No sé si estos trenes seguirán ahí, oxidándose en una especie de basurero improvisado a la entrada del Barrio Chino de la Habana. La foto la hice en el 2009.

domingo, 20 de febrero de 2011

En la beca de F y 3ra (2da parte)


(Foto tomada del blog F y 3ra)

Muchos saben de sobra a qué me refiero cuando digo beca de F y 3ra o Fy 3ra a secas. A otros, aún cuando hayan intentado comprender la compleja realidad cubana, se les escapa el sentido. Beca, según la RAE, es una “Subvención para realizar estudios o investigaciones”; algo a lo que aspiran la mayoría de los jóvenes europeos si desean continuar haciendo estudios de post-licenciatura (máster, doctorados). En definitiva, dinero para vivir, para desplazarse, para solventar los problemas de alquiler y alimentación, etc.
En Cuba, no se le llama beca al estipendio que se recibe (al salario de 15 pesos mensuales que nos daban no recuerdo si se le llamaba con algún nombre especial), sino a las edificaciones en las que se vive mientras se estudia, en algunos casos desde la primaria hasta la universidad. Mi hermano, por ejemplo, salió por la puerta de mi casa vestido de azul con pañoleta roja a los 12 años -yo tenía en ese entonces unos 3- y nunca más conviví con él salvo los fines de semana y los meses de vacaciones. Era como un visitante de domingo o un hermanastro que, después de un pleito por su custodia compartida, al fin le permitiesen estar en casa sólo ciertos días planificados. Y la calidad de esas edificaciones dependía de muchísimos factores, desde la prioridad que se le diese a la escuela como logro de la revolución, su ubicación geográfica o la edad de las estructuras, a veces envejecidas rápidamente (a los dos años de su construcción o restauración) ya sea por la ínfima calidad de los materiales, porque éstos hubiesen sido “extendidos” para la venta ilegal del sobrante o porque, en definitiva, no hay construcción que aguante el paso de miles de estudiantes en etapas adolescentes...

Quien diga que la emigración ha roto la familia cubana sólo afirma una verdad a medias: esa hipotética familia estaba rota de antemano. Crecimos con la imposición de dejar precozmente la casa y con la idea de que sólo quien lograse cortar amarras sin que le doliese demasiado garantizaba el éxito preconcebido para el estudiante en Cuba: un largo camino de beca en beca. En cierta medida, nos adiestraron al exilio sin proponérselo.

Así, cuando los que no hayan vivido en Cuba lean beca de F y 3ra sabrán que me refiero al lugar donde tuve que pagar, con dosis obligatorias de inhospitalidad, el privilegio de no tener que abonar mis estudios universitarios en la capital. Los sufragaba, en cambio, con el alto precio de vivir en un espacio que rozaba los límites de lo inhabitable y lo salubre (eso sin insistir demasiado en que los límites psicológicos, habían sido sobrepasados sin dudas).
F y 3ra: el sitio sitiado donde desaprendí el placer de la domesticidad y me nació un asilvestrado instinto de conservación ya ensayado en las becas anteriores; una dirección cualquiera en la Habana; para muchos, LA dirección. Allí, los que debimos posponer nuestras sencillas evidencias de bienestar (como esa perfección del huevo frito, tan simple y tan difícil de conseguir, con los bordes tostados y la yema blanda en su centro) y convertirlas en promesas de fin de semana o fin de año, evocadas como un pensamiento obsesivo en el autobús que nos llevaba de camino a casa.

En esa esquina tuve que vivir durante cinco años junto a otros cuerpos que, como yo, bajaban y subían las escaleras a oscuras contando los siete escalones de cada intervalo; desfilaban con sus bandejas metálicas a la espera de que les fueran servidas las porciones de alimentos; cargaban el agua en cubos e iban desparramándola escaleras abajo hasta llegar a los pisos de destino, ya fuese el doce, el dieciocho, o el veinticuatro, para después allí, ahorrarla al máximo en imprescindibles funciones de aseo y consumo; y dormían o hacían el amor en silencio, mientras el resto de los compañeros del cuarto fingían, condescendientes, que roncaban y hasta se quedaban dormidos arrullados por el ritmo de las parejas que poco a poco iban postergando la timidez ante la imposibilidad de tener un espacio privado. F y 3ra: un “gran hermano” sin cámaras ni lujos.

En cierta ocasión, vino la prima de Camagüey de una de mis compañeras de cuarto, para pasar unos días en la Habana. La primera noche nos despertó en medio de la madrugada con un verdadero ataque de histeria al oír unos gritos ahogados con una almohada y unos golpes acompasados contra la pared del cuarto colindante. La prima imaginó el set de una violación en toda regla, y temía que el ejecutor continuase su jornada en nuestro cuarto. Tardamos un buen rato en calmarla y hacerle entender que así podían ser, a veces, las noches en la beca. Creo que al otro día retornó a su provincia con la certeza de no regresar nunca más a aquel “antro” lujurioso.

Todos los años cometíamos la misma inocentada. Llegábamos a finales de agosto, recogíamos los colchones que habíamos guardado bajo llave en una habitación y adecentábamos el piso. El segundo año pusimos una cortina en el baño, bombillos en todos los sockets y por supuesto, una cerradura en la puerta de entrada principal y otra en la puerta del cuarto (unos yales antiguos reparados por mi padre). Quizás también colgamos algún cuadrito hecho con postales o con afiches de la feria del libro. Buscamos un sofá abandonado por algún piso y casi logramos reproducir el salón de una casa. En una patada, rompieron las cerraduras; en dos vueltas por el piso robaron la cortina, los bombillos y todo lo que hallaron útil, y en tres, nos dejaron aquello exactamente como lo habíamos recibido al llegar: casi vacío. Así que vivíamos prácticamente a oscuras; teníamos por cerradura un clavo torcido de tal forma que al girarlo sostuviera la puerta y se nos quitaron los deseos de poner cuadritos en las paredes.

Quien se parase en la intersección de esas dos calles podía recibir una lluvia blanquecina en su cabeza, o podía ver estallada, frente a sus pies, una bolsa de excrementos o de simple basura. Podía ver caer desde simples cáscaras de naranja hasta una silla y, en el peor de los casos, no ver nada, sólo sentir el golpe en su propia cabeza. Cuando sucedía esto último, solíamos correr a los balcones para presenciar el espectáculo del transeúnte histérico lanzando improperios al edificio.
Los que no teníamos tiempo para contemplar los veinticuatro pisos de la residencia desde la acera, vivíamos como si nadie necesitara pasar por allí o como si ninguna comunidad colindara con el edificio al que creíamos situado en otro mundo, especie de realidad paralela, en el que las personas podían asearse en el balcón y lanzar sus escupitajos con pasta dental a las aceras. En realidad creo que con aquellos actos “incivilizados” hacíamos evidentes las reglas del juego en el que vivíamos, en un lugar donde era imposible asearse asiduamente, comer con agrado o dormir con placidez. Nuestra desidia hablaba por nosotros mejor que cualquier acto de protesta; era la forma en que hacíamos transparente nuestra vida cotidiana en aquel solar vertical y ruidoso.

Podían pasar semanas, meses, sin que pudiésemos acercarnos a los baños de los dormitorios desde que se habían tupido un día y fuera imposible desatascarlos, o sin tener agua en el grifo para lavarnos la cara al despertar. Si el olor se hacía insoportable, siempre nos quedaba el balcón para airearnos gratamente mientras nos lavábamos la boca. Casi todas las tardes subía, lenta y resignadamente, 168 escalones hasta llegar al piso 12 con un cubo de agua para el aseo y con otro que servía de contenedor para transportar pomos -botellas- de tu kola llenos de agua. (Alguien nos enseñó que si poníamos dentro del cubo seis pomos de 1 litro y medio, transportábamos más agua y teníamos menos probabilidades de derramarla que si llenábamos directamente el cubo).

Los días que milagrosamente funcionaba el viejo elevador, las colas eran interminables: el recibidor se llenaba de agua y nuestros pasos poco a poco se hacían más pegajosos hasta formar el “patiñero”. Los más listos subían algunos pisos para coger el elevador desde allí, mientras en el primero esperaban los que, de tan cargados, apenas podían moverse y solo les quedaba maldecir cada vez que se abrían las puertas del Otis y comprobaban que no podrían montarse tampoco esta vez. En otras ocasiones el agua escaseaba hasta en el grifo del primer piso y la avería podía durar semanas enteras. Eran los días del éxodo: planificábamos las migraciones y, si teníamos suerte, matábamos dos pájaros de un tiro: nos duchábamos y cenábamos comida casera.

Una tarde, tocaba visitar a las primas lejanas de una compañera de piso -que vivían, para su desgracia, cerca de la beca; otra, lo intentábamos con algún colega habanero. Y agotadas las posibilidades, debía visitar a la familia, aunque para llegar hiciese falta emplear unas horas en el viaje y otras tantas en rodeos familiares (cuentos y más cuentos), antes de pasar a satisfacer las urgencias más elementales.
Cada vez que iba a la casa de mi profesor de solfeo (a partir del tercer año estuve en el coro de la Universidad y decidí pagar treinta pesos semanales para suplir mi ignorancia con las partituras), me las arreglaba para escapar al váter y allí, en la tranquilidad de un baño de hogar, aquietaba la lujuria de oír el agua correr y verla escurrirse milagrosamente por el desagüe. Regresaba después a la clase, al cabo de los veinte minutos, feliz y sin una gota de vergüenza. En ese intervalo, mis compañeras de solfeo tenían que enfrentar la intranquilidad del profesor que seguramente pensaba que yo andaría vagando en puntillas de pie por su casa con afán de desvalijársela. Así, cada miércoles, como si la visita al baño viniese incluida en la tarifa.

Mi bolso era una casa exprés (o un agujero negro si intentaba encontrar algo con prisa). Dentro podía haber desde un cepillo de dientes, ropa interior, una toalla y un pulóver, por si tocaba exiliarse sin previo aviso, (incluso, por si a última hora decidía torcer rumbo y escaparme vía autopista a Pinar del Río) hasta el pan del desayuno, guardado con previsión para el momento más agudo del día, todo conviviendo en perfecto acople de batiburrillo con los libros, las agendas, los carnés de la biblioteca, los bolis… Y con esa mochila a cuestas andaba todo el día, todos los días del curso, almacenando cosas útiles, incrementando hasta el límite su posibilidad de resistencia.

Tanta escasez de limpieza; tanta insuficiencia de lejía y desinfectantes, de agua potable lustrando las losas de los pisos, cuartos y baños, provocaba que los ácaros se multiplicaran en nuestra piel, las bacterias en los estómagos y que el cráneo se viera invadido, de vez en cuando, por minúsculos insectos a los que no les habíamos dado permiso de entrada. En tercer año fui un complejo sistema ecológico de una biodiversidad sorprendente, y mi larguísimo pelo tuvo que verse disminuido a un pelado de escasos milímetros para controlar la plaga.

En esos años solía ser más poderoso el espíritu de subsistencia y esa dignidad que nos libraba de la indiferencia y del despojo cada vez que nos recomponíamos con nuestro mejor aspecto para introducirnos en la vida de la ciudad, tan caótica y desvencijada como la beca de F y 3ra, pero cuyo deterioro apenas veíamos, casi siempre circunscritos a los beneficios del Vedado −a los conciertos, la cinemateca, exposiciones, o un atardecer en el malecón…
En esa beca conocí a mi actual pareja, compañero de piso durante muchos años. Pero antes, tuvo que pasar la dura prueba de auxiliarnos cada vez que, de noche, necesitábamos una “representación masculina” para ir a las zonas más oscuras del piso -las duchas-; o trasladar los cubos de un lugar a otro, o matar una cucaracha, u oír pacientemente nuestros comentarios infinitos. Compartimos el té con azúcar y los “polvorones” camagüeyanos (que la madre de mi amiga Natasha nos mandaba en unas cajas como de mudanza y que nos duraban eternamente), la música de la radio (“Buenas noches, ciudad” de Carlos Figueroa), libros y más libros y varios festivales de cine. Al final, como me lo ha recordado hace poco una de aquellas amigas de entonces, haber vivido en la beca y no haberse dejado la felicidad en el intento, valió la pena: nos hizo inmunes no solo a los bichos sino, sobre todo, a las trampas del pesimismo.