La historia de mi padre comenzó a los 40 años. A esa edad su vida empezó a contar para mí; a tener cuerpo ante mis ojos. Ignoro su pasado, solo pequeños recortes desprendidos del silencio y del recuerdo, y algunas fotos en las que un niño o un joven −que no es mi padre− sonríe. Muchas de las palabras y acciones que repetiría a partir de los 40 años hasta el presente (cuando con 75 ha tenido para mí una historia vital de 35 años), son reminiscencias de ese pasado que convive con él, anterior a mi vida. Esa obsesión por limpiar sus zapatos, por ejemplo. De limpiar, incluso, las suelas de los zapatos. A golpe de paño y constancia dejaba el camino cada día, subía al tren “lechero” que lo llevaba a la ciudad y, una vez en ella, comenzaba a transitar hacia ese futuro que habría de conocer yo, muchos años después (él, gracias al dinero de un tío solterón que fue su ángel de la guarda). Supongo que en el brillo de sus zapatos reflejara su futuro: un porvenir próspero derivado de una vida dedicada al empeño de superación y al trabajo. Mis abuelos confiaban que sus hijos (mi tía también estudió en la Normal) sacarían a la familia de la pobreza de aquellos años 50, y probablemente murieron con la certeza de que todo pasado seguramente habría sido mejor que ese presente en el que la comida era normada por la libreta de abastecimiento.
Otra obsesión de mi padre: economizar el espacio de los cuadernos o agendas, de la pizarra. Sus alumnos lo habrán visto desarrollar todo un problema matemático en el rectángulo verde, sin que haya tenido que borrar para dar espacio a nuevas soluciones. Todo estaba allí, escrito con minúsculos números. Al bajarse del tren, mi padre se limpiaba los zapatos y recogía el largo billete con los nombres de los pueblos del trayecto (Taco−taco, Las Martinas, Sábalo…). Aprovechaba el dorso en blanco para escribir las clases del día. Su pobreza lo hizo tenaz, y la tenacidad despertó un sentido de la resistencia que aún hoy le hace levantarse a las 5 de la mañana para limpiar sus zapatos y correr a escribir toda su clase en la pizarra.
Seguramente por estas mismas dotes de dividir el minúsculo papel en notas y signos escritos con la limpieza impecable de la necesidad −borrar en un billete de tren seguramente era imposible−, quiso estudiar Arquitectura y otra vez, gracias al tío, matriculó en la Universidad de Santiago de Cuba, hasta que debió dejar los estudios transitoriamente, en cuarto año, y regresar a su pueblo para trabajar en lo que apareciese para ayudar a su familia.
Poco tiempo después sería requerido como profesor de matemáticas en una escuela elemental recién instalada en los primeros años de la Revolución. Alguna vez me contó que en esos primeros años repartieron un par de zapatos por CDR y hubo una reunión para decidir quién sería el afortunado: el maestro de la escuela fue el elegido. Otra vez le activaron la obsesión de salvaguardar su futuro −ahora las conquistas de la revolución−, a base de trapo y betún. (Cierro los ojos y veo a mi padre, en la mañana del domingo, limpiando varios pares de zapatos de sus cinco “hijos”, para que fueran relucientes a la escuela. Cierro los ojos y lo recuerdo enseñándome, hace tan solo un año, unas sandalias deshechas con las que andaba por todo el mugriento barrio de Marianao, mientras me decía: “ya ni las limpio, no vale la pena”).
En aquella escuelita de primaria conoció a mi madre, recién graduada de la Normal. La jovencísima maestra de ciudad, nunca despegada de la casa paterna, llegó a Guane con el temblor de la inexperiencia: allí se topó con mi padre, que en medio de una clase la sedujo al mostrarle cómo trazar una circunferencia perfecta a mano alzada.
En los 60, mi familia paterna quiso abandonar el país, pero ya mi padre andaba ennoviado y se negó a exiliarse sin que mi madre lo acompañara. Desde entonces, en sus registros, aparecía aquella tentativa de traición que habría de frustrarle cualquier ascenso, premio o condecoración relacionados con una vida entregada al magisterio. Ningún coche, ningún viaje, ninguna medalla, ninguna condición de “vanguardia”. Mi padre se retiró de Educación sin que, ni siquiera, le dieran una bicicleta “Forever” que por los 90 daban hasta por reírle las gracias al dirigente de turno.
Durante mi etapa en la FEEM me dieron una bicicleta para que pudiera trasladarme fácilmente de la Vocacional a la “Juventud Provincial” casi a diario. En la universidad, por haber obtenido un premio de literatura en el festival de aficionados de la FEU, me dieron otra bicicleta −o mejor, el derecho a comprar una bicicleta en 90 pesos, que tuvieron que pagar mis padres. En aquella ocasión, elegí una de hombre y se la regalé: volvió a obsesionarse con su cuidado y limpieza, como antes lo hiciera con el calzado. La bici era el nuevo futuro; le permitiría moverse por toda la ciudad para dar sus clases particulares -ilegales, pero cada vez más imprescindibles dada la mala calidad de la educación pública. En diferentes casas seleccionadas por su amplitud, se reunían unos cuantos adolescentes que abonaban y agradecían, con verdadero cariño, el aprendizaje. Con aquellas clases alternativas mi padre llegaba a sentirse verdaderamente retribuído y no sólo monetariamente: se dejaba el pellejo en las explicaciones y después me mostraba con orgullo cuántos de aquellos chicos habían ingresado en la Universidad.
Gracias a aquel empleo ilícito sobrevivimos en los noventa hasta la actualidad −además de vender refrescos y empanadas en una feria durante el período más negro de los 90'−, y yo pude tener algún dinero para subsistir en La Habana mientras estudiaba.
Ahora, en una lista ordenada alfabéticamente, se anuncian aquellos oficios que podrán ser ejercidos de manera autónoma, pagando el impuesto reglamentario. El “cuentapropismo” podrá ampliar sus filas −de hecho, las ampliará ante el despido de medio millón de trabajadores−. Después de unas cuantas enumeraciones de “Reparador” (de artículos de cuero, bastidores de cama, de bicicletas, de bisutería, cocinas, colchones, equipos mecánicos, eléctricos y electrónicos, de máquinas de coser y equipos de oficina, de espejuelos, paraguas y sombrillas, de monturas y arreos, de fosforeras y enseres menores…), aparece en el número 126 el de “Repasador” (o sea, maestro particular), seguido de “Restauradores de juguetes y obras de arte”.
Mi padre podrá oficializar su oficio de reparador de los desastres educativos acaecidos en la Isla en las últimas décadas, como el resto de los cuentapropistas que apuntalan la vida diaria con remiendos y zurcidos. Sin embargo, teme más ahora la vigilancia y la tajada excesiva del gravamen estatal que antes la subrepticia ilegalidad. De todas formas, ya está muy viejo para andar en bicicleta por toda la ciudad y se ha ido convenciendo de que cuando los zapatos viejos se estropean y no admiten más suelas de repuesto, o sencillamente, pesan demasiado para sus cansados pies, sus hijos podrán enviarle los sustitutos necesarios, para que siga lustrándolos con placer y viendo cómo el futuro se refleja en ellos.