No sé si estos trenes seguirán ahí, oxidándose en una especie de basurero improvisado a la entrada del Barrio Chino de la Habana. La foto la hice en el 2009.

domingo, 24 de octubre de 2010

[24] Viaje sin fotos (2)



Como ya conté en otra ocasión, antes de partir a Francia y con la ingenuidad pretenciosa de una adolescente insular de apellido extraño, mi boca se abrió para decir que quién sabe, a lo mejor podría encontrar mis raíces francesas,y en ese instante se llenó de insectos que construyeron su nido dentro de mi cuerpo (¡y mira que siempre me habían dicho que “en boca cerrada no entraban moscas”!). Quienes me oyeron, seguramente “segurosos” −o sea, miembros de la seguridad del estado−, interpretaron que en aquellas raíces foráneas que pretendía buscar me quedaría a vivir, como el jinete sin cabeza, y no regresaría más a la isla, a mis raíces de ceiba o de algarrobo llenas de ofrendas a los orishas. Yo, que sin dudas pasaba por una “chica del montón”, fui el objeto del deseo -más bien "carne trémula"- de aquellos moscones que me circundaban, ofreciéndome sus amores pegajosos y sus bondadosas ayudas −me cargaban las maletas o me esperaban pacientemente cada vez que me detenía, despistada y curiosa, en las pequeñas tiendecitas de minucias y souvenirs. No importaba que uno tuviese la edad de mi padre para tales proposiciones, u otro la impaciencia de un dóberman a flor de piel. Estaban en todas partes, disfrutando de su ubicuidad y facilidad para pasarse el bastón −que era yo− cada vez que uno se aburría o era despachado de mi lado con una grosería. Las mujeres -que eran minoría- cubrían los momentos de intimidad femeninos: si iba al baño me acompañaba alguna, tan buena y maternal, como para no cuidar mi puerta; otra me diría que el vestido me quedaba pintado −asomada al probador de un gran comercio. ¡Eran 25 caras que veía hasta en la sopa!

El colmo de toda aquella persecución fue el día en que me reuniría con la familia francesa que nos acogería. ¡Todo un día con una familia de raíces exóticas: “ma mère”! Con cartel en mano, esperaba ansiosa a que los franceses me contactaran, y juro que fui feliz en el instante en que divisé mi nombre en un cartel ajeno y pensé que, por fin, me iría a respirar sola sin el mosquero que se desplazaba tras mis huellas. Precipitadamente besé a los franceses y me lancé hacia la puerta para escapar, pero a la salida, una urraca dio la alarma.
Vino el jefe de la cuadrilla y habló con el padre de familia: “Hay un chico al que no vendrá a recoger nadie y, pobrecito, blablablablabla, ¿se podría ir con ustedes?”. Miré con una rabia de animal poseído al jefe −el viejo verde que unos días antes me había intentado seducir falsamente− y al joven con cara de carnero degollado casi a punto de llorar por no tener familia exprés, y monté un numerito de chiquilla egoísta ante los ojos atónitos de los franceses, para quienes era incomprensible tanta insolidaridad con el prójimo (muy lejana de cualquier manual del perfecto comunista). Dije casi gritando que por qué se tenía que ir precisamente con nosotros, que se fuera con otras personas y que ya estaba hartaaaaa del convoy -hablaba en "clave": sólo él y yo sabíamos de qué se trataba.
Al final, la familia francesa adoptó al huerfanito del tercer mundo y lo tuve toda la noche a mi lado como ese hermano antipático que te va halando las "motonetas" mientras caminas.
A causa de su presencia, los franceses tuvieron que cambiar sus planes, y en vez de llevarme a su casa a cenar y darme los regalos que me tenían preparados −bolsas de ropa usada que seguramente donarían a Cáritas−, terminamos en un restaurante griego comiendo creps. Según me explicaron, no me darían la ropa porque era de mujer y no iban a venir ellos, capitalistas inconscientes, a romper la idealidad del igualitarismo cubano. Si no había trapos para el hermanito, tampoco para mí. No los volví a ver, porque esa noche se canceló toda posibilidad de empatía.

Así que, mientras el resto de mis compañeras llenaron sus maletas de regalos −muchos solicitados directamente: artículos de aseo en peligro de extinción o medicinas de nombres desconocidos−, con los que la izquierda francesa intentaba soñar que otro mundo era posible -reposando su cabeza en almohadas de viscolátex-, yo tuve que conformarme con traer mi maleta prácticamente vacía.

Esa tarde noche puse en orden algunas cosas: dada mi irritación, disfruté diciéndole a aquella familia "comunista" que fabulaba con la impoluta perfección de mi sistema social, que el pueblo de Cuba era INFELIZ y que prácticamente nadie se creía YA el cuento de la “buena pipa”; que la gente tenía hambre y que era más fácil ser comunista vestido de traje y con un mercedes recorriendo las calles parisinas que comiéndose una hamburguesa tras tres tristes horas de colas al sol. Eso lo decía, claro y alto, para que el seguroso me oyera. El chico aprovechó un momento de soledad y para mi asombro me dijo, con un profundo abatimiento, que aunque aquello fuera verdad yo no debería decir eso. En realidad me estaba suplicando que no desbaratara sin conmiseración sus murallas de arena (dentro de las que vivía y con las que trabajaba) y esa angustia de animal acorralado me traspasó.

Y así tuve amigos a la fuerza, es decir, forzada y forzosamente −ya lo dijo Maquiavelo, si no puedes matar a tu enemigo, hazte amigo suyo. Como ya conté, me puse al tanto de este complot -y que temía fuera fruto de un delirio paranoico que habría que tratar llegando a la isla-, porque “el último de los mohicanos”, un joven “estudiante de derecho” de ojos azules hacia el que sentí real empatía, desenredó todos los cables con los que me habían estado atando y me mostró cada uno de los individuos que había "coincidido" conmigo en cada ocasión (¡mira que la Seguridad se inventa misiones de bajo costo para tener “contenido de trabajo”!). Aunque no llegó a confiar en mí como para “bajar la guardia”, al menos a su lado me sentía más a gusto, digamos que empecé a disfrutar de una cierta ilusión de libertad.

Durante el viaje visitamos una fábrica de ensamblaje de televisores Philips en las afueras de París. Fuimos recibidos por dirigentes sindicales pro−fidelistas (que nos hablaban de esa Cuba de ficción, apuntalada con sus propias frustraciones trostkistas, en la que no vivíamos nosotros- que nos explicaron las permanentes gestiones que hacían por mejorar las condiciones laborales −entre ellas, la creación de una preciosa guardería− y lograr igualdad de salarios para todos los trabajadores. Aquello seguramente nos sonaba a marciano: nuestros sindicatos sólo justificaban su existencia recogiendo la mensualidad de las MTT (Milicias de Tropas Territoriales) o debatiendo en Asambleas Generales los discursos de Fidel y, después del 94', obligando a los trabajadores a formar parte de las Brigadas de Respuesta Rápida. (Brigadas para dar palo y gritar groserías si a alguien se le ocurría lanzarse a la calle a protestar) Así que, seguramente, nos compadecimos de los pobres obreros capitalistas, todo el tiempo en pie de guerra.

Comimos esa tarde en el “comedor de los trabajadores”, algo que pensábamos sería el sitio donde se hacinaba la masa obrera −los sótanos de Metrópolis−, pero que ante nuestros ojos resultó ser como el restaurante de un hotel de primera, con aquel self service que podía ser la representación más apabullante de la libertad: poder escoger, autoservirse sin que nadie restringiera las medidas con cara de nazi era como la conquista del libre albedrío. La libertad guiando al pueblo había soltado la bandera y cogido una bandeja que llenaba y llenaba con todo tipo de alimentos que a la larga no podría comerse, y mucho menos guardar en una “jabita”.
¿Alguien puede imaginarse lo delirante que sería oír frases como: “¿y esto será lo que comen todos los días, o nos estarían esperando con un menú preparado para la ocasión?". Evidentemente nuestra precariedad cotidiana era tan grande que estábamos deslumbrados ante aquellos "lujos", que para los trabajadores no eran ni más ni menos que "condiciones de trabajo" logradas a fuerza de productividad, exigencias e incluso, huelgas. Estado de bienestar, con servicios públicos eficientes -como el acceso a la salud del que tanto presumíamos los isleños-. Un médico camagüeyano de la delegación me dijo al oído: “preferiría ser cola de ratón en Francia que cabeza de león en Cuba" y sostuvimos una larga conversación sobre sus condiciones de trabajo en el Hospital Provincial.

Para gran parte del grupo, el mundo era una pantalla de televisor Krim (artefacto ruso ensamblado en la isla) con dos canales regulados por el estado: en uno se nos decía que “había que votar por todos” y en otro se nos entretenía con béisbol. Un mes después de nuestro viaje, el 26 de julio de 1993, se anunciaría la despenalización del dólar en la isla y comenzaría a canjearse la moneda a exorbitantes precios: desde 1 x 63 hasta 1x 120. Las tiendas empezarían a vender sus exiguas mercaderías “chinas” que nos parecían artículos de primera, y algunos años después llegarían los tv Philips a sus estantes para los pocos afortunados que pudieran comprarlos.

(Recientemente supe que la empresa holandesa Philips había anunciado el cierre de aquella costosa planta que yo había visitado, amparada en la justificación de la crisis. En realidad pretendían radicalizar las políticas neoliberales ya puestas en vigor desde finales de los '90 y que habían provocado oleadas de despidos masivos. Ante esta nueva medida, los pocos trabajadores que quedaban en la plantilla “tomaron” la fábrica por 10 días y al final lograron conservar sus empleos.
En las pantallas de los televisores Philips de Cuba difícilmente esta noticia haya sido reflejada −y entendida− en toda su complejidad (más allá de una masa gritando y unos polícías dando palos), y mucho menos ahora que tantos trabajadores se irán a la calle sin que ningún sindicato ni huelga pueda frenar los despidos o negociar las indemnizaciones. Y esto en Cuba, que se ubicaba en las antípodas del neoliberalismo!. Los obreros de la fábrica de Dreux exhibían un cartel que decía: “¡Gagner contre les patrons c'est possible!”; los cubanos, en cambio, ya empiezan a hacer las asambleas para ver quién se queda y quién no, declarando de antemano perdida la batalla contra el único patrón posible: el Estado.

Al final de aquellas visitas a las fábricas o a otros sitios como la Universidad, nos reuníamos con europeos sedientos de "testimonios" de la Cuba real. En París VIII un estudiante de Hispánicas me preguntó si en Cuba había una dictadura. Fue la primera vez que alguien me lanzaba la palabra en la cara y me quedé sin aire. El “estudiante de Derecho” −el agente de la seguridad que me acompañaba−, respondió por mí: “Sí, en Cuba hay una Dictadura. Y se quedó unos segundos en silencio para rematar: "la Dictadura del Proletariado”. En el intervalo entre una oración y otra casi muero de asfixia. Alguien del grupo tiró a choteo el debate concluyendo: “en Cuba no hay una dicta−dura, chico, lo que hay es una dicta−blanda” (no recuerdo si a los franceses les pareció simpático esto). A la salida, alguien se atrevió a bromear con la que respondió: en realidad tú quisiste decir que lo que tenemos es una "dieta blanda", ¿no?.

Otro universitario nos preguntó que si la gente tenía “coches”; seguramente estaba informado de la proverbial falta de gasóleo de entonces. Esta vez respondió una dirigente de la Juventud Nacional. Dijo con sosegada seguridad que sí, ¡que claro que había coches!. Casi todos los cubanos tenían un “forever” parqueado frente a sus casas. Sólo nosotros entendimos el chiste: "forever” era la marca de las bicicletas chinas vendidas en Cuba.
Como en "La vida es bella" hay cosas que sólo pueden ser explicadas y sobre-vividas con infinitas cuotas de humor.