domingo, 17 de octubre de 2010
[23] Viaje sin fotos
El primero de mayo de 1993 cien cubanos maquillados con la ansiedad subían las escaleras mecánicas del aeropuerto internacional “José Martí” de La Habana, muchos por primera vez. Por primera vez unas escaleras mecánicas, un aeropuerto, un avión, y algunos, quizás, por última.
Yo sería una de aquellas cien piezas que volaría con destino a Francia dentro de una delegación diversa, con nombres conocidos de la cultura y la política cubanas; con unos 25 segurosos, y con gente de muy diverso origen: un machetero sobrecumplidor que le costaba entender qué hacía en la ciudad de la luz -y que en unos de los paseos nos enseñó, orgulloso, un retrato que se había hecho con el mismísimo Michael Jackson, y que cuando le explicamos que se trataba de un imitador casi regresa a matar al individuo-, estudiantes de varias universidades del país, obreros, "gente simple", muchos que sencillamente hacían el nada heroico papel de cumplir con su trabajo y que por eso eran premiados, y otros que estaban 100 % comprometidos, no sólo con la Revolución, sino con la "lucha": la que aseguraba la posibilidad casi milagrosa de vivir en Cuba y poder viajar.
Yo estaba en el grupo porque, como saben los que me leen, era -para decirlo en buen cubano-, una "comecandela". Con el viaje premiaban todo mi desempeño pioneril de muñequita ventrílocua que, por suerte, tal parece que había sido programada con fecha de caducidad cercana: ya empezaba a estar "fuera de revolución" (o sea, ya se me empezaba a oír mal, lenta y ruidosamente) y una vez en la Universidad no se me oiría más.
Mi hermano fue a despedirme al aeropuerto y ya debíamos embarcar, aunque yo no me atrevía a despegarme; y venga otro abrazo, y venga una última pregunta, y todo porque le tenía un miedo atroz a aquellas escaleras con vida propia que no paraban de moverse tras mis espaldas y que presentía que me comerían los pies, y que poco a poco devorarían todo el cuerpo como un alien mecánico. Hasta que tuve que girar y mirar al monstruo de frente y ascender, trastabillante y aterrada.
Ascender, creo que esa es la palabra que podría definir mi viaje a París con 17 años -aunque tenga una reminiscencia positivista que asusta. Sé que "ascendí" sencillamente porque, a mi regreso, descendí violentamente: creo haber sentido este descenso psicológico casi de manera física. Me caí en un abismo, en una abulia de la que tardaría en recuperarme. Desde el aeropuerto hasta mi casa, en Pinar del Río, transité por una oscurísima y desolada autopista en una "guagua" de lata a punto de desarmarse, y aquella oscuridad de montes sin pueblos y de pueblos sin luces me heló los ideales junto al frío de la madrugada. Tal fue mi desencanto con esa Cuba oscura a la que retornaba que intenté no regresar al preuniversitario con la excusa de que necesitaba redoblar los estudios, dada la cercanía de las pruebas de ingreso a la Universidad.
Esperaban que hiciera públicas mis experiencias en un Matutino General y me negué rotundamente. ¿Qué decir que fuese políticamente adecuado y que, a la vez, no traicionara mis recuerdos? ¿Con qué palabras contar que, mientras mis colegas comían sopa de arroz, yo me tomaba un café en "Deux Magots" soñando con Verlaine y Rimbaud? Hay experiencias que no tienen equivalencias o traducciones, sobre todo porque aquello se salía del discurso memorizado, de todo esquema mental. Era la experiencia de haber vivido, por primera vez, una fractura con lo cotidiano. Tampoco hablé del viaje en mi aula de Letras. Pocos supieron, mientras veíamos en las diapositivas "La Libertad guiando al pueblo" de Delacroix, que yo había estado clavada frente al cuadro como hipnotizada, tratando de entender el valor de la muerte y de la bandera en una mano de mujer.
Viajé con la certeza de que el 'afuera’ sería ese mundo hostil de motines y policías represores, o poblado de seres que debían vivir con la perenne culpa del Conquistador. Los europeos debían ser unos vampiros que se relamían las bocas después de chupar la sangre de esas “venas abiertas de América Latina” -salvo los que nos invitaban a Francia, claro- y que me podrían morder y ya para siempre convertir a su religión de gula y despilfarro (estas plagas estaban muy bien controladas en Cuba gracias a la miseria cotidiana). Iba preparada para ver las dos orillas del Capitalismo: la riqueza extrema y la pobreza extrema. El príncipe y el mendigo.
A mi regreso, mis amigos más cercanos querían saber si había visto muchos pobres en la calle pidiendo limosnas; nadie preguntaba por la Venus de Milo auténtica y mucho menos por las gárgolas de Notre Dame: aquello era un adorno superfluo del viaje que podía leerse en cualquier manual turístico. Cuando les decía que había visto algunos indigentes, pero más bien pocos, zanjaban su descolocación con un “te enseñaron lo que les convenía”. Esto era en 1993. Ahora los niveles de indigencia en Europa han aumentado considerablemente. Y en Cuba ya casi nadie preguntaría esto; más bien intentarían comprender la insensatez de mi regreso. El otro tema predilecto giraba sobre la comida: qué, cuánto, cómo. Más que las texturas, interesaban las cantidades.
La gigante maleta sin ruedas −y con remiendos hogareños− iba vacía de ropas (con la esperanza de que regresara llena), pero en sus espacios libres estaba muy bien acomodada la ansiedad que me generaba el viaje. En un pequeño manual escrito en mi memoria tenía algunas reglas paranoicas que justificaban mi espanto:
1. No hablar con intrusos −cualquiera que se me acercara para entablar un diálogo podía clasificar en esta categoría. El ‘intruso’ podía pertenecer a una mafia de prostitución, y de repente, me vería exhibiendo mi delgado cuerpo en un miserable burdel de Bangkok. (A esa conclusión llegué cuando comprobé que mi mercadería no sería apetecible en Pigalle: aunque se viva en una isla no hay que tener delirios de grandeza)
2. Agarrar las maletas como si fuese un pulpo. La tira del bolso me la enrollaba en la mano, habiéndole dado antes una vuelta en el cuello, de tal manera que si intentaban arrancarme el bolso, o me ahorcaban o me llevaban con él. Por las calles de París, parecía una hiedra enrollada a mis pertenencias.
3. No dejar nunca el dinero en el hotel, donde habría mucamas que lo registraban todo. Salir con él a cuestas pero nunca guardado en un solo lugar, sino disperso por varios sitios del cuerpo: por las piernas −me lo ponía dentro de las medias y bajo la plantilla de los zapatos− y en la ropa interior (y ¡ojo!, no dentro del sostén como las abuelas porque si me ponía un jersey de cuello alto, a la hora de pagar tendría que desnudarme y, más allá del espectáculo, podría pescar un resfriado). Durante todo el viaje fui una alcancía viviente, sin IVA ni tasas de interés.
4. No separarme del grupo. El grupo debía ser la prolongación de mi cuerpo. De hecho, subir las escaleras mecánicas del aeropuerto fue el último acto de soledad que hice; a partir de ahí dejé de ser una entidad para integrarme a la manada bulliciosa que ratificaba, a golpe de aullido, su identidad “cubana”. Como unos búfalos que pastan inofensivos pero que se vuelven temibles a la desbandada, cuando transitábamos por las calles de París arrastrábamos a los transeúntes con el sonido ensordecedor de nuestra algarabía. Y los franceses se molestaban, estallaban de la ira...
5. No ir a los baños de los sitios que visitáramos -y mucho menos al del aeropuerto francés, sobre todo en el regreso−, porque una mano salida de no se sabe dónde, clausuraría la puerta y me quedaría para siempre perdida en Francia. (Los enemigos de la patria dirían después que me había quedado por voluntad propia, y que dentro del grupo de comunistas había una joven desertora).
Las reglas ideológicas estaban almacenadas en otro lado de mi cerebro y trataba de no mezclarlas con éstas que eran de pura sobrevivencia, porque si no, podía enloquecer y pensar que en vez de un ladrón vulgar, quien me robaría la maleta podía ser un agente de la CIA.
Para estas reglas hubo su tiempo de aprendizaje.
Unas semanas antes nos quedamos en un hotel de La Habana −también era la primera vez que pisaba un Hotel diseñado exclusivamente para turistas, con piscinas y karaoke y jineteras sentadas en las piernas de gordos italianos; la próxima vez sería cuando mi luna de miel−. Debo decir que fui feliz en aquellos días de vacaciones semilujosas que no llegaban a tener la extrañeza radical de Francia. Allí comíamos en un buffet libre y pude paladear un bistec sin la mala conciencia de estárselo quitando a mi abuela −el plato suculento de aquellos años eran las hamburguesas de “ave” −de averigua.
Allí nos dieron las instrucciones políticas mientras íbamos consolidando nuestra pertenencia a la manada. Durante este tiempo nos llevaron a algunas fábricas en activo (sólo recuerdo a Antillana de Acero), a Expocuba −donde nos dieron infinitas explicaciones en torno a los logros de la productividad cubana−, y al Hospital Hermanos Ameijeiras. Y por las tardes nos aleccionaban en un aula improvisada: qué decir, qué responder si alguien nos “provocaba” en los variados encuentros que tendríamos. Nos explicaron con letra de molde cómo era el proceso electoral cubano − un año antes, en 1992 se había modificado la Ley Electoral y en el 93 andábamos con esa siquitrilla de votar todos por todos. Anotábamos cifras, logros, victorias, y reveses, también convertidos en victorias, todo para disparárselo al enemigo que nos agrediera. (Y en efecto, los “provocadores” no tardaron en aparecer, pero esto lo narraré en otra ocasión. Ahora ando por los preliminares.)
Antes de que nos reuniésemos en el Hotel Panamericano, tuvimos una cita en La Habana para proveernos de la pacotilla necesaria para viajar. En una tienda que almacenaba artículos de muy diverso origen, casi todos "decomisados" en el aeropuerto habanero, nos daban a elegir una de cada cosa que hubiese allí: un pantalón, una falda, un vestido, un par de zapatos -me tocaron unos tenis reebok que me acompañaron por muuuuuchos años-, un juego de ropa interior, un, un, un. Hasta bisutería: pedí un hermoso brazalete de alpaca y nácar que aún conservo, e imagino el dolor de la persona que lo traería como regalo y que le fuera quitado a su entrada en Cuba, quién sabe por qué razones. También me "dieron" una redonda y rosada caja de talco Dior -no podía explicarme cómo no había sido robada, quizás porque el talco no "resolviera" mucho o porque no se sabía demasiado de marcas en aquel momento- y un perfume, un jabón, un pote de champú, un, un, un.
Gracias a esta "compra" de artículos usurpados, cuando camináramos por las calles francesas nadie descubriría que, en realidad, dentro del grupo había una estudiante matancera que, según nos dijeron en las presentaciones oficiales, se había enrolado en las BET (Brigadas Estudiantiles de Trabajo) a pesar de no tener zapatos para trabajar en el campo. Y sin zapatos trabajó y por eso la premiaban con la ciudad de los famosos zapatos de Christian Louboutin...
De ese, mi primer viaje fuera de la Isla, no tengo ni una sola foto que mostrar. Me negué a llevar al país de la luz la cámara rusa de mi padre que pesaba una tonelada. Pero tengo recuerdos emocionales, reminiscencias de sabores y olores que, de todas formas, no hubiera podido retratar.
Continuará