No sé si estos trenes seguirán ahí, oxidándose en una especie de basurero improvisado a la entrada del Barrio Chino de la Habana. La foto la hice en el 2009.

sábado, 19 de marzo de 2011

Enchilado de langosta



Al cabo de unos años viviendo becada en La Habana y en medio del “Período Especial" tuve que comenzar a buscar vías alternativas para mi subsistencia. Por aquel entonces, más de medio país se afanaba en comercializar en el mercado negro y a una ínfima parte, o le llegaban los insumos por otras vías -porque estuviese vinculada directa o indirectamente al poder o al turismo-, o sufría el desabastecimiento de la bodega.

Fueron los años de las transformaciones, de los cambios radicales en la apariencia de los cubanos: los gordos del barrio adelgazaron de golpe y apenas tuvieron tiempo para reacomodar el cuerpo y los pantalones (algunos los ajustaban con unas sogas que funcionaban como cintos improvisados). Los delgados de siempre enseñamos nuestras caras huesudas, nuestros pómulos más pronunciados que nunca. Recuerdo que una amiga bromeaba diciendo que su mandíbula llegaría a atrofiarse de no usarla y masticaba el aire para ejercitarla. Muchos envejecieron prematuramente y algunos tics nerviosos empezaron a delatar los comienzos de un deterioro que podía terminar en demencia o en suicidio. A veces la barba disimulaba la delgadez. A veces, todo lo contrario. Pero la barba era un look impuesto a falta de cuchillas de afeitar. Un colega barbudo cruzó un día un parque lleno de adolescentes y uno de ellos exclamó: “mira, si se parece a Carlos Marx”, a lo que otro apuntó: “no, está muy flaco para ser Carlos Marx, en todo caso sería Federico Engels.” (Los referentes de mi generación eran asombrosos. Ahora lo compararían con cualquier cantante o actor de moda). El país se convirtió en un pueblo de hombres y mujeres quijotescos; seguíamos con nuestras cuotas diarias de sacrificio y revolución y con la cuota de la bodega reducida al mínimo.

Alguien me ha contado recientemente que en aquella época su madre solía machacar unos filetes imaginarios -y haciendo bastante ruido- para que en el barrio creyeran que comerían carne ese día. Según su madre, los vecinos hacían lo mismo, pues a pesar de ser unos médicos de prestigio que por lo general podían conseguir un "extra" gracias a los regalos de los pacientes, difícilmente tendrían carne tan a menudo. Y cada vez que los oía machacar bistecs, allá iba ella también a buscar el mazo y a aporrear la madera, para no ser menos. Vivíamos del cuento, del aire y de la dignidad, y como del aire no se puede vivir por mucho tiempo, los cuentos se multiplicaron y la dignidad comenzó a resquebrajarse. El cambalache, la estafa, y el mercado negro crecieron a ritmos acelerados.

Las colas de langosta eran unos de esos manjares inalcanzables antes y después del Período Especial, no sólo porque se vendían exclusivamente en el mercado negro sino, sobre todo, por los riesgos que implicaba su comercio y por el elevado precio que podían llegar a tener. La compra-venta de langostas era casi tan penalizada como la de carne de vaca, pues todo el marisco que se pescase en aguas tropicales parecía poco para satisfacer al mercado japonés, dispuesto a pagar -según se decía- hasta por los carapachos, usados como materia prima para hacer pinturas. (Esto recuerdo haberlo oído en varias ocasiones, aunque no sé si saldría de nuestra imaginación).

Uno de esos fines de semana que pasaba en Pinar, un pescador del Puerto de la Coloma tocó en mi casa para proponernos colas de langosta. Le compramos a pesar del miedo que acompañaba esta acción y con todo el sigilo reglamentario. Ya yo estudiaba en La Habana y se me ocurrió que podría revender las colas que se salvasen del enchilado de langosta que ese mediodía prepararía mi madre. "Enchilado" era una de esas palabras que yo saboreaba en la boca antes de comerme lo que ella significaba. La palabra por sí sola prometía algo sofisticado, bien distinto al soso menú diario: más allá de una salsa agridulce exquisita, se trataba, sobre todo, de una elaboración tradicional que revivía la cocina cubana. En tales ocasiones el almuerzo era de lujo, comida de turistas adinerados, de japoneses que ya no comerían aquellas langostas en su casa nipona, o de altos dirigentes. Las habladurías populares sostenían que Fidel adoraba aquel marisco; en realidad, cualquier cosa que nos era imposible comer, siempre la poníamos en boca -literalmente- del Presidente. Al caer la noche, acompañaba a mi padre a botar los cuescos chupados y rechupados. Los envolvíamos en varias hojas de periódicos y nos íbamos a un monte bastante lejano de la casa para despistar a los chismosos y a los guardianes del CDR. Allí tirábamos el paquete como si tratáramos de deshacernos de un cadáver que ya comenzara a apestar o como si hiciéramos una ofrenda al dios de las comidas imposibles.

El lunes de madrugada viajé a La Habana con varias colas de langosta congeladas. La policía solía revisar los ómnibus, alumbrar la cara de los posibles traficantes con un linterna amenazadora y meter las manos en cuanto bolso o maleta les pareciese sospechoso. Según la "vox pópuli", mientras más paquetes de carne, mariscos o viandas fueran requisados más posibilidades de repartir el botín antes de llegar a la estación, sobre todo si aparecía algún equipaje sin un dueño a quien tomar declaraciones. Cuando uno de los policías preguntaba: “¿de quién es este maletín?, no se oía ni una mosca en el autobús. Cualquier gesto indiscreto podría involucrarte y, cuanto menos, perderías el viaje. De todas formas, raras veces revisaban a los estudiantes, así que pasé los controles con serenidad.

Ya en La Habana empecé a recorrer las “paladares” del Vedado. En la primera, la mujer con la que hablé me dijo rotundamente que NO, que ellos no ofrecían productos ilegales en su menú, y me alargó la carta con desprecio para que lo comprobara. Con vocecita cómplice le insinué que todo el mundo sabía que en las paladares se vendían mariscos “por debajo del tapete” y que, por supuesto, no aparecían en el menú. Me amenazó con la policía. En la segunda me preguntaron si yo venía de parte de Papito. Dudé. El “sí” era la respuesta equivocada. Me echaron de allí diciéndome que Papito era un estafador y un carero (y que le dijera bien claro que no volviera por allí). En la tercera, ya a media mañana y con las colas casi descongeladas, cambié de estrategia. Decidí sentarme a merendar aunque tuviese que sacrificar el CUC de la semana en un refresco. Mientras la camarera me lo servía, le solté la oferta de las langostas, ya a dos por una. Me miró con ira y me dijo, casi gritándome, que los dejáramos tranquilos, que estaban cansados de la vigilancia. ¡Ah, y ni te pienses que no te voy a cobrar el refresco!, remató. Por más que le expliqué que yo no era de la Seguridad del Estado no hubo manera de convencerla; aunque evidentemente yo no tenía cara de “segurosa”, mucho menos de vendedora de langosta. No podía creer lo que me estaba pasando. Había pensado que en La Habana me quitarían las langostas de las manos y que incluso, me encargarían más. Pero la intriga con la que yo proponía el producto o mi voz indecisa y temblorosa, levantaba sospechas. Por lo que pude inferir, los negocios particulares estaban siendo asediados por inspectores que cobrarían muy caro su silencio si detectaban alguna irregularidad. Después de medio día zapateando el vedado las langostas empezaron a apestar y en ese estado, ya nadie se atrevería a comprarlas.

Esa tarde un olor penetrante invadió F y 3ra. Mientras subía las escaleras a oscuras -había bajado al comedor con las tarjetas de mis compañeros de piso y varios tupperware (en Cuba, pozuelos) para recoger el arroz blanco de la comida- alguien comentó: “¡parece que en algún piso están cocinando marisco!”, y otra voz de más arriba se burló: “¡¿marisco en F y 3ra?!”
Esa noche los habitantes del piso 12 saboreamos un exquisito enchilado de langosta como si estuviésemos comiendo en una costosa "paladar" habanera. Después, tiramos los cuescos sin envolver a la montaña de basura que se acumulaba en la esquina de la beca. Nunca darían con la identidad de la traficante.