de "hermanos" y amigos; y sobre todo, sus olores plurales).

lunes, 4 de octubre de 2010

VAGÓN 204

"Sin patria pero sin amo" (enmiendo el verso: sin patria pero con amo)

Esos primerísimos días de enero del 59 en los que Fidel Castro grita a los cuatro vientos el nuevo proyecto de gobierno (y nación) que se impondría, siempre comparándolo con ese presente dictatorial que acababa de derrocarse, son muy útiles para entender el porqué de tanta adhesión, de tanto compromiso masificado.
Este botón de muestra sacado del discurso del 4 de enero de 1959 en Camagüey estremece por su vigencia. En efecto, a finales de los 50' los cubanos no tenían "patria" y aquellos que podían, escapaban al extranjero; al concluir la primera década del nuevo siglo muchos siguen construyendo una patria en el exilio y los que se han quedado en casa, viven de la patria exiliada. De todo el fragmento de una espeluznante actualidad me quedo con la última parte: De Cuba, desgraciadamente, "no se van todos los que quieren, sino los pocos que pueden".

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domingo, 3 de octubre de 2010

[22] Repasador particular

La historia de mi padre comenzó a los 40 años. A esa edad su vida empezó a contar para mí; a tener cuerpo ante mis ojos. Ignoro su pasado, solo pequeños recortes desprendidos del silencio y del recuerdo, y algunas fotos en las que un niño o un joven −que no es mi padre− sonríe. Muchas de las palabras y acciones que repetiría a partir de los 40 años hasta el presente (cuando con 75 ha tenido para mí una historia vital de 35 años), son reminiscencias de ese pasado que convive con él, anterior a mi vida. Esa obsesión por limpiar sus zapatos, por ejemplo. De limpiar, incluso, las suelas de los zapatos. A golpe de paño y constancia dejaba el camino cada día, subía al tren “lechero” que lo llevaba a la ciudad y, una vez en ella, comenzaba a transitar hacia ese futuro que habría de conocer yo, muchos años después (él, gracias al dinero de un tío solterón que fue su ángel de la guarda). Supongo que en el brillo de sus zapatos reflejara su futuro: un porvenir próspero derivado de una vida dedicada al empeño de superación y al trabajo. Mis abuelos confiaban que sus hijos (mi tía también estudió en la Normal) sacarían a la familia de la pobreza de aquellos años 50, y probablemente murieron con la certeza de que todo pasado seguramente habría sido mejor que ese presente en el que la comida era normada por la libreta de abastecimiento.

Otra obsesión de mi padre: economizar el espacio de los cuadernos o agendas, de la pizarra. Sus alumnos lo habrán visto desarrollar todo un problema matemático en el rectángulo verde, sin que haya tenido que borrar para dar espacio a nuevas soluciones. Todo estaba allí, escrito con minúsculos números. Al bajarse del tren, mi padre se limpiaba los zapatos y recogía el largo billete con los nombres de los pueblos del trayecto (Taco−taco, Las Martinas, Sábalo…). Aprovechaba el dorso en blanco para escribir las clases del día. Su pobreza lo hizo tenaz, y la tenacidad despertó un sentido de la resistencia que aún hoy le hace levantarse a las 5 de la mañana para limpiar sus zapatos y correr a escribir toda su clase en la pizarra.

Seguramente por estas mismas dotes de dividir el minúsculo papel en notas y signos escritos con la limpieza impecable de la necesidad −borrar en un billete de tren seguramente era imposible−, quiso estudiar Arquitectura y otra vez, gracias al tío, matriculó en la Universidad de Santiago de Cuba, hasta que debió dejar los estudios transitoriamente, en cuarto año, y regresar a su pueblo para trabajar en lo que apareciese para ayudar a su familia.

Poco tiempo después sería requerido como profesor de matemáticas en una escuela elemental recién instalada en los primeros años de la Revolución. Alguna vez me contó que en esos primeros años repartieron un par de zapatos por CDR y hubo una reunión para decidir quién sería el afortunado: el maestro de la escuela fue el elegido. Otra vez le activaron la obsesión de salvaguardar su futuro −ahora las conquistas de la revolución−, a base de trapo y betún. (Cierro los ojos y veo a mi padre, en la mañana del domingo, limpiando varios pares de zapatos de sus cinco “hijos”, para que fueran relucientes a la escuela. Cierro los ojos y lo recuerdo enseñándome, hace tan solo un año, unas sandalias deshechas con las que andaba por todo el mugriento barrio de Marianao, mientras me decía: “ya ni las limpio, no vale la pena”).

En aquella escuelita de primaria conoció a mi madre, recién graduada de la Normal. La jovencísima maestra de ciudad, nunca despegada de la casa paterna, llegó a Guane con el temblor de la inexperiencia: allí se topó con mi padre, que en medio de una clase la sedujo al mostrarle cómo trazar una circunferencia perfecta a mano alzada.
En los 60, mi familia paterna quiso abandonar el país, pero ya mi padre andaba ennoviado y se negó a exiliarse sin que mi madre lo acompañara. Desde entonces, en sus registros, aparecía aquella tentativa de traición que habría de frustrarle cualquier ascenso, premio o condecoración relacionados con una vida entregada al magisterio. Ningún coche, ningún viaje, ninguna medalla, ninguna condición de “vanguardia”. Mi padre se retiró de Educación sin que, ni siquiera, le dieran una bicicleta “Forever” que por los 90 daban hasta por reírle las gracias al dirigente de turno.

Durante mi etapa en la FEEM me dieron una bicicleta para que pudiera trasladarme fácilmente de la Vocacional a la “Juventud Provincial” casi a diario. En la universidad, por haber obtenido un premio de literatura en el festival de aficionados de la FEU, me dieron otra bicicleta −o mejor, el derecho a comprar una bicicleta en 90 pesos, que tuvieron que pagar mis padres. En aquella ocasión, elegí una de hombre y se la regalé: volvió a obsesionarse con su cuidado y limpieza, como antes lo hiciera con el calzado. La bici era el nuevo futuro; le permitiría moverse por toda la ciudad para dar sus clases particulares -ilegales, pero cada vez más imprescindibles dada la mala calidad de la educación pública. En diferentes casas seleccionadas por su amplitud, se reunían unos cuantos adolescentes que abonaban y agradecían, con verdadero cariño, el aprendizaje. Con aquellas clases alternativas mi padre llegaba a sentirse verdaderamente retribuído y no sólo monetariamente: se dejaba el pellejo en las explicaciones y después me mostraba con orgullo cuántos de aquellos chicos habían ingresado en la Universidad.
Gracias a aquel empleo ilícito sobrevivimos en los noventa hasta la actualidad −además de vender refrescos y empanadas en una feria durante el período más negro de los 90'−, y yo pude tener algún dinero para subsistir en La Habana mientras estudiaba.

Ahora, en una lista ordenada alfabéticamente, se anuncian aquellos oficios que podrán ser ejercidos de manera autónoma, pagando el impuesto reglamentario. El “cuentapropismo” podrá ampliar sus filas −de hecho, las ampliará ante el despido de medio millón de trabajadores−. Después de unas cuantas enumeraciones de “Reparador” (de artículos de cuero, bastidores de cama, de bicicletas, de bisutería, cocinas, colchones, equipos mecánicos, eléctricos y electrónicos, de máquinas de coser y equipos de oficina, de espejuelos, paraguas y sombrillas, de monturas y arreos, de fosforeras y enseres menores…), aparece en el número 126 el de “Repasador” (o sea, maestro particular), seguido de “Restauradores de juguetes y obras de arte”.

Mi padre podrá oficializar su oficio de reparador de los desastres educativos acaecidos en la Isla en las últimas décadas, como el resto de los cuentapropistas que apuntalan la vida diaria con remiendos y zurcidos. Sin embargo, teme más ahora la vigilancia y la tajada excesiva del gravamen estatal que antes la subrepticia ilegalidad. De todas formas, ya está muy viejo para andar en bicicleta por toda la ciudad y se ha ido convenciendo de que cuando los zapatos viejos se estropean y no admiten más suelas de repuesto, o sencillamente, pesan demasiado para sus cansados pies, sus hijos podrán enviarle los sustitutos necesarios, para que siga lustrándolos con placer y viendo cómo el futuro se refleja en ellos.