No sé si estos trenes seguirán ahí, oxidándose en una especie de basurero improvisado a la entrada del Barrio Chino de la Habana. La foto la hice en el 2009.

martes, 21 de septiembre de 2010

[21] Las malanguetas


[Imagen del río Almendares plagado de malanguetas. Foto tomada de http://www.mappinginteractivo.com/plantilla-ante.asp?id_articulo=1621]

(A Alina Quintana, con quien conversé sobre estos suplicios)

Hay una planta acuática en Cuba que es una verdadera plaga para las presas y estanques. Es considerada una maleza de alta velocidad de crecimiento y adaptabilidad al ambiente y, cual si fuera poco, se trata de una especie exótica introducida en la Isla quién sabe porqué razones o para qué fines. Sus raíces van creando una madeja de putrefacción que convierte el caudal de regadío en un fangoso cieno donde apenas pasa la luz y el oxígeno. Poco a poco, van reduciendo la amplitud del estanque y su funcionalidad, van anulando la vitalidad del agua hasta transformarla en un depósito considerable de mosquitos, moscas y otras muchas plagas insulares. A veces, puede verse algún que otro ratón semiahogado sobre la pestilente alfombra.
Nada se puede hacer para detenerla; como las serpientes míticas a las que le brotan dos cabezas al arrancarle una, no se logra nada con podarla: hay que desgajarla de raíz, arrancarla de cuajo. Para ello, hay que sumergirse en el estanque y con el agua a media pierna −e incluso, hasta la cintura−, y hundir la mano hasta dar con el nacimiento de la planta (una vez hecho esto el hedor se despierta y un tufo de descomposición invade la escena). Pero antes, hay que ponerse una vacuna contra la leptospirosis, pues puede haber riesgo de contaminación.
Así sucede en el río Almendares, cubierto en ambas márgenes por la exuberante planta, y en la inmensa presa alrededor de la cual se asienta el Parque Lenin, que se vio amenazado de que sus suministros de agua quedaran paralizados por la voraz enredadera(acabo de leer que en un ambiente contaminado el crecimiento de la malangueta es de un 2.4 veces mayor que en aguas no residuales). Y por cierto, la planta ha servido para comprobar los altos niveles de plomo, cobre, cadmio y zinc en el río Habanero, y catar las dimensiones catastróficas de la contaminación de una de las cuencas hidrográficas más importantes de Cuba (véase aquí).

Tal sucedía (¿o sucede?) en el estanque que abastecía de riego los sembradíos del Preuniversitario donde estudié por tres años.
Cuando se dieron cuenta del poderío de la planta, nos encomendaron la misión de aniquilarla (previa vacunación masiva). Tuvimos que meternos en el estanque sin botas −apenas teníamos por aquella época unos tenicillos con las suelas reblandecidas por el asfalto caliente− y sin guantes. En muchas ocasiones, los profesores, encargados ese día de la brigada, no dejaban entrar a las mujeres a la laguna y nos quedábamos refugiándonos del sol de la tarde bajo los grandes bambúes, espantándonos los mosquitos y viendo cómo nuestros compañeros se sumergían en el agua. Recuerdo que para algunos, aquello era una prueba de virilidad y como tal lo tomaban; para otros, un refrescante entretenimiento. Pero para mis delgados compañeros de grupo −aptos para estudiar las ciencias exactas pero no para aquellos trabajos− podía ser un espanto, un asco.
En otras ocasiones, debíamos hacer una cadena humana, pues las plantas extendían su dominio más allá de las riberas y quien se aventurara a ir más al centro debía tener un vínculo que lo protegiera. Con una mano nos agarrábamos, y con otra, nos pasábamos las plantas arrancadas hasta depositarlas en la orilla, donde las recolectábamos. Porque la utilidad desplazaba el sinsentido de aquella labor y nos daba ánimos: con las plantas secas se harían bolsos, sombreros, canastas, cuerdas, y −me recuerda un amigo− hasta zapatos. También servía para alimentar a los cerdos de la finca, los cuales, dada la escasez hasta de sobras, debieron renunciar a su salcocho de toda la vida. (No recuerdo el sabor de la carne, pero sospecho que no sería el mismo).

Después de la jornada de trabajo, mojados hasta el tuétano −sobre todo mis compañeros varones−, regresábamos en caminata multitudinaria bajo el sol. Cinco kilómetros nos separaban de la escuela a la finca donde trabajábamos; cinco kilómetros que hacíamos a pie, por la carretera hirviendo y con el automatismo de quien sabe que no hay opciones ni soluciones para su cansancio (por suerte, era tanta la escasez de gasolina, que por aquella autopista apenas pasaban autos; de lo contrario seguramente habría habido algún accidente). Con diez kilómetros al día, no había menú que no fuera digerido: daba igual el boniato duro o el huevo verduzco de tanta hervidura, aquello podía saber a gloria.
Alguna que otra vez fui al local donde, una vez secas las malanguetas, se tejían las cestas o las carpetas para libros. El resultado olía mal y cuando pasaba el tiempo adquiría un horrible color parduzco −y si la fibra no estaba bien seca podía podrirse y apestar aún más− pero nos gustaba porque era artesanal y nos redirigía a los orígenes, ya casi cercanos nuevamente ante tanta precariedad (volvíamos a la harina de maíz, al gofio; a los zapatos de yagua y al caballo como medio de transporte…). Recuerdo que un "Día del Educador" le regalaron a mi padre -maestro de gran experiencia y apasionada vocación- una carpeta hecha de aquellas fibras. La utilizó por muchos años -ya casi me avergonzaba de verlo con ella- y todo porque, como nos dijo aquel día, era la primera vez que le regalaban algo "oficialmente" como Educador: ese fue el presente que recibió al término de toda una vida de trabajo.

Desde hace tiempo, los ecologistas advierten de la nueva especie que ha plagado los ríos y estanques cubanos a partir del Período Especial: la voraz y enorme claria, cuya presencia ha desequilibrado los ecosistemas insulares. En una isla en la que, se supone, el pescado debería abundar en la dieta diaria, es increíble que haya que introducir una especie exótica para garantizar el consumo. Dicen que los babalawos están recomendando el pez, por ser de origen africano, para ofrendar a Eshu (Orisha que rige las manifestaciones de lo malévolo). Con los restos no comercializados de las clarias se hace, también, un pienso para los cerdos, cuya carne ignoro si conserva el sabor de antaño.
Los campos, a su vez, están dominados por el marabú, otra maleza incontrolable de origen africano, también usada en la religión afrocubana. La exótica planta llegó a la isla hace dos siglos y su actual expansión es, obviamente, resultado del abandono de los campos y de la ineficacia de estrategias de prevención y fomento agrícola. Sin embargo, aunque el marabú ha convertido en improductivos los fértiles terrenos de la isla, al menos sirve, como la malangueta, para otros fines: con sus semillas se hacen hermosas pulseras y collares que los turistas compran en las ferias de artesanías como recuerdo del primitivismo caribeño. También, dicen, se utilizará para hacer carbón vegetal (Hace algunos meses el Periódico Trabajadores -08/02/10- publicó un artículo consagrando al marabú: el carbón "producido sobre todo a partir de la madera dura del marabú, cruza los mares rumbo a puertos europeos"[...] "tiene mercado seguro en Europa para las cocinas dedicadas a los asados, pues el nivel de temperatura y sabor que aporta no puede ser sustituido por otras innovaciones tecnológicas, como, por ejemplo, el gas"). La filosofía que respalda tales desastres podría ser, quizás, "no hay mal que por bien no venga".
Y aunque podría dejar un margen para la suspicacia del lector, quiero insistir en la ironía de este comercio: mientras en las acampadas y picnics europeos podrán encenderse las cocinas gracias a nuestro marabú, en las cocinas cubanas cada vez hay menos alimentos que cocinar, entre otras cosas, porque un porciento elevado de los terrenos de cultivo están desahuciados por las malas hierbas.

Así, con cestas hechas de malanguetas, abalorios para los turistas, carbón para las barbacoas europeas y ofrendas para los santos yorubas, se va mitigando la pobreza de cada día, mientras las ruinas -otra de las plagas incontrolables- se han apoderado de las ciudades cubanas (en la Habana solo el casco histórico y algunas zonas de negocio y turísticas se han salvado de la plaga que amenza con extenderse). Pero sin agua y sin tierras para cultivar no hay país que sobreviva, y sin algo que derrumbar -como diría Arenas en Leprosorio- tampoco hay progreso. Así que entre ruinas, clarias, marabúes y malanguetas anda el futuro.