domingo, 21 de noviembre de 2010
[27] Diciembre, 1994.
En ese año empezó a circular algo llamado “chavito”: unos papeles de colores que casi nunca había tenido en mis manos. Las colas en los kioscos de cambio eran interminables y solo había unos pocos dispersos por la geografía de la isla. En diciembre la venta de cigarros “por la libre” se había paralizado y los fumadores estaban desesperados: una cajetilla llegó a costar entonces 40 pesos. Vendí las que recibíamos en casa, por la bodega, con increíble éxito: el pudor fue cediendo ante el apremio, y sin detenerme a valorar lo que hacía, me embolsillé la necesidad ajena.
Una tarde, decidí no ir a clases y aventurarme más allá de los límites habaneros conocidos, para canjear por “chavitos” aquellos pesos que tenía ahorrados. Mi madre había multiplicado mi dinero para que, con el cambio, comprara algunos regalos de navidad: baratijas, refulgentes obsequios que tenían un aire de premio inalcanzable, y por ello mismo, los ansiábamos. Su brillo recién se estrenaba en las tiendas y como insectos enceguecidos, íbamos a menudo a morir en ellos, incluso, sin dinero: acudíamos solo a contemplarlos, como a los museos.
Mis padres llevaban días emocionados con el festejo de las navidades. La navidad siempre se había celebrado disimuladamente en mi casa desde que yo tenía memoria; solo que no bajo ese nombre: mi abuelo cumplía años el 22 de diciembre y desde mucho antes de que se suspendieran las navidades en la isla, convocaba a la familia por esos días en torno a las empanadas de carne y guayaba y a la preciosa vajilla de matrimonio, que la abuela trataba de mantener intacta a pesar de los chiquillos correteando por todos lados. El cumpleaños fue el pretexto perfecto para fundir una celebración con otra, enmascarar los festejos −como harían los esclavos en la colonia con sus fiestas religiosas, escondidas tras el calendario cristiano. Pero ahora, en los 90 era diferente: ya se podía celebrar a cara descubierta. Habíamos llenado la casa de colas de gato, y mi madre, envuelta en un entusiasmo infantil, proyectaba bromas, regalos, platos suculentos… Mis suegros vendrían esa noche, y a la emoción de la fiesta, sumábamos la comunión de las familias…
(En realidad mis padres trataban de alejar su desolación. Ese año habían tenido que añadir, a su oficio de maestros, el de vendedores en un mercado de la provincia donde ofertaban unos pudines que elaboraban en las noches junto con otras menudencias. Me ofrecieron sus ahorros para agasajar a los invitados: yo debía cambiar, entonces, los pesos por papelitos y los papelitos por los objetos made in China.)
Averigüé los ómnibus que me llevarían a Centro Habana, y al salir mis compañeras de cuarto me pidieron que les cambiara a ellas también. Sin pensármelo dos veces, accedí: llevaba conmigo nada más y nada menos que 2400 pesos −el cambio estaba a 80 x 1, o sea, que compraría 30 chavitos, de los cuales 10 eran de mi madre, 6 míos y los 14 restantes, de mis compañeras. ¡Iba con las cuentas muy claras y con el dinero contado y recontado! 2400 pesos era mucho dinero y a la vez era nada: unas 60 cajas de cigarros…
(Foto de OLPL)
Al llegar al kiosco había todo un pueblo para cambiar. La cola se extendía a varias manzanas a la redonda y en la entrada, un núcleo ameboide franqueaba el paso y hacía imposible el avance ordenado. Un mulato achinado −y de quien podría haber hecho un perfecto retrato robot- me sugiere, por lo bajo, que él me puede cambiar, pero apúrate, cuánto quieres, dame ya el dinero que ahí viene la policía, toma tus 3 papelitos de colores…: mi bulto de 2400 pesos pasó a su mano y tres billetes enrollados me fueron entregados. (Recuerdo que le pedí que lo contara y me dijo que no, que qué va, que ahí no lo podía contar: “yo confío en ti”, añadió.)
Con la confianza de quien se sabe más lista que nadie −¡me quité de encima una gran cola!- me fui a la tienda más cercana tras los regalos navideños. Al llegar a pagar, la bellísima cajera con ese maquillaje perfecto que solo las cajeras entre otras pocas mujeres de la Isla podían permitírselo, me congeló con sus ojos: “Estos billetes son falsos. O te vas calladita como si no pasara nada −¡y no armes espectáculo, niña, que se van a dar cuenta los de la seguridad!-; o tengo que llamar a la policía y te enredarías, te meterían presa, imagínate, te acusarían a ti de compra ilegal y a lo mejor hasta de falsificación… Tú decides...” (Evidentemente la cajera estaba compinchada con los estafadores: quizás se maquillaba todos los días gracias a la credulidad de los burlados: mi dolor era un impasible make up en su rostro…).
Y me fui calladita, por supuesto. Al doblar la esquina me doblé en dos y vomité mi ingenuidad: tenía una resaca pegajosa, un mareo de vientre grávido que, de repente, se vacía, y aborta en plena calle, a la luz del día. La estafa duele tanto como una violación. Es una violación que te rompe sin dejar huellas corpóreas: ¿dónde la contusión, la fractura?; ¿a quién mostrar la marca inexistente que como un sello de agua se estampaba cuerpo adentro?
(Foto de OLPL)
Luego aprendería a sobrevellar el timo diario, el timo de pacotilla casi imperceptible con el que se tropezaba a cada paso -de balanzas desbalanceadas, de productos adulterados-; pero aquel era un sablazo mayor para el que nadie está inmunizado.
Decidí caminar y caminar y caminar…
Salí al malecón y fui andando desde la Habana Vieja hasta el Instituto Superior de Arte (donde vivía mi pareja en aquel momento). Llegué mojada y ajada −una lluvia pertinaz me intercedió en el camino: mi imagen asustaba. No tenía dónde refugiarme y solo necesitaba un abrazo. ¿Cómo reponer el dinero?, o ¿cómo decirle a mis padres que seguía detenida en ese estado de inmadurez que ellos ya creían superado?, ¿cómo convencer a mis amigas, sin que la duda se posara en sus ojos, de que había sido tan infantilmente estafada?
Tenía sólo tres “chavitos” en mis manos: los 30 en realidad eran tres billetes de a 1 que les habían pegado un cero mal recortado (en un principio quise tirarlos; me contaminaban, pero solo esa doble humillación que nos obliga a controlar el orgullo ante la obvia necesidad, me hizo conservarlos). Mi novio me ofreció todos sus ahorros: 2 chavitos que tenía guardados para ese fin de semana; sin un centavo, tuvo que regresar a la provincia, mientras yo me quedaba sola, hidrocefálica: la idea de reponer la falta estallaba en mi cabeza como las olas del mar en el muro; estaba obsesionada. Debía reunir 24 más para completar la deuda y para borrar aquel episodio, como si nunca hubiese ocurrido: ¡pero 24 “chavitos” eran 1920 pesos!, ¿de dónde los iba a sacar?
Ese fin de semana recorrí toda la feria artesanal que ocupaba la calle G pidiendo trabajo. Casi llegando a Línea, un joven de pelo largo y rizado me “contrató” solo por ese fin de semana, después que le conté, llorosa, lo ocurrido: creo que se lo contaba a todo el mundo con el impudor que da la desesperación: iba de puesto en puesto con esa vocecilla moribunda que tienen los mendicantes. En su mesa exponía sandalias de cuero y por cada par que lograra vender ganaría 1 chavito. Estuve desde las 10 de la mañana hasta las 8 de la tarde bajo un sol que disecaba −mi propia piel olía a cuero− y sin comer nada. A ratos, me tiraba en la hierba, exhausta. Pero me sostenía la excitación, casi felicidad, de lograr saldar la deuda.
Solo vendí dos pares de sandalias; la euforia se fue tornando desesperanza. Volví el domingo, casi sin fuerzas −me pidió que madrugase para ayudarle a montar el tinglado. El día se extendió oblongo como una lengua de perro sedienta… A cada hora hacía cálculos, se acercaba el retorno de mis amigas de sus provincias. Hacia el final de la tarde vendí dos pares de zapatos más.
El lunes le entregué el dinero recaudado a una de mis compañeras y no le conté lo ocurrido. Me faltaban los seis de la otra muchacha (casi 500 pesos), que llegaría de su provincia en cualquier momento y me pediría cuentas. Podía haberle explicado la verdad, pero una imagen caprichosa me martirizaba: hacerlo era reconocer mi incapacidad para lidiar con el mundo. (Quizás el complejo de "pinareña", del que trataba de desentenderme a toda costa, influía en no querer reconocer que había sido burlada.)
(Foto de OLPL)
Volví a doblarme en dos y a caminar, caminar, caminar (era de noche, y arrastraba los pies por el malecón). En un impulso, y sin dejar que una culpa pegajosa me inmovilizara, me arrimé al costado de la acera y empecé a señalizar con el dedo levantado como pidiendo “botella”. Fue un gesto casi instintivo, sin meditación de por medio... Inmediatamente se me acercó, salida de la nada, una mujer pequeña −como una infante envejecida−, con tacones y falda muy corta y me gritó amenazante: “oye, este pedazo es mío, y además lo controla Él” −y señaló para una sombra blanca que desde la otra acera observaba nuestros movimientos. Miré hacia atrás y vi una larga cola de chiquillas en tacones y faldas cortas, separadas a una prudencial distancia unas de otras; todas dispuestas a defender sus "puestos".
“Y vete ya −agregó−, que con esa ropa y esos zapatos me espantas a los clientes.”
Su violencia hizo que me diera de bruces con el sinsentido de mi empresa: mi cuerpo descarnado, casi concentracionario, y mis ropas elementales −toda yo desprendía una ausencia de sofisticación como un perfume barato: mi belleza era hirsuta, nunca me había depilado las cejas, apenas me maquillaba−; además de mi incapacidad para la seducción impostada y para el amor sin consagración, sin previo pacto de futuro, todo ello hacía que mi empresa fuera, de antemano, un disparate. Esto, sin detenerme en pensar que, por aquella época, consideraba moralmente reprobable la prostitución.
Regresé a la residencia descoyuntada; como en las torturas medievales, mi cuerpo eran dos fragmentos que unos caballos arrastraban por caminos opuestos. Sin ningún milagro a la vista que multiplicara el dinero, tuve que contarle lo ocurrido a mi compañera de cuarto y prometerle que, tan pronto pudiera, se lo devolvería. Por un buen tiempo trabajé, durante los fines de semana, en el puesto de frituras, pudín y refresco de mis padres, hasta reunir la suma faltante (peso a peso, con la cara desvalorizada de Martí, fui restando la deuda). El trabajo de unos pocos fines de semana se volvió empleo permanente por varios años: francamente no lo asumí como una carga; era feliz ayudando a mis padres y garantizando mi cuota de subsistencia). De toda esta historia me quedé sólo con un único sabor agrio: el de no haber hecho el retrato robot de aquel individuo que aún hoy, si afino la memoria, podría recomponer. ¿A cuántas personas más habrá estafado?
Ese fin de año hubo fiesta en casa y regalos al pie del arbolito −aunque no los objetos brillantes y frágiles made in China. Mi madre sacó del fondo de un armario unos adornos de cristal, comprados probablemente en los últimos destellos de las tiendas “de la Amistad” y almacenados para cuando necesitase obsequiar a algún médico… Cuando mi abuela avisó que ya la mesa estaba servida y los platos de la vajilla de su matrimonio nos recibieron con su encanto añejo, tuve la sensación de que no podía ser más completa la estampa familiar.