No sé si estos trenes seguirán ahí, oxidándose en una especie de basurero improvisado a la entrada del Barrio Chino de la Habana. La foto la hice en el 2009.

domingo, 6 de octubre de 2013

VAGÓN 204

He separado este vagón 204 del resto para no mezclar la historia política con mi historia personal -aún cuando esto es prácticamente imposible. En él he puesto a hablar al Dictador, esa voz mono-ilógica que ha marcado la vida de nos/otros con la recurrencia de lo siniestro...


Descubriendo el agua tibia

En las etapas al campo, en el preuniversitario, en la beca de F y 3ra... en todos esos sitios en que vivíamos de manera obligatoria, era un sueño o un privilegio bañarse con agua caliente. Algún padre hacía aquel artilugio de las laticas de leche condensada para calentar el cubo, pero estaban tan perseguidas (al menos en el IPVCE de Pinar) que era preferible usar el agua fría, helada. En F y 3ra ni siquiera teníamos agua (vivía en el piso 12 y tenía que subir los cubos por la escalera), o bombillos con que alumbrarnos en la sala. En casa, el calentador de agua casero casi electrocuta a mi hermano al quedarse enganchado en el "catao". Desde ese episodio, nunca más osé encender aquella ducha. Ayyy!, ¡así que la revolución energética!!!

En uno de esos tantos discursos dirigidos a los estudiantes en el Aula Magna, Castro habla de la revolución energética que por el 2004 empieza a atormentar su envejecida capacidad de planificación y que, como se lee en este artículo de Diario de Cuba ha sido un descalabro, al cabo de una década.
En un fragmento de aquel discurso en el Aula Magna, Castro dialoga con los estudiantes en busca de, como diría con ironía, "la ciudadana ideal": esa que nunca cocinó con hornilla eléctrica hecha por merolicos, o usó calentadores de agua caseros, o ventiladores hechos con el motor de la Aurika. Esa ciudadana que en el colmo de su corrección no mandaría a "enrollar" ilegalmente el motor del refrigerador si se rompiese...
En otras palabras, la que se podía morir de frío, sed, calor, y hambre, porque precisamente creando artilugios de este tipo es que se podía mejorar un poco la calidad de vida en ese país a espaldas de la tecnología.


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martes, 28 de mayo de 2013

Envasado al vacío



Hace unos meses conversaba con unos amigos portugueses sobre el desagradable sabor del CERELAC, aquel producto que a inicios de los 90' - junto con la “pasta de oca” y el “picadillo de soya”-, contribuyó a paliar nuestra desnutrición. Mientras hablábamos, la anfitriona se escapó a la cocina y trajo de regreso una caja de cereales con el mismo nombre en grandes letras rojas. En portuñol intentó decirme que, al contrario de lo que yo describía, aquel cereal –marca Nestlé- era delicioso. Evidentemente ambos productos tenían el mismo nombre pero no los mismos ingredientes, aunque no supe explicarles en qué consistía LA diferencia. Tampoco encontré las palabras que me permitieran describir el sabor de aquel polvillo arenoso que se cocía diluido en agua. Era la proteína que nos daban en los desayunos de las becas -y en casi todas las casas- y había que tomarla a falta de un vaso de leche o un huevo frito.

Ni tan siquiera recuerdo haber visto algún paquete de Cerelac que declarara su composición, pero si lo hubiese habido, tampoco estábamos acostumbrados a escudriñar los envoltorios para leer ingredientes, conservantes o fechas de caducidad, sobre todo porque casi ningún alimento facturado en Cuba estaba envasado. La leche en polvo se vendía a granel: los afortunados que tenían dieta iban a la bodega con una “jabita” para que se la despacharan. El bodeguero abría el saco, se sumergía en él y sacaba con un jarro "escachado", como si fuera agua de un pozo, el polvo de leche contaminado con más polvo (ambiental) y cualquier otra impureza que ni nos atrevíamos a imaginar. O el puré de tomate que se almacenaba en aquellos tanques oxidados de 55 galones y que envasábamos en pomos plásticos reciclados, vendidos por un anciano semiindigente que los recogía de la basura; o la cerveza a granel, a la que le echaban cubos de jugo de toronja para aumentarla, según decían por entonces. Y ya ni siquiera me refiero a los productos de reventa, esos que podían venir envueltos en papel de periódico o en cajas de zapatos, sino a los oficiales. 

En mi último viaje a la isla compré algunas cajas de jugo que, una vez terminadas, mi madre conservaba para rellenar. Tener aquellos briks de colores en la nevera formaba parte de su fantasía cotidiana que yo no me atrevía a destruir. Así hacía con los potes de helado, con los pomos de cristal que antes habían sido de aceitunas y en los que ahora guardaba ajos pelados o con los geles de ducha, que aunque vacíos ya, seguían ocupando su espacio en la repisa del baño…

En la cómoda, por los siglos de los siglos, unas preciosas cajas de talco heredadas de la abuela (y llenas ahora de botones hasta rebozar), y a su lado, la única de diseño más aceptable que se vendió en los `80: el talco .

Los envases venían a ser como un subproducto capitalista que enmascaraba el producto; un beneficio añadido y prescindible, como la doble moral. (La profesión de diseñador podría ser una de las más obsoletas del Período Especial, e incluso, del Socialismo cubano.) 


El colmo de la venta de productos sin etiquetas podían ser las medicinas, vendidas sin prospectos ni indicaciones claras de los principios activos, excipientes, o fecha de caducidad... En los 90 se vendía cada blíster por separado (si había!) y debíamos deducir su vencimiento intentando leer un número largo impreso en el borde, número que seguramente era el de serie pero que nos empeñábamos en creer que indicaba meses o años según la conveniencia o necesidad.
Nuestro conocimiento sobre medicinas se ceñía básicamente a que el meprobamato relajaba, la trifluoperazina era “la pastillita de la alegría” y la duralgina quitaba la fiebre, sin saber a ciencia cierta qué compuestos químicos y contraindicaciones se escondían tras aquellos nombres. Aún hoy sigue siendo un enigma descubrir los compuestos activos de ciertos medicamentos cubanos, sobre todo cuando mi madre me los reclama con urgencia.
Hace poco me pidió unos paquetes de “duralgina” porque según ella es lo único efectivo contra la fiebre alta. Así me lo recalcó, echando por tierra la posibilidad de que le mandase paracetamol u otro antipirético a la mano en las farmacias españolas. Después de algunas búsquedas en internet descubrí que era el equivalente al Nolotil español, y que el principio activo de ambos era el Metamizol.
(Aún estoy esperando la confirmación de la llegada, o lo que es peor, que acepte que ese nombre que está leyendo es su medicina de toda la vida).

Cada vez que me pide medicamentos no dejo de alarmarme porque conozco la pasión de mi madre por atesorar y acumular medicinas que luego prescribirá por el barrio como si se tratase del médico de la familia; aunque creo que disfruta más el sacarlos de las cajas, leer los prospectos como si fuesen una novela detectivesca -a veces de varias páginas- y aterrorizarse de tantos efectos negativos o de las interacciones con otros medicamentos. A veces los colecciona, los atesora en la cesta de las medicinas: cajitas y prospectos sin pastillas que le recuerdan que esa medicina fue efectiva, para pedírsela a cualquier familiar a la menor posibilidad...


Por eso la “jabita” y el “pepino” (botellas plásticas de refresco) se han convertido en partes básicas del cuerpo del cubano: se toma su trifluoperazina, su café mezclado y sale a forrajear, a comprar lo que encuentre, esté o no envasado, e incluso, cuando lo que envase sea precisamente el vacío.

domingo, 9 de septiembre de 2012

Pesadilla de una inmigrante cubana



Yo tuve una pesadilla recurrente los primeros años desde mi partida de Cuba. Se repetía con más saña cuando planificaba viaje a la Isla, desde el día en que le hacía marcas al calendario hasta varias noches después de mi retorno a España. Se lo he preguntado a algunos amigos que han cruzado el mar y muchos coinciden, con variantes, con mi pesadilla. Ahora que Soleida Ríos prepara una segunda entrega de su reciente compilación de sueños y pesadillas cubanas- su Antes del Mediodía. Memoria del sueño (Unión, 2012) no me lo he leído aún, pero intuyo que nuestras obsesiones, esas que comparto con algunos de mis amigos del exilio, no aparecen recogidas-, le cuento la mía.

Es muy simple, aunque tiene creativas modificaciones. Entro a la Isla y no puedo salir de ella. Nunca más. A veces, estoy en una cárcel y grito sujeta a los barrotes (no recuerdo los antecedentes del sueño). A veces grito mientras me llevan a prisión y no sé por qué me llevan. O justo cruzando la aduana me dicen que el pasaporte es falso; o lo pierdo y tras recorrer oficinas y despachos bajo el sol de la Habana, una oficial de inmigración, tan relajada, me dice que no me lo pueden repetir y que debo quedarme en la Isla. Eso me cuenta mientras tamborilea el cristal del buró con unas uñas largas, pintadas con estrellitas y corazones. O que esa no soy yo porque en la foto estaba rubia y más delgada. U otros disparates como que no estoy censada (y me buscan en unas listas infinitas en las que no aparezco); o que han cerrado las fronteras por amenaza de guerra o por la ruptura de relaciones con la Comunidad Europea; o que me enrolo en una manifestación o comento lo que no debo, hago lo que no debo, pago con billetes falsos... 
Casi siempre termino en la cárcel o haciendo interminables trámites, tocando desquiciadamente puertas que no se abren... y muchas veces intentando  comunicarme con mis amigos de España para que me ayuden desde el exterior. Es muy simple y muy angustiosa. El leitmotiv perfecto para recordar y vivir sobresaltada durante toda la estancia en mi isla querida.

Recientemente tuve otra variación de la pesadilla. Esta vez no me dejaban entrar a la Isla. En el control aduanal me decían que no tenía permiso de entrada -un nuevo permiso que debían ponerme en el consulado antes de viajar- y me montaban en un avión de regreso a España sin tan siquiera abrazar a mis padres. No me daban ninguna explicación coherente, solo que me faltaba el sellito...
Recuerdo que imploraba que le hicieran llegar las maletas a mi familia; pensaba, tanta pacotilla, tanto tiempo reuniéndola para nada... 
Como aconseja el mismo título del libro de Soleida, corro a contar mi memoria del sueño antes del mediodía, porque si no, ya se sabe, ciertas pesadillas pudieran convertirse en realidad. 



Otras paranoias (compartidas) a la hora de cruzar el control de inmigración en el aeropuerto de La Habana, en las Confesiones de Armando Valdés-Zamora. 

miércoles, 29 de agosto de 2012

Días de ciclones


Cada vez que me acuerdo del ciclón
se me enferma el corazón. Trío Matamoros.




“Era un murmullo coral lejano, lleno de estridencias apagadas y de clamores mudos, como si desde la grisácea bóveda celeste cayeran, con desgarrados alaridos, los ángeles condenados. O aún más cerca: como si mataran niños debajo de una ceiba”. Cocuyo, Severo Sarduy.

"Pero lo que más me interesa es el parte meteorológico. Oh, sí. No me pierdo ni uno. Como Penélope a su Odiseo, yo espero un huracán". "Huracán", Ena Lucía Portela

Reportaje sobre el Huracán Flora en Bohemia, 1963. "Fidel en primera línea".



I
En uno de los capítulos memorables de Cocuyo, de Severo Sarduy, el niño se queda petrificado ante la imagen de una plancha de zinc cercenándole el cuello a un transeúnte (un negro que corría con un baúl en la mano), mientras las ráfagas de viento anunciaban el paso de un huracán y obligaban a refugiarse en las casas y a rezar para que regresara la calma con un saldo de ventanas rotas y nervios desquiciados. Tras la desmesura de la imagen, el niño reparte tazas de tilo con matarratas a la familia, para que nadie sepa que tengo miedo.

Durante los ciclones yo tenía miedo. Un miedo a que se abriera una ventana y se colara el torbellino dentro de la casa. Un miedo literario, cinematográfico, quizás. Cuando ya habíamos cumplido todas las previsiones, nos sentábamos en los sillones de madera de la sala con las velas encendidas, a desear que la ciudad permaneciera en su sitio al otro día.

Con la adolescencia descubrí otras formas de desafiar los ciclones. Nada más aterrador y a la vez más seductor que caminar contra el viento, que sospechar que las alambradas se vendrían abajo, los gajos, los frutos de los árboles, el tendido eléctrico. Nada más perverso, desde luego, que saberse con vida entre tanta amenaza. En una esquina, varios hombres jugaban dominó y bebían cerveza, mientras escuchaban a cada hora el parte de la radio. Las horas previas a un ciclón eran las últimas horas de confianza. Después, todo podía suceder a pesar de precauciones y predicciones.

II

El ritmo de los movimientos cambiaba a medida que el viento se hacía más fuerte. Había que correr a la tienda más cercana en busca de pan y velas; había que sellar las ventanas con tablones o precintas de papel colocadas en forma de cruz y que nadie se molestaría después en quitar; apuntalar los techos, asegurar las tapas de los tanques que volarían como hojas secas y degollarían como afilados cuchillos; las tejas sueltas, las sillas del patio... Había que tapar con bolsas plásticas todo lo que se atesoraba: el ventilador del 50, la lavadora rusa, el televisor recién ganado en el trabajo. Había que, incluso, construir muros improvisados en las entradas de las casas -el vecino robaba ladrillos y argamasa de una obra cercana- para detener el torrente de agua que las alcantarillas, ahogadas y obsoletas, no podían asimilar. En mitad del diluvio, los muros se venían abajo, o debían romperse desesperadamente para sacar el agua que había entrado por cuanta rendija hallaba a su paso y que ahora no tenía por donde salir.

Había que reunir agua potable: botes, botellas, cubos, vasos, la bañera, la lavadora... todo se llenaba de agua como si en pocas horas el sentido de la vida no fuese, justamente, escapar del agua huracanada. Algunos limpiaban los viejos quinqués -aquellos de la alfabetización salían de los trasteros-, o preparaban las cocinas de carbón o las reservas de queroseno; otros buscaban toallas ajadas para poner bajo las puertas, mientras les gritaban a sus hijos que aún merodeaban por el barrio que ya era hora de encerrarse; y otros, con docilidad de rumiante, recogían sus maletas, subían el colchón y el refrigerador a la barbacoa, y se iban a tocar a la puerta del familiar más cercano o del vecino, dejando la casa bien cerrada. Los que se negaban a abandonar sus ruinas serían más tarde obligados, a punto de empezar el diluvio, a trasladarse a los refugios estatales, salvo que simularan haberse marchado antes: se enterraban en el fondo de sus casas y allí esperaban lo que dios les tenía reservado. (A media noche podías presentir los gritos de la vecina, como un aullido más del viento...)

Las enemistades de barrio pactaban treguas pasajeras para evitar el infierno de una convivencia obligatoria: la familia del encargado de vigilancia, que desde la acera de enfrente nos miraba con ojeriza durante todo el año y apenas nos insinuaba un saludo de ronda, pasaba los ciclones en mi casa a instancias de mi padre. Su casa de madera llevaba amenazando caerse en cada temporada ciclónica, pero seguía en pie milagrosamente. Para mí, eran días de jugar sin horarios con la hija del vigilante; para mis padres, de esconder cuanto objeto podría llamar la atención de los invitados, previendo que tras el período de agradecimiento, nos pusieran una denuncia. En uno de los últimos ciclones que arrasó la Isla, y tras haberse declarado el país zona de desastre por la ONU, la casa fue finalmente derrumbada por sus propios dueños a golpes de mandarria: solo sería reconstruida por el Estado si se contabilizaba como daños de la tormenta. En aquel ciclón muchas puertas se dejaron entreabiertas... 

Había que cocinar toda la comida de la nevera -los tres trozos de pollo, el filete que quedó solitario, el picadillo del mes-, porque una vez que entrara el ciclón cortarían la electricidad y el gas de la calle y quién sabe cuánto tardarían en reponer los servicios, sobre todo si los estragos al tendido eléctrico, ya de por sí una madeja desgreñada colgando de antiguos postes de madera, hubiesen sido considerables. 
Después de una semana de no poder encender el fogón, surgían hermandades circunstanciales: algunos vecinos organizaban hogueras para cocinar las últimas provisiones a punto de descomponerse y repartirlas por el barrio. En el 2004 celebré mi cumpleaños en medio de este aquelarre comunitario, con el huracán Iván de categoría 5 como banda sonora. Varias tormentas, ciclones, huracanes o simples aguaceros torrenciales me sorprendieron en vísperas de mis cumpleaños, con apagones y toques de queda. Nacer en temporada ciclónica te predestinaba una fuerza cíclica y devastadora -eso quería pensar para no leerlo por el lado del infortunio. 

Había que encender la televisión del salón y las radios de las habitaciones para no perderse ni un segundo del trayecto (y comprar pilas en el mercado negro a precio de órganos vitales). Y había que rezar para que el ciclón acelerara el paso (con la lentitud los estragos se hacían mayores), no aumentara en la categoría Saffir-Simpson tantas veces oída en los partes, no hiciera lazos o cadenetas peligrosas que lo llevaran a beber el agua caliente del Caribe para convertirse luego en un monstruo huracanado con voluntad de aparecer por el rincón menos previsto de la Isla. 

En esos días José Rubiera, Director del Instituto de Meteorología, se convertía en el actor secundario más seguido (se le tejían historias truculentas, se le veían empeorar las ojeras). El actor principal seguía siendo Castro, nunca desplazado por hombres del tiempo ni por tormentas con nombres extranjeros, que irrumpía sin previo aviso ante las cámaras -eso nos hacían creer-, o hacía recorridos temerarios por las provincias o los albergues de los evacuados. Su llegada convertía el grito pelado en euforia: la mujer que lo había perdido todo decía sollozante que le había merecido la pena con tal de estar cerca de Fidel, de besar su mano... Después ya tendría tiempo, muchos años, para maldecirlo por seguir viviendo en un albergue.
Desde el ciclón Flora, en el 63, los reportajes nacionales se centraban en su figura de superman anticiclónico, capaz de desviar el meteoro, de amainar la furia del viento (desde esa época mi abuela solía decir que Fidel era “más malo que el Flora”). Se le achacaban pactos maléficos que torcían el rumbo de las tormentas hacia la Florida, o, en el peor de los casos, hacia los extremos de la Isla, acostumbrados a soportar los peores desastres sin revueltas ni quejas – o al menos se quedaban en blasfemias regionales. Todos los rezos se centraban en implorar que el ciclón no atravesara La Habana. 
Si la Habana, con su indignidad de ruina moderna, era surcada por unos vientos superiores a 250 km/ph quedaría borrada de la Isla. Y una Isla sin capital sería como el cuerpo degollado del negro, que había visto Cocuyo, el personaje de Severo Sarduy, cuando en pleno ciclón se asomó a la ventana. Después de desaparecer La Habana, sólo quedaría tilo con matarratas para el resto de las familias. 

Cuando ya habíamos cumplido todas las previsiones, nos sentábamos en los sillones de madera de la sala con las velas encendidas a desear que, al otro día, la ciudad permaneciera en su sitio.










viernes, 17 de febrero de 2012

Si insistes...

(Amelia Peláez, "Peces", 1959)

Alguien me acerca una caja de bombones. Hacía muy poco tiempo que yo había salido de Cuba y se me hace un nudo en la garganta. Ante la tentación de unos chocolates con licor, ladeo la cabeza con una lentitud que en Cuba no convencería a nadie -hasta el más despistado se daría cuenta de mi engaño-, pero que en España parece creíble. Mis anfitriones podrían imaginarse que alguna cuenta secreta de calorías o alguna alergia pesan en el rechazo (que casi siempre luce brusco, incorrecto). O que simplemente no me apetecen. Sin embargo, nada más lejano a la verdad: me apetecen y mucho, aunque, en realidad, estoy tratando de ser amable según unos retorcidos códigos de educación.

Tras esta farsa inicial, algunas veces te suelen repetir el ofrecimiento -en Cuba-. Y entonces, a la segunda o a la tercera súplica, cedes: “bueno... si insistes...”. Se cierra el pacto, y con cierto pudor que unifica la escena, tomas el alimento. Sólo bajo esta insistencia, a veces molesta cuando de verdad no tienes ganas, es que solemos aceptar una oferta.
Pero no estoy en Cuba y tras la negativa inicial, la caja de bombones comienza a volar de mano en mano y a desvalijarse por el camino. Ya nunca regresará a mí. La próxima vez -me digo- responderé con sinceridad. Me lo repito una y otra vez: casi siempre fallo. Hay convenciones que son muy difíciles de desaprender. Además, un cierto complejo parece lastrar este acto natural de intercambio; temo que descubran que una especie de ansiedad ligada a la comida (y que hacía que me zampara de una sentada un bote de nocilla), me ha acompañado por largo tiempo.

En Cuba esta convención funcionaba como una norma de apariencias bien orquestada: se finge ofrecer con dádiva, e incluso con insistencia, porque se sabe que, por lo general, el otro denegará también con énfasis. Teatralidad conveniada y ensayada con los años. A veces una de las partes rompe el contrato y el desorden de la “mala educación” irrumpe: quien ingiere no brinda o quien recibe la oferta la acepta a la primera.

Cuando la comida es escasa, estos rituales fundan una complicidad más sólida que el alimento que se comparte, basada en la aflicción por la renuncia. Cuántas veces hemos sido invitados a almorzar y hemos declinado la oferta, a pesar de que el hambre se nos reactivaba con los olores de la comida cercana. Tal negación establece un diálogo secreto que engrandece al visitante. El “no, gracias”, el “que te aproveche”, el “acabo de comer”, fueron frases que en la retórica del Período Especial alcanzaron un halo de dignidad remarcable. Falsedad monótona que como mantra budista debía ser repetida hasta que tú mismo te lo creyeras (estoy lleno, ¡llenííííísimo!) o hasta que los otros fingiesen que nos creían: falsedad doble, reforzada.

En ocasiones, el ofrecimiento ya llevaba la marca de la mentira desde la misma pregunta, como cuando alguien te brindaba el pan que estaba comiendo y del que le quedaría un par de mordidas: aquel "¿gustas?" con la boca llena y el pan escamoteado entre las manos apenas merecía una respuesta.

En el otro extremo de los prudentes o "considerados" estaban los que llegaban siempre a tiempo para atrapar la comida ajena, así fuese al vuelo. Los "gorrones" o los que "pegaban la gorra", esos amigos "oportunos" o vecinos con una agudeza olfativa envidiable, que les permitía tocar a la puerta justo cuando chirriaba el huevo en la sartén.

Y a veces, también, los extranjeros. Esos que querían disimularse entre los cubanos, perder la identidad culinaria -y otras tantas- comiendo lo que se presentase, incluso, “arroz con mango” (literalmente: tuvimos un visitante que nos pidió comer un día el "sabroso arroz con mango cubano", algo que no dudo que exista pero que yo nunca había probado).
Tales foráneos, por lo general de esa izquierda europea de arroz con mango que le gustaba vivir la simulación de la pobreza, eran temibles en estos lances. Se creían al pie de la letra que el comunitarismo en Cuba pasaba por compartir el pan a partes iguales (o a falta del pan, casabe), y no, por el contrario, dejar que el otro comiese en paz su mejunje improvisado, declinando su ofrecimiento. Y ante ellos, nos hacíamos el haraquiri, inmolábamos las congeladas despensas -el cuarto de pollo que se enterró en la nevera para días de urgencia-, sacábamos la casa por la ventana con una resignación disfrazada de dignidad, porque en la escena de ofrecer lo que a duras penas teníamos radicaba el acertijo de nuestra sobrevivencia: la autoestima del que no teniendo nada, lo ofrece. Lo ofrece… para que se lo rechacen...

lunes, 7 de noviembre de 2011

El Coro de la Universidad


En agosto de 1995, en medio del calor sofocante de La Habana, y en vez de estar en la playa o tomando jugo de guayaba con mi familia, interrumpí las vacaciones y regresé a la beca de F y 3ra. Después de un mes de cerrada, las cucarachas eran las dueñas y señoras de la residencia, y el estado general del edificio era deplorable. Acampamos como pudimos y donde pudimos. Aún así, había una causa mayor para regresar a la Habana antes de tiempo: el coro de la Universidad recién formado. Éramos los sustitutos, el relevo.

El coro anterior se había quedado casi íntegro en un viaje a Venezuela y, por un tiempo, en los actos del Aula Magna, se escuchó el himno nacional grabado a falta de cantantes. Pero en septiembre de 1995, la Universidad abriría el Curso por todo lo alto para celebrar los cincuenta años de que Castro hubiese matriculado en la Facultad de Derecho. Había que formar un Coro con la urgencia de las batallas revolucionarias, para que al Comandante no echara en falta a los cantantes y saliera el tema de la huída masiva. Se formó el corre-corre, las pruebas vocales en todas las facultades, los ensayos. En junio nos vimos las caras por primera vez e intentamos acoplar en conjunto un “la” desafinado. Había mucho por hacer para que el 4 de septiembre pudiésemos cantar el Himno Nacional y el “Gaudeamus” sin que se cayese ninguno de los lagrimones de las lámparas del Aula Magna.

Los ensayos iniciales eran interminables; la profesora solía señalar al que desafinaba y lo ponía a repetir el fragmento en latín, mientras el resto trataba de aguntar la risa por solidaridad. Descubrimos las vocecillas ocultas de algún tenor ligero que ni por asomo aparentaba tener semejantes agudos, o el vozarrón de alguna contralto tras un cuerpecito aniñado... Aprendimos a escucharnos, a chillar en las vocalizaciones, a empastar... En aquellos meses nos quedábamos sin comer muchas tardes porque no alcanzábamos a regresar a tiempo a la beca y apenas pudimos estudiar para los exámenes finales, pero seguíamos reuniéndonos simplemente por hacer algo diferente, por enredarnos en una nueva ilusión que quién sabe a dónde nos llevaría. Enseguida nos hicimos amigos, compañeros de penurias y cantos…

El día de la apertura del curso, nos colocamos en el ápside del Aula Magna y desde aquel puesto privilegiado de atalaya hicimos nuestra primera –y creo recordar que "lamentable"- actuación. Aunque el acto estaba programado para las ocho, nos encerraron en aquel sitio desde media tarde por cuestiones de seguridad y matamos las horas ensayando y cantando guarachas. A las ocho, estábamos roncos, sudados y hambrientos.

Recuerdo que Fidel no dijo ni mu de nosotros -en aquel momento esperábamos las palabras mágicas que nos abrirían las puertas de algún intercambio, pero el ansiado viaje no llegaría hasta cinco años después, cuando un gran número de integrantes iniciales del Coro pudo salir y quedarse fuera de Cuba. Eso sí, Castro se quejó al inicio del acto del calor “olímpico” que había -eso dijo, aunque ignoro qué tendría que ver el calor con las olimpiadas- e hizo la primera broma: “En 35 años de Revolución no consiguieron ni para ventiladores, ni para aire acondicionado, ni para nada. No sé si es falta de arquitectos o falta de recursos, si es que la arquitectura no lo permite; pero algo tienen que inventar ustedes, porque sí es verdad que la atmósfera se está calentando...” Y venga risas y aplausos del sudoroso auditorio, incluyéndonos a nosotros mismos que estábamos a punto de una catarsis colectiva, como un coro griego de la Orestíada.
Aquellas palabras no las recuerdo, por supuesto -mi memoria no es tan perversa y masoquista; las he buscado en las versiones taquigráficas publicadas en internet. Lo que sí no olvido es que dejé de oír la desganada voz -él y yo casi a punto de una hipoglucemia-, y de que me arrepentí profundamente de estar allí, formando parte de aquel tinglado, por amor al arte.
Tampoco olvidaré la decepción de una soprano que tenía a mi lado (y que también fue mi decepción, sólo que yo me la callé) cuando entró el casi Coma-andante. Me dijo algo así como que era un viejito de cara rosada a punto de caérsele la baba...

Al poco tiempo de cantar en actos oficiales y de sacrificar horas de descanso en los ensayos, muchos de los que comenzamos en aquel junio del 95, desertamos. Los más perseverantes pudieron variar poco a poco el repertorio y la calidad de los auditorios, hasta que finalmente lograron escabullirse de las ataduras escolásticas. Vía UNEAC -y con todas las asistencias espirituales posibles-, tramaron un viaje a España, digamos que por la izquierda del Rectorado y se quedaron en masa. Supongo que después de esta huída colectiva se debe haber oído por un tiempo, en el Aula Magna habanera, el Himno Nacional grabado a falta de cantantes. Y es probable que también, al cabo de un tiempo y por cualquier batallita de última hora, hubieran buscado por todas las facultades los sustitutos del viejo coro, el relevo.

domingo, 5 de junio de 2011



Con los párpados hinchados -no por juergas nocturnas sino por un “levantón” de madrugada y tras pasar algunas horas en un autobús-, llegábamos los lunes a la Universidad (la Facultad de Letras) los de Matanzas y Pinar del Río. Éramos estudiantes afortunados que podíamos ir casi todos los fines de semana a casa por la cercanía de nuestras provincias. Nos acomodábamos en las escaleras de la entrada y Melibea -una diosa tutelar, majestuosa y ensimismada como todos los gatos- se acurrucaba a nuestro lado. Eran las siete de la mañana. A veces había frío. Sacábamos los apuntes y dábamos un repaso al temario del examen; poníamos las últimas tildes a un trabajo final.
Poco a poco iban llegando los estudiantes habaneros desde diferentes lugares de la ciudad; como nosotros, venían también agotados, sudorosos, con arrugas en las faldas o en las camisas después de haber lidiado con autobuses repletos para poder llegar a tiempo. A primera hora de la mañana, La Habana era una red llena de peces coleteando, casi sin aire. La ciudad tropical -palmeras, fachadas coloniales, sandalias de cuero- levantaba el tórax para inspirar a sus habitantes y escupirlos en un soplo violento hacia todas las esquinas. Después, se quedaba sin aliento... Todo lo demás, eran postales para turistas; fotografías que nunca podríamos tomar.

Sentadas desde tan temprano en las escaleras, mis coterráneas y yo nos entreteníamos clasificando a los que llegaban: “aquella tiene cara de Yumisleidis”; “ése parece un espadachín”. Nos cebábamos con los fingidores, con los que disimulaban sus gestos cuando, instantánea o imperceptiblemente, se sentían escrutados: con las de rímel y toga, tacón y pose existencial (las facultades de Letras abundan en estos especímenes simuladores: es una de tantas alternativas para sobrevivir al elitismo seudointelectual). Y así desfilaban ante nuestros ojos la “mística calienta bobos”, la “gorruda artística”, “la polícroma”, el “guajiro onírico”... Con certeza, otros se burlaban de nosotras y nos ponían apodos crueles: ley de la jungla universitaria.
Los profesores iban llegando también como podían: en el Lada destartalado, heráldica de un compromiso -o de un oportunismo- pasado, posiblemente tan chatarrero y abollado en el presente como el propio carro. O a pie, con los huesos cervicales crujiéndoles por el peso de los libros. O no llegaban.
En el límite de su impotencia, una profesora anuncia que no habrá clases hasta próximo aviso: se le había acabado la cuota de la bodega apenas empezar el mes y no pensaba regresar al trabajo hasta la reposición de los "mandados", a inicios del mes entrante. El alarde de revuelta fue zanjado en la mesa de dirección, pero su "boconería" me sacudió por aquel entonces.
Después supimos que había empezado a frecuentar el “hospital de día” como tantos otros colegas: se puso de moda entre los profes, para decirlo festivamente. Ignoro qué hacían allí, pero muchos pasaban algunas temporadas en el conjuro colectivo de sus frustraciones, quizás haciendo manualidades tejidas con las neurosis producidas por una profesión de escasa recompensa económica, en un país donde la investigación literaria debía sortear -como el Diccionario de la Literatura Cubana- ciertas letras, autores, temas, escuelas o corrientes de pensamiento, prácticas, estilos y revistas internacionales. Las manualidades irían, seguramente, a un círculo infantil del municipio para compensar la culpa por la improductividad filológica, tantas veces recordada a la hora de movilizaciones y compromisos.

Como elefantes amaestrados, entrábamos lentamente a la facultad una vez abiertas sus puertas. El sopor del lunes se sentía en cada paso, en el énfasis ojiabierto por atender y tomar notas a pesar del sonsonete adormecedor de la literatura española medieval. La propia profesora se dormía -a su edad podía lidiar con Berceo pero no con la humedad y el calor insular- y la clase toda era un cabeceo acompasado, una corriente de energía anémica, descolorida.
Poco a poco la semana cogía su ritmo; la risa y las caminatas por G, Línea o Malecón rompían la ataraxia del hambre. El amor, el sexo, los conciertos en vivo; Alicia simulando bailar un pas de deux (movía las manos mientras el bailarín la sostenía y trasladaba como una marioneta con hilos vergonzosamente visibles); el estrés por almacenar agua; las colas en el comedor de la Universidad (el Machado) o en el de la beca, en el cine o frente al teatro sin entradas, nos obligaban a vivir en el hueso y a seguir un ritmo apresurado -de carrera- como el impulso de una desembocadura (a dónde desembocábamos, nadie sabía), o como si estuviésemos cantando el final de un aria, la nota más arriesgada, y ya fuera imposible detenerse o desafinar al cierre del espectáculo. Y si desafinábamos siempre habría un artilugio en la tramoya para escapar: un pan que aparecía a última hora, unos paqueticos de té usados tres veces antes de tirar, un poco de azúcar prieta que pedíamos prestado y unos amigos congregados para terminar el día.

Al final de los cinco años de la Universidad había recorrido unos 69 600 km (unos 400 viajes de la Habana a Pinar), algo así como una vuelta y media a la Tierra por el ecuador. Melibea, la gata tutelar, desapareció un día (por el año 1995) y todos deseamos que hubiese muerto de vejez y no en el patio de algún vecino, sacrificada para el almuerzo. Alicia anunció retiro a los 75 años y fui a verla bailar por última vez: el ballet se llamaba "Farfalla", coreografiado por ella misma a la medida de sus limitaciones. Movió sus manos como una mariposa tristemente alfileteada por un coleccionista -apenas se movía del sitio. Esa tarde de domingo (julio del 95) fue también una de las últimas que caminé por la Habana con mi hermano, con el sosiego de quien no puede presentir las líneas de fuga, los finales. Poco después él dejaría la isla para no regresar en unos 10 años, solo de visita y cuando ya sería imposible el reencuentro: yo tampoco vivía allí.

domingo, 8 de mayo de 2011




Hace unos meses un amigo me envió desde Cuba una extraña foto por correo electrónico. Había tenido que reparar el colchón que yo le había vendido antes de salir de Cuba, y tras separar la guata y el relleno, encontró un papel anudado a uno de sus muelles. No dudó en fotografiarlo y enviármelo. Reconocí la letra de mi padre y esa obsesión meticulosa de evocar a su familia... También el nombre de la casa “Simmons”, una huella borrada del recuerdo de la Isla.
Llamé rápidamente a Cuba para atar cabos y reconstruir la historia. En ese colchón había pasado mi adolescencia, pero antes de ocuparlo y quizás antes de yo nacer, ya estaba en mi casa.

Justo en 1959 mi tía había empezado a pegar sellos tras una ventanilla de la Oficina de Correos. Tenía unos diecinueve años y tras sus primeros salarios compró dos camas individuales de cedro para ella y mi madre, ambas solteras. Por aquel entonces la ciudad todavía estaba llena de comercios y negocios privados que, en cuestión de meses, serían sustituidos por improductivos servicios y por tiendas de venta asignada, tras la nacionalización. Trato de seguir atentamente el relato de mi madre que se pierde a cada momento en encrucijadas que intentan recomponer su ciudad natal, recuperar las sensaciones: “El Correo estaba al lado de “Trueba y Camoira” -una “torrefactoría” en donde te molían el café en el momento y cuando lo tostaban, el olor llegaba hasta la casa, era buenísimo...”, y su hilo de voz se pierde en el énfasis del superlativo... Escuchando esa breve digresión no puedo dejar de pensar en el desagradable sabor del café mezclado con chícharos que ha tenido que soportar durante medio siglo, tan diferente a ese "Café Pinar" evocado.
"Y frente a este negocio -continúa mi madre- estaba la mueblería Capó, donde compramos casi todos los muebles que tenemos actualmente" y pasa a enumerarme los inmortales sillones de caoba, los escaparates y camas hercúleas o el eterno juego de sala que componen el mobiliario de mi casa, jamás renovado en 50 años. Pausa.


Muchos años después, las dos camitas provocaron serias broncas entre los cuatro adolescentes que vivían en mi casa. Se las rifaban mi hermano y mi primo, o mis dos primas (todos con edades y urgencias similares y ansiosos por tener una habitación propia para llenar de afiches con cantantes de moda). Yo, por ese entonces, estaba en una cuna -acababa de nacer- y tuve que dormir en ella hasta los nueve, algo que arruinó la intimidad de mis padres y, seguramente, mi psicología. Ya se sabe, en una casa de familia numerosa es difícil encontrar acomodo para todos. Sin tambor de hojalata, pero todavía en una cuna, luchaba por crecer sin salirme de la horma.
Era una sólida cuna de madera y poco a poco se fue transformando, adquiriendo aspecto de cama, pero seguía teniendo los barrotes frontales –por los que ya casi se me salían los pies-, y el colchón de las meadas infantiles seguía siendo el mismo. Tanto apego a una misma forma, al hueco en el que encajaba el hombro cada noche, hacía que apenas me diera cuenta de que los años pasaban y que crecer era, también, mudar de cama, de habitación, de costumbres.

Justo en el año en que di el “estirón”, 1984, murió mi abuelo, y con nueve cumplidos pasé a dormir en su sitio, al lado de mi abuela. Tuve que adaptar mi cuerpo a los nuevos huecos de un colchón de cuarenta años (adquirido cuando se casaron los abuelos) y a los punzantes muelles rotos bajo mi espalda. Si no hubiese ocurrido esta eventualidad no sé dónde mis padres habrían encontrado una cama con un colchón para mí, bienes por entonces asignados con un cupón especial -como el ventilador, el televisor o un coche- a aquellos trabajadores que salieran ilesos (moral y físicamente) de las temibles asambleas generales.
La cuna pasó a otros niños de la familia, y después de casi cuarenta años de uso (y cuatro generaciones de meadas) se vendió a un joven matrimonio, con colchón incluido, para que un bebé rozagante heredara los mismos ácaros y las mismas desviaciones de la columna de sus sucesores.

Fue justo antes de casarme, en 1999, que mi padre decidió arreglar todos los colchones de la casa, incluyendo el que me habrían de ceder por el matrimonio. En aquel verano los muelles habían empezado a saltar en medio de la noche como si se tratase de una huelga general, y ya era el momento de las reparaciones. Nos habían advertido que no cayéramos en la trampa de cambiar "dos viejos por uno nuevo", propuesta que hacían algunos vendedores en aquellos años. Una amiga ya lo había hecho y poco después de usarlo empezó a tener picazón por todo el cuerpo. Al rajar el colchón descubrió que bajo la delgada capa de espuma había paja de arroz con todo tipo de trapos, cáscaras y semillas.

Mi madre sacó su máquina Singer e improvisó forros con retazos de pantalones viejos. El taller de reparación se instaló en el portal de la casa, y mi abuela, con un alzhéimer avanzado por entonces, aplaudía al ver las pelusas de su colchón matrimonial esparcidas con el viento. Fue este colchón el que heredé tras casarme, junto con el juego de cuarto de caoba que apenas cabía en el cuarto del solar habanero en donde viviría por aquellos años.
La camita sobreviviente, una de aquellas que comprara mi tía en 1960, y arreglada en el taller casero 39 años después, fue vendida a ese amigo que hace unos meses tuvo que volverla a abrir, y casi difunta, remover nuevamente sus vísceras, trasplantar sus muelles partidos para alargar una vida que parece eterna. Dentro, amarrado a un muelle, la huella apenas visible de sus orígenes y de su llegada a mi casa: “Simmons”, 23 de noviembre de 1960.

lunes, 28 de marzo de 2011

Gato por liebre



(Imagen: "Homenaje a Balthus", Roberto Fabelo)

En un viaje en “camello” del Vedado a Alta Habana −en una de aquellas migraciones impuestas por la beca a causa de la escasez de agua−, una señora delgadísima, de unos 50 años, se desmayó a mi lado. Recuerdo que al caer casi me arrastra consigo. Cuando se recuperó levemente, le ofrecí un poco de azúcar que solía llevar conmigo para casos similares. En ese fugaz intervalo tuve tiempo de ver la blanca y lisa palma de su mano, casi sin huellas digitales, pero surcada por unas profundas líneas. Casi habría podido inventarle un pasado a la desconocida, y probablemente, y con más acierto, un futuro. Al cabo de unos minutos en aquella mole cerrada, otra persona cayó al suelo, quizás por las mismas razones que la primera −había mucho calor; era un día de primavera de 1995 y la comida escaseaba. Aquellos desmayos desencadenaron una catarsis colectiva dentro del “camello”; se convirtieron en la excusa para gritar los problemas más graves de aquel momento: el hambre, la falta de recursos de todo tipo, el hacinamiento en los transportes públicos...

Antes de ser la próxima en desmayarme, me bajé a mitad del trayecto y en aquel punto intermedio entre la beca y la casa de mi hermano no supe qué hacer, en dónde exiliarme. Aquel día terminé, casi de noche, en mi casa. De botella en botella llegar a Pinar del Río y allí, junto a un plato de comida (después de haber disfrutado de una prolongada ducha), maldije la simplicidad de nuestras urgencias y la imposibilidad de satisfacerlas. Ya para entonces me había convertido en una especialista en huidas. Cualquier cosa podía ser un antídoto contra el malestar cotidiano; con solo girar la cabeza al otro lado dejaba de mirar el edificio derrumbado, la basura acumulada, el perro callejero invadido por la sarna o la persona que se cayese en plena acera.

Un año antes había empezado yo también a tener unos desmayos que escogían los momentos más inoportunos para aparecer y dejarme inconsciente. Me pusieron electrodos en la cabeza y no detectaron nada preocupante. Hipoglucemia, concluyeron. Una palabra sofisticada para enmascarar la falta de alimentación, sumada a un estrés prolongado. A partir de aquel día tuve fobia a quedar inconsciente en medio de una turba de gente y me pertrechaba de pequeños paqueticos de azúcar o algún caramelo. Gracias a un certificado que me hizo un médico del Instituto de Endocrinología, pude evadir por unos años las concentraciones, los desfiles, los actos de repudio. Sencillamente no iba y no se me ocurría justificarme, pero si alguien se atrevía a señalármelo, ahí tendría la causa escrita en un papel institucional: hipoglucemia.

Los desmayos fueron espaciándose cada vez más, pero siempre quedó el miedo a caerme en plena calle. Cuando estaba algunas horas bajo el sol o un tiempo prolongado sin ingerir alimento, empezaba con la cantinela de las “fatigas”. Otra de mis compañeras de beca, en cambio, padecía de “temblores” y nos los mostraba, sosteniendo una mano en el aire. Formábamos un trío equilibrado: ella con temblores, yo con fatigas y la tercera pata de la mesa, la amiga camagüeyana que iba cada seis meses a su casa, ni se quejaba. Era nuestro sostén.

En la única visita que hice a la CUJAE (el “campus” de las facultades de Ingeniería e Informática), motivada por una invitación que prometía convertirse en “cita”, volví a desmayarme. Había estado cogiendo “botella” media tarde para llegar al otro extremo de La Habana y cuando finalmente llegué, me desplomé. “¡Comida, tú lo que tienes es falta de comida!”, sentenció un compañero de piso de mi amigo al que fulminé con la mirada por su indiscreción. De inmediato se pusieron a ajetrear alrededor de una cocinita eléctrica que tenían instalada clandestinamente en el cuarto -de aquellas hechas con una base de barro y una frágil resistencia que se partía y volvíamos a empatar una y otra vez. Preparaban un arroz con pollo y los olores hicieron que pasase de la fatiga al desespero.

Saboreé la carne, chupé los huesos, y casi al terminar pregunté qué era lo que había comido exactamente pues, aunque parecía “gallina vieja”, aquellos huesos no eran de pollo. “Tú come y no preguntes”, me dijo por lo bajo mi amigo y alguno soltó una sonrisita cómplice. Aquí hay “gato encerrado”, se me ocurrió decir y una explosión de burlas se desencadenó: ¡así que gato encerrado...! Fui al baño a escupir el pedazo que aún tenía en la boca, y aunque intenté vomitar para teatralizar mi rechazo, no pude. El cuerpo había asimilado el alimento y se negaba a devolverlo. Ciertos tabúes alimenticios eran leyes demasiado incorporadas como para saltárselas sin que implicaran un coste emocional añadido. Pero ante el hambre, los escrúpulos solían dejarse a un lado. A veces.

Me contaron que llevaban vigilando al gato hacía muchos días; era de los últimos que quedaban por aquella zona. “¡Los pobres, como la cosa siga así van a entrar en período de extinción!”. Pregunté si habían comido algún otro animal doméstico -temía, sobre todo, por los perros del vecindario-, pero me tranquilizaron: sólo unas palomas de un tejado cercano a la Universidad. “Lamentablemente -agregaron- no eran rabiches”, sino unas palomas blancas bien cuidadas y con un anillo localizador en las patas. “Nos dio lástima matarlas, pero no quedó otra”. Varias veces, de niña, tuve que lanzar palomas al compás de alguna música energizante o cuando concluyera el discurso de algún dirigente partidista. Eran menudas, casi tímidas. Pero eso había sido en otro tiempo. En el Período Especial en Tiempos de Paz aquellas palomas degolladas y cocinadas habrían podido ser un buen símbolo de aquel momento de colapso general.

Cada vez que leía los carteles en las cafeterías o carnicerías estatales, donde se anunciaba con perífrasis o fórmulas indeterminadas la procedencia improcedente de los productos en venta, como las “hamburguesas de ave” (de “ave...rigua”, como se decía en un chiste de entonces) o la “pasta de oca” (ocasionalmente vomitiva, siempre intragable) o el “picadillo extendido” (que, como el universo, no sabíamos hacia dónde se extendía), recordaba la vez que me pasaron “gato por liebre”, o más exactamente, “gato por pollo”. ¿Quién sabe lo que nos estaríamos comiendo entonces?

sábado, 19 de marzo de 2011

Enchilado de langosta



Al cabo de unos años viviendo becada en La Habana y en medio del “Período Especial" tuve que comenzar a buscar vías alternativas para mi subsistencia. Por aquel entonces, más de medio país se afanaba en comercializar en el mercado negro y a una ínfima parte, o le llegaban los insumos por otras vías -porque estuviese vinculada directa o indirectamente al poder o al turismo-, o sufría el desabastecimiento de la bodega.

Fueron los años de las transformaciones, de los cambios radicales en la apariencia de los cubanos: los gordos del barrio adelgazaron de golpe y apenas tuvieron tiempo para reacomodar el cuerpo y los pantalones (algunos los ajustaban con unas sogas que funcionaban como cintos improvisados). Los delgados de siempre enseñamos nuestras caras huesudas, nuestros pómulos más pronunciados que nunca. Recuerdo que una amiga bromeaba diciendo que su mandíbula llegaría a atrofiarse de no usarla y masticaba el aire para ejercitarla. Muchos envejecieron prematuramente y algunos tics nerviosos empezaron a delatar los comienzos de un deterioro que podía terminar en demencia o en suicidio. A veces la barba disimulaba la delgadez. A veces, todo lo contrario. Pero la barba era un look impuesto a falta de cuchillas de afeitar. Un colega barbudo cruzó un día un parque lleno de adolescentes y uno de ellos exclamó: “mira, si se parece a Carlos Marx”, a lo que otro apuntó: “no, está muy flaco para ser Carlos Marx, en todo caso sería Federico Engels.” (Los referentes de mi generación eran asombrosos. Ahora lo compararían con cualquier cantante o actor de moda). El país se convirtió en un pueblo de hombres y mujeres quijotescos; seguíamos con nuestras cuotas diarias de sacrificio y revolución y con la cuota de la bodega reducida al mínimo.

Alguien me ha contado recientemente que en aquella época su madre solía machacar unos filetes imaginarios -y haciendo bastante ruido- para que en el barrio creyeran que comerían carne ese día. Según su madre, los vecinos hacían lo mismo, pues a pesar de ser unos médicos de prestigio que por lo general podían conseguir un "extra" gracias a los regalos de los pacientes, difícilmente tendrían carne tan a menudo. Y cada vez que los oía machacar bistecs, allá iba ella también a buscar el mazo y a aporrear la madera, para no ser menos. Vivíamos del cuento, del aire y de la dignidad, y como del aire no se puede vivir por mucho tiempo, los cuentos se multiplicaron y la dignidad comenzó a resquebrajarse. El cambalache, la estafa, y el mercado negro crecieron a ritmos acelerados.

Las colas de langosta eran unos de esos manjares inalcanzables antes y después del Período Especial, no sólo porque se vendían exclusivamente en el mercado negro sino, sobre todo, por los riesgos que implicaba su comercio y por el elevado precio que podían llegar a tener. La compra-venta de langostas era casi tan penalizada como la de carne de vaca, pues todo el marisco que se pescase en aguas tropicales parecía poco para satisfacer al mercado japonés, dispuesto a pagar -según se decía- hasta por los carapachos, usados como materia prima para hacer pinturas. (Esto recuerdo haberlo oído en varias ocasiones, aunque no sé si saldría de nuestra imaginación).

Uno de esos fines de semana que pasaba en Pinar, un pescador del Puerto de la Coloma tocó en mi casa para proponernos colas de langosta. Le compramos a pesar del miedo que acompañaba esta acción y con todo el sigilo reglamentario. Ya yo estudiaba en La Habana y se me ocurrió que podría revender las colas que se salvasen del enchilado de langosta que ese mediodía prepararía mi madre. "Enchilado" era una de esas palabras que yo saboreaba en la boca antes de comerme lo que ella significaba. La palabra por sí sola prometía algo sofisticado, bien distinto al soso menú diario: más allá de una salsa agridulce exquisita, se trataba, sobre todo, de una elaboración tradicional que revivía la cocina cubana. En tales ocasiones el almuerzo era de lujo, comida de turistas adinerados, de japoneses que ya no comerían aquellas langostas en su casa nipona, o de altos dirigentes. Las habladurías populares sostenían que Fidel adoraba aquel marisco; en realidad, cualquier cosa que nos era imposible comer, siempre la poníamos en boca -literalmente- del Presidente. Al caer la noche, acompañaba a mi padre a botar los cuescos chupados y rechupados. Los envolvíamos en varias hojas de periódicos y nos íbamos a un monte bastante lejano de la casa para despistar a los chismosos y a los guardianes del CDR. Allí tirábamos el paquete como si tratáramos de deshacernos de un cadáver que ya comenzara a apestar o como si hiciéramos una ofrenda al dios de las comidas imposibles.

El lunes de madrugada viajé a La Habana con varias colas de langosta congeladas. La policía solía revisar los ómnibus, alumbrar la cara de los posibles traficantes con un linterna amenazadora y meter las manos en cuanto bolso o maleta les pareciese sospechoso. Según la "vox pópuli", mientras más paquetes de carne, mariscos o viandas fueran requisados más posibilidades de repartir el botín antes de llegar a la estación, sobre todo si aparecía algún equipaje sin un dueño a quien tomar declaraciones. Cuando uno de los policías preguntaba: “¿de quién es este maletín?, no se oía ni una mosca en el autobús. Cualquier gesto indiscreto podría involucrarte y, cuanto menos, perderías el viaje. De todas formas, raras veces revisaban a los estudiantes, así que pasé los controles con serenidad.

Ya en La Habana empecé a recorrer las “paladares” del Vedado. En la primera, la mujer con la que hablé me dijo rotundamente que NO, que ellos no ofrecían productos ilegales en su menú, y me alargó la carta con desprecio para que lo comprobara. Con vocecita cómplice le insinué que todo el mundo sabía que en las paladares se vendían mariscos “por debajo del tapete” y que, por supuesto, no aparecían en el menú. Me amenazó con la policía. En la segunda me preguntaron si yo venía de parte de Papito. Dudé. El “sí” era la respuesta equivocada. Me echaron de allí diciéndome que Papito era un estafador y un carero (y que le dijera bien claro que no volviera por allí). En la tercera, ya a media mañana y con las colas casi descongeladas, cambié de estrategia. Decidí sentarme a merendar aunque tuviese que sacrificar el CUC de la semana en un refresco. Mientras la camarera me lo servía, le solté la oferta de las langostas, ya a dos por una. Me miró con ira y me dijo, casi gritándome, que los dejáramos tranquilos, que estaban cansados de la vigilancia. ¡Ah, y ni te pienses que no te voy a cobrar el refresco!, remató. Por más que le expliqué que yo no era de la Seguridad del Estado no hubo manera de convencerla; aunque evidentemente yo no tenía cara de “segurosa”, mucho menos de vendedora de langosta. No podía creer lo que me estaba pasando. Había pensado que en La Habana me quitarían las langostas de las manos y que incluso, me encargarían más. Pero la intriga con la que yo proponía el producto o mi voz indecisa y temblorosa, levantaba sospechas. Por lo que pude inferir, los negocios particulares estaban siendo asediados por inspectores que cobrarían muy caro su silencio si detectaban alguna irregularidad. Después de medio día zapateando el vedado las langostas empezaron a apestar y en ese estado, ya nadie se atrevería a comprarlas.

Esa tarde un olor penetrante invadió F y 3ra. Mientras subía las escaleras a oscuras -había bajado al comedor con las tarjetas de mis compañeros de piso y varios tupperware (en Cuba, pozuelos) para recoger el arroz blanco de la comida- alguien comentó: “¡parece que en algún piso están cocinando marisco!”, y otra voz de más arriba se burló: “¡¿marisco en F y 3ra?!”
Esa noche los habitantes del piso 12 saboreamos un exquisito enchilado de langosta como si estuviésemos comiendo en una costosa "paladar" habanera. Después, tiramos los cuescos sin envolver a la montaña de basura que se acumulaba en la esquina de la beca. Nunca darían con la identidad de la traficante.

domingo, 20 de febrero de 2011

En la beca de F y 3ra (2da parte)


(Foto tomada del blog F y 3ra)

Muchos saben de sobra a qué me refiero cuando digo beca de F y 3ra o Fy 3ra a secas. A otros, aún cuando hayan intentado comprender la compleja realidad cubana, se les escapa el sentido. Beca, según la RAE, es una “Subvención para realizar estudios o investigaciones”; algo a lo que aspiran la mayoría de los jóvenes europeos si desean continuar haciendo estudios de post-licenciatura (máster, doctorados). En definitiva, dinero para vivir, para desplazarse, para solventar los problemas de alquiler y alimentación, etc.
En Cuba, no se le llama beca al estipendio que se recibe (al salario de 15 pesos mensuales que nos daban no recuerdo si se le llamaba con algún nombre especial), sino a las edificaciones en las que se vive mientras se estudia, en algunos casos desde la primaria hasta la universidad. Mi hermano, por ejemplo, salió por la puerta de mi casa vestido de azul con pañoleta roja a los 12 años -yo tenía en ese entonces unos 3- y nunca más conviví con él salvo los fines de semana y los meses de vacaciones. Era como un visitante de domingo o un hermanastro que, después de un pleito por su custodia compartida, al fin le permitiesen estar en casa sólo ciertos días planificados. Y la calidad de esas edificaciones dependía de muchísimos factores, desde la prioridad que se le diese a la escuela como logro de la revolución, su ubicación geográfica o la edad de las estructuras, a veces envejecidas rápidamente (a los dos años de su construcción o restauración) ya sea por la ínfima calidad de los materiales, porque éstos hubiesen sido “extendidos” para la venta ilegal del sobrante o porque, en definitiva, no hay construcción que aguante el paso de miles de estudiantes en etapas adolescentes...

Quien diga que la emigración ha roto la familia cubana sólo afirma una verdad a medias: esa hipotética familia estaba rota de antemano. Crecimos con la imposición de dejar precozmente la casa y con la idea de que sólo quien lograse cortar amarras sin que le doliese demasiado garantizaba el éxito preconcebido para el estudiante en Cuba: un largo camino de beca en beca. En cierta medida, nos adiestraron al exilio sin proponérselo.

Así, cuando los que no hayan vivido en Cuba lean beca de F y 3ra sabrán que me refiero al lugar donde tuve que pagar, con dosis obligatorias de inhospitalidad, el privilegio de no tener que abonar mis estudios universitarios en la capital. Los sufragaba, en cambio, con el alto precio de vivir en un espacio que rozaba los límites de lo inhabitable y lo salubre (eso sin insistir demasiado en que los límites psicológicos, habían sido sobrepasados sin dudas).
F y 3ra: el sitio sitiado donde desaprendí el placer de la domesticidad y me nació un asilvestrado instinto de conservación ya ensayado en las becas anteriores; una dirección cualquiera en la Habana; para muchos, LA dirección. Allí, los que debimos posponer nuestras sencillas evidencias de bienestar (como esa perfección del huevo frito, tan simple y tan difícil de conseguir, con los bordes tostados y la yema blanda en su centro) y convertirlas en promesas de fin de semana o fin de año, evocadas como un pensamiento obsesivo en el autobús que nos llevaba de camino a casa.

En esa esquina tuve que vivir durante cinco años junto a otros cuerpos que, como yo, bajaban y subían las escaleras a oscuras contando los siete escalones de cada intervalo; desfilaban con sus bandejas metálicas a la espera de que les fueran servidas las porciones de alimentos; cargaban el agua en cubos e iban desparramándola escaleras abajo hasta llegar a los pisos de destino, ya fuese el doce, el dieciocho, o el veinticuatro, para después allí, ahorrarla al máximo en imprescindibles funciones de aseo y consumo; y dormían o hacían el amor en silencio, mientras el resto de los compañeros del cuarto fingían, condescendientes, que roncaban y hasta se quedaban dormidos arrullados por el ritmo de las parejas que poco a poco iban postergando la timidez ante la imposibilidad de tener un espacio privado. F y 3ra: un “gran hermano” sin cámaras ni lujos.

En cierta ocasión, vino la prima de Camagüey de una de mis compañeras de cuarto, para pasar unos días en la Habana. La primera noche nos despertó en medio de la madrugada con un verdadero ataque de histeria al oír unos gritos ahogados con una almohada y unos golpes acompasados contra la pared del cuarto colindante. La prima imaginó el set de una violación en toda regla, y temía que el ejecutor continuase su jornada en nuestro cuarto. Tardamos un buen rato en calmarla y hacerle entender que así podían ser, a veces, las noches en la beca. Creo que al otro día retornó a su provincia con la certeza de no regresar nunca más a aquel “antro” lujurioso.

Todos los años cometíamos la misma inocentada. Llegábamos a finales de agosto, recogíamos los colchones que habíamos guardado bajo llave en una habitación y adecentábamos el piso. El segundo año pusimos una cortina en el baño, bombillos en todos los sockets y por supuesto, una cerradura en la puerta de entrada principal y otra en la puerta del cuarto (unos yales antiguos reparados por mi padre). Quizás también colgamos algún cuadrito hecho con postales o con afiches de la feria del libro. Buscamos un sofá abandonado por algún piso y casi logramos reproducir el salón de una casa. En una patada, rompieron las cerraduras; en dos vueltas por el piso robaron la cortina, los bombillos y todo lo que hallaron útil, y en tres, nos dejaron aquello exactamente como lo habíamos recibido al llegar: casi vacío. Así que vivíamos prácticamente a oscuras; teníamos por cerradura un clavo torcido de tal forma que al girarlo sostuviera la puerta y se nos quitaron los deseos de poner cuadritos en las paredes.

Quien se parase en la intersección de esas dos calles podía recibir una lluvia blanquecina en su cabeza, o podía ver estallada, frente a sus pies, una bolsa de excrementos o de simple basura. Podía ver caer desde simples cáscaras de naranja hasta una silla y, en el peor de los casos, no ver nada, sólo sentir el golpe en su propia cabeza. Cuando sucedía esto último, solíamos correr a los balcones para presenciar el espectáculo del transeúnte histérico lanzando improperios al edificio.
Los que no teníamos tiempo para contemplar los veinticuatro pisos de la residencia desde la acera, vivíamos como si nadie necesitara pasar por allí o como si ninguna comunidad colindara con el edificio al que creíamos situado en otro mundo, especie de realidad paralela, en el que las personas podían asearse en el balcón y lanzar sus escupitajos con pasta dental a las aceras. En realidad creo que con aquellos actos “incivilizados” hacíamos evidentes las reglas del juego en el que vivíamos, en un lugar donde era imposible asearse asiduamente, comer con agrado o dormir con placidez. Nuestra desidia hablaba por nosotros mejor que cualquier acto de protesta; era la forma en que hacíamos transparente nuestra vida cotidiana en aquel solar vertical y ruidoso.

Podían pasar semanas, meses, sin que pudiésemos acercarnos a los baños de los dormitorios desde que se habían tupido un día y fuera imposible desatascarlos, o sin tener agua en el grifo para lavarnos la cara al despertar. Si el olor se hacía insoportable, siempre nos quedaba el balcón para airearnos gratamente mientras nos lavábamos la boca. Casi todas las tardes subía, lenta y resignadamente, 168 escalones hasta llegar al piso 12 con un cubo de agua para el aseo y con otro que servía de contenedor para transportar pomos -botellas- de tu kola llenos de agua. (Alguien nos enseñó que si poníamos dentro del cubo seis pomos de 1 litro y medio, transportábamos más agua y teníamos menos probabilidades de derramarla que si llenábamos directamente el cubo).

Los días que milagrosamente funcionaba el viejo elevador, las colas eran interminables: el recibidor se llenaba de agua y nuestros pasos poco a poco se hacían más pegajosos hasta formar el “patiñero”. Los más listos subían algunos pisos para coger el elevador desde allí, mientras en el primero esperaban los que, de tan cargados, apenas podían moverse y solo les quedaba maldecir cada vez que se abrían las puertas del Otis y comprobaban que no podrían montarse tampoco esta vez. En otras ocasiones el agua escaseaba hasta en el grifo del primer piso y la avería podía durar semanas enteras. Eran los días del éxodo: planificábamos las migraciones y, si teníamos suerte, matábamos dos pájaros de un tiro: nos duchábamos y cenábamos comida casera.

Una tarde, tocaba visitar a las primas lejanas de una compañera de piso -que vivían, para su desgracia, cerca de la beca; otra, lo intentábamos con algún colega habanero. Y agotadas las posibilidades, debía visitar a la familia, aunque para llegar hiciese falta emplear unas horas en el viaje y otras tantas en rodeos familiares (cuentos y más cuentos), antes de pasar a satisfacer las urgencias más elementales.
Cada vez que iba a la casa de mi profesor de solfeo (a partir del tercer año estuve en el coro de la Universidad y decidí pagar treinta pesos semanales para suplir mi ignorancia con las partituras), me las arreglaba para escapar al váter y allí, en la tranquilidad de un baño de hogar, aquietaba la lujuria de oír el agua correr y verla escurrirse milagrosamente por el desagüe. Regresaba después a la clase, al cabo de los veinte minutos, feliz y sin una gota de vergüenza. En ese intervalo, mis compañeras de solfeo tenían que enfrentar la intranquilidad del profesor que seguramente pensaba que yo andaría vagando en puntillas de pie por su casa con afán de desvalijársela. Así, cada miércoles, como si la visita al baño viniese incluida en la tarifa.

Mi bolso era una casa exprés (o un agujero negro si intentaba encontrar algo con prisa). Dentro podía haber desde un cepillo de dientes, ropa interior, una toalla y un pulóver, por si tocaba exiliarse sin previo aviso, (incluso, por si a última hora decidía torcer rumbo y escaparme vía autopista a Pinar del Río) hasta el pan del desayuno, guardado con previsión para el momento más agudo del día, todo conviviendo en perfecto acople de batiburrillo con los libros, las agendas, los carnés de la biblioteca, los bolis… Y con esa mochila a cuestas andaba todo el día, todos los días del curso, almacenando cosas útiles, incrementando hasta el límite su posibilidad de resistencia.

Tanta escasez de limpieza; tanta insuficiencia de lejía y desinfectantes, de agua potable lustrando las losas de los pisos, cuartos y baños, provocaba que los ácaros se multiplicaran en nuestra piel, las bacterias en los estómagos y que el cráneo se viera invadido, de vez en cuando, por minúsculos insectos a los que no les habíamos dado permiso de entrada. En tercer año fui un complejo sistema ecológico de una biodiversidad sorprendente, y mi larguísimo pelo tuvo que verse disminuido a un pelado de escasos milímetros para controlar la plaga.

En esos años solía ser más poderoso el espíritu de subsistencia y esa dignidad que nos libraba de la indiferencia y del despojo cada vez que nos recomponíamos con nuestro mejor aspecto para introducirnos en la vida de la ciudad, tan caótica y desvencijada como la beca de F y 3ra, pero cuyo deterioro apenas veíamos, casi siempre circunscritos a los beneficios del Vedado −a los conciertos, la cinemateca, exposiciones, o un atardecer en el malecón…
En esa beca conocí a mi actual pareja, compañero de piso durante muchos años. Pero antes, tuvo que pasar la dura prueba de auxiliarnos cada vez que, de noche, necesitábamos una “representación masculina” para ir a las zonas más oscuras del piso -las duchas-; o trasladar los cubos de un lugar a otro, o matar una cucaracha, u oír pacientemente nuestros comentarios infinitos. Compartimos el té con azúcar y los “polvorones” camagüeyanos (que la madre de mi amiga Natasha nos mandaba en unas cajas como de mudanza y que nos duraban eternamente), la música de la radio (“Buenas noches, ciudad” de Carlos Figueroa), libros y más libros y varios festivales de cine. Al final, como me lo ha recordado hace poco una de aquellas amigas de entonces, haber vivido en la beca y no haberse dejado la felicidad en el intento, valió la pena: nos hizo inmunes no solo a los bichos sino, sobre todo, a las trampas del pesimismo.

domingo, 16 de enero de 2011


(Foto tomada del blog F y 3ra)

F y 3ra. (Primera parte)

Después de vivir casi un año en casa de los tíos, un día hice la maleta y decidí renunciar. Rajarme. Pero antes de regresar definitivamente a Pinar del Río me quedé en la residencia de F y 3ra con unas compañeras de aula. El olor enrarecido de los pisos, el olor de los colchones, de las taquillas, el olor de los baños, de la comida y hasta del agua, supuestamente insípida e inodora, me dejó inhabilitada para tomar cualquier decisión. En aquellos días, el único pensamiento que ocupaba mi mente era aprender las técnicas −ya aprendidas por mis amigas− que harían más vivible mi vida transitoria en la residencia estudiantil: las técnicas para desplazar mentalmente el olor, anular el sonido, dejar de mirar la suciedad y cerrar el paladar para que, sin apenas llegar a sentir el sinsabor del sinsentido, la comida pasara como por un embudo de la boca al estómago. Esos días de tránsito se volvieron semanas y el instinto de sobrevivir fue más poderoso que el de renunciar. Y me quedé a vivir allí.

Ninguna de mis compañeras de cuarto podía explicarse aquella reacción semejante a la felicidad cuando, asomada al balcón de la beca −a expensas de que me cayera una saliva en la cabeza−, les explicaba que me sentía a gusto. En realidad estaba allí "por gusto": innecesariamente, pues podía vivir mucho más cómoda en la casa de mi familia, pero justamente por no tratarse de una obligación, sino más bien de una elección, estaba a gusto. (Realmente lo que evidenciaba era mi necesidad desequilibrada de sentir el agua al cuello para solo entonces comenzar a nadar. Resistir sería la palabra exacta, y en el proceso de resistir, olvidar poco a poco que se resistía).

Sentía −y quizás exageradamente− el placer de la sobrevida; ese que seguramente sienten los que, después de una catástrofe, amanecen en la ruina pero con el insensato encanto de poder registrarla, de dar testimonio. Entre tanta energía empleada para subsistir −y empleada sobre todo para disimular e incluso disfrutar la subsistencia, de tal modo que no se percibiera como tal, pues de lo contrario la estancia obligatoria en la beca podía convertirse en un suplicio inaguantable− apenas tenía tiempo para el lamento o la autocompasión. De lo que se trataba en aquellos días era de anular casi todo acto volitivo −dependía de agentes externos que me situaban, emplazaban y movían como una ficha de ajedrez−; casi toda autorreflexividad −difícilmente podría ensimismarme viviendo en aquella maldita circunstancia de gente por todas partes− y casi todo acto sensitivo −como explicaba, trataba de no sentir la fría y pegajosa textura del pasamanos de las escaleras, de no oler el saco donde había sido envasado el arroz que me estaba llevando a la boca, de no oír el banquete de las cucarachas en la taquilla donde se guardaba el pan tostado. O para ser más exacta, de sentir todas estas percepciones no como algo preconcebido −y que, entonces, me darían una infinita repugnancia− sino como algo que habría que empezar a bautizar con nuevos códigos y palabras. Una especie de oficio adánico en un mundo distópico.

En la beca debía, ante todo, desaprender para luego aprender. Des−aprehender (y soltar la mayor cantidad de amarras que tuviese) para luego aprehender. En ello radicaba la sobrevida (es decir, mantenerse a flote) en aquel estado de excepción en el que vivíamos desmintiendo casi todos los nombres que antes le habíamos dado a la seguridad, al placer, al bienestar.

Recuerdo que por aquellos años apenas me miraba al espejo; era algo innecesario, una acción que aportaba poco. (Aunque en realidad sí que nos mirábamos de cuerpo entero en el cristal sucio y reflectante de la puerta del balcón. Aquella superficie era incapaz de reproducir detalles, sino más bien una presencia que identificábamos con nuestra imagen). Apenas teníamos tiempo para aquel acto de vanidad. Nos levantábamos y después de agenciarnos unas gotas de agua en un tanque herrumbroso y vestirnos con urgencia, corríamos escaleras abajo, primero doce y después dieciocho pisos, para alcanzar el lujoso desayuno −y lo digo sin ironía: en mi caso, era la única comida “tragable” del día: un pan viejo que ultra−tostaban para que no notásemos su vejez y un yogurt pastoso y ultra−ácido, pero que tomaba convencida de su poder alimenticio: mientras más ácido estuviese más creía en su “autenticidad” láctea. Y después nos lanzábamos a la calle a coger una “botella” que nos ahorrara el camino a la facultad o nos íbamos casi corriendo, después de convencernos que cada vez era más difícil atrapar un "chance". Y una vez allí, y frente a frente a los espejos del baño de la Escuela de Letras, me permitía unos instantes de soledad con mi imagen, breves instantes, no nos engañemos: el olor del amoníaco y del azufre no se soportan por mucho tiempo. Muchas veces sentía que si me miraba demasiado al espejo podía "corromperme", pero sobre todo temía que este acto tan simple me llevara a la idea de renunciar, a hacer las maletas y regresar a casa, donde me quedaría para siempre mirándome al espejo, inútil y embrutecida. (Vivía convencida de que había cierta relación entre la pulcritud física y la inteligencia. Con este axioma machista justificaba mi desaliñada apariencia de estudiante becada: no tenía otra opción.)

Los espejos, repito, eran innecesarios; nos restaban un tiempo de oro que debíamos emplear en labores de subsistencia: buscar y cargar agua desde el comedor a los pisos donde viviésemos; hacer interminables colas ya sea para almorzar y comer, para coger el elevador si algún técnico milagroso lo había puesto a funcionar, o para comprar algunas croquetas en el "Recodo" -una cafetería que casi podría haberse llamado rescoldo, ceniza residual de un fuego extinguido hacía muchos años. O para salir a buscar un sitio donde ducharse, en caso de que ese día no hubiese agua en la beca. Después de tantos ajetreos, de tantas precariedades poco a poco solventadas −o insolventables− a pocos nos quedaban deseos de organizar el cabello, de maquillarnos para la cabriola de la escasez.

Creo que esta simple idea de que no teníamos tiempo para contemplarnos en el espejo sería fundamental para entender cómo anulábamos poco a poco nuestra subjetividad, nuestra conciencia de individualidad (tan falsa como necesaria). Por el contrario, cada vez más nos percibíamos como un conglomerado −los estudiantes de F y 3ra; los chicos de la beca−, una gran masa que retumbaba del primero al último piso: si antes lo que nos confirmaba en la igualdad era el uniforme azul con las perfectas medias hasta la rodilla, ahora, en la vida universitaria, lo que nos igualaba era la sensación de repetir y repartir la precariedad: los mismos espacios habitados por cuerpos que pergeñaban agua en los mismos tanques herrumbrosos; los mismos baños tupidos, las mismas cañerías rotas, y el rito de correr escaleras abajo para alcanzar el mismo desayuno. Pero sobre todo, la misma sensación de impotencia o de irreversibilidad.

Una frase bastante simple de Hannah Arendt puede explicar lo que podía haber sentido en mi tránsito a la residencia estudiantil: Dice Arendt que “el más claro signo de deshumanización no es la rabia o la violencia, sino la evidente ausencia de ambas”; y si estaba llena de ira antes de mudarme para la beca, al llegar a ella perdí absolutamente la necesidad de expresarla que es, en definitiva, el verdadero sentido de la ira y en donde radica su fuerza: en su expresión, en su visibilidad. En el gobierno mal gobernado de la casa de mis tíos podía ejercer mi protesta, así fuera a través de la violencia o de la angustia: me era posible intervenir de alguna forma. En F y 3ra más bien tocaba cerrar el pico y aprender a sobrevivir. La otra opción, que ya para entonces la había descartado, era la de regresar a casa y resignarme a la derrota, a eso que en Cuba se llama “rajarse” y que, en cierta medida, se seguía viviendo como una vergüenza.

jueves, 25 de noviembre de 2010

VAGÓN 204



"Para no olvidar".

Discurso de Fidel Castro, 13 de marzo de 1963.

En ese discurso del 13 de marzo de 1963 en la escalinata de la Universidad de la Habana se dijeron cosas muy importantes; algunas que leídas hoy, provocan una risa dolorosa, como cuando Fidel dice que los pobres "del pasado" (de ese pasado que es el ahora mismo en Cuba) vivían añorando, en la otra vida, lo que no podían tener en esta. Dice el "imagintivo" Castro:

"Imagino cómo verá un pobre el cielo, y tal vez se imagine el cielo con un gran automóvil, vajillas de plata, un palacio y una pierna de cerdo o de res asada en la mesa de su casa".

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