No sé si estos trenes seguirán ahí, oxidándose en una especie de basurero improvisado a la entrada del Barrio Chino de la Habana. La foto la hice en el 2009.

domingo, 13 de junio de 2010

[8] Nubes o Mapas



Crecimos fingiendo ver un caimán donde realmente veíamos el dibujo de un país, tan caprichoso como el de cualquier archipiélago. Nunca creí que las fauces cerradas fueran mi provincia -¿o la cola?- y que la panza fuera Cienfuegos. La Isla tenía forma de isla o, si había que imaginar algo, apostaba por una nube alargada. (Siempre prefería jugar con mi abuelo a las nubes que a los mapas: en el primero, inventaba formas y mentía libremente con la excusa de que la nube ya se había transformado; en el segundo, cada cosa tenía su nombre y había que recordar.)

Para colmo de coincidencias, en una pared del trabajo de mis padres y cual si se tratara de una obra de arte, colgaba un caimán disecado que me miraba con ojos tan falsos como hipnóticos. Muchas tardes, después de la escuela, debía vagar por aquel sitio mientras mis padres escribían ecuaciones en las pizarras. Me escapaba entonces, con una amiga a observar el caimán, con esa mezcla de fruición y pavor que siempre se siente frente a lo prohibido: estaba segura que de un momento a otro reptaría por la pared y tendríamos que huir todos despavoridos -incluyendo padres y alumnos. Por eso mismo, me negaba a habitar un sitio que se pareciera a un lagarto. ¿Qué niño querría vivir, por ejemplo, en un país-rana, país-vaca, país-murciélago?

Lo digo en una clase y se ríen. Tengo escasa imaginación. Para el próximo día deberé llevar dibujado un inmenso caimán dormido que me desvela toda la noche. El dibujo debería conjugar varios caprichos: ser a la vez un caimán y un hombre; una isla con uniforme verde-olivo, o un lagarto con barba, o con un fusil al hombro (¿pero cómo un lagarto puede tener barba, hombros?). Los símbolos pueden ser muy complejos para un niño y sumirlo en un universo mágico del que le costará salir...

Al final me decanté por calcar la isla de un mapa escolar y encima de La Habana poner una gorra como la del Comandante. Se me ocurrió sacar un brazo de la Ciénaga de Zapata y convertir a la Isla de la Juventud en una mano empuñando un machete (este "golpe de efecto" hizo que seleccionaran el dibujo para enviarlo a “Revista de la Mañana”, aunque al final se quedó varado en las gavetas de mi padre, junto a fragmentos de cabellos de mi niñez y postales antiguas).
Volviendo a mirar mi “obra”, me sorprende la especie de acto de suicidio que había dibujado: el machete apunta hacia la “garganta” de la isla. Cubro de símbolos y héroes toda la página, como si un horror vacui me dominara: había que dejar claras las adhesiones, o más bien, las adhesiones hablaban por ti, desplazaban la imaginación que seguramente, de haber sido potenciada, me permitiría dibujar otras cosas. Aquello fue mi particular encuentro surrealista de la máquina de coser con el paraguas, en una mesa de disección. Una máquina (¿Singer?) que zurcía en el mapamundi los contornos de una figura inexistente -el paraguas sustituido por un machete-, mientras éramos nosotros los sometidos al corte, a la incisura…

Veíamos en la tele al caimán vestido de miliciano asestándole un golpe al tiburón. Los códigos estaban muy claros: el tiburón era el Imperio, o en realidad, todo lo que estuviese merodeando a la Isla, todo lo que osara despertar al caimán, dormido en su letargo. Esta imagen, sin embargo, era -es- demasiado perversa como para haber sido utilizada como metáfora. Los tiburones existían realmente y cercaban a la isla como una barrera hambrienta dispuesta a digerir a los inconformes, tantos y tantos lanzados al salado -que no dulce- abismo. Desde la canción ramplona de Farah María, hasta la patriótica de Rubén Blades se nos recordaba que el mar estaba lleno de tiburones acechantes. Que era mejor la quietud de la tierra en la que estábamos plantados como árboles o yerbas silvestres.

Hoy leo una versión metafórica muy diferente para evocar a la Isla. Una versión en la que tampoco me reconozco. Ya no es un "hombre aguerrido", sino una “trigueña antillana” exhibiendo sus encantos seductores a embriagados turistas. Curiosamente, la Isla de La Juventud ahora se ha transformado en un "arete": ha abierto el puño, ha soltado el machete y ha renunciado al suicidio heroico...
Desde los noventa volvió a activarse, a pesar del empeño puesto en su borradura, la imagen colonizadora que convertía a la Isla en ese espacio femenino de placer. Así (d)escribe una joven de 17 años a su país, de una manera tan hermosa que hasta podría aparecer en una revista turística:
"Llave mágica y sensual, permanente invitación a la aventura. Tu silueta se recuesta pudorosa al Atlántico y nos hace recordar que eres la perla escapada de manos de un pirata [...] Cofre de tesoros ocultos con un gran arete prendido al sur de La Habana. De valles y playas, eres esa trigueña antillana que llena de ilusión a los viajeros y los envuelves en tus aromas de café y tabaco, de lírico alcohol y de azucenas, de mariposas blancas y de azares. Cómo no amarte, Cuba, en una eterna embriaguez enamorada",por Galia Luz, 17 años, 11º grado. (http://www.editorialox.com/concurso.htm#cuba)

Este texto hace que retroceda a mi anterior viaje a Cuba.
Mientras cruzaba el océano en la barriga de un avión, unos españoles, sentados tras de mí, iban soltando su baba de perros en celo al imaginarse el contoneo de las mulatas caribeñas. Decían que el avión a Cuba debía ser ya una discoteca para ir entrenándose. Casi me giro para fulminarlos con la mirada o con alguna palabra hiriente. Pero no lo hice. Permanecía sentada, semidormida. Como si quisiera profundizar en una herida abierta años atrás evoqué, entonces, aquella solicitud de sexo que me hiciera un mexicano. Se había sentado a mi lado en el malecón, rompiendo abruptamente mi privacidad. Al explicarle que se había equivocado y que, aunque estuviera en aquel sitio "tomado" por las jineteras, yo era una estudiante más bien sosa que jamás se había asomado al mundo de la prostitución. Me insistió: "yo sé que lo necesitas, estás pasando hambre, tus sandalias están casi rotas… " Y en realidad leía en mi rostro (¡y en mis 40 kilos!) las penurias que me imponía la beca de F y 3ra entre los años 1993-1999.
También hilé otras hebras dolorosas del pasado: era una triste "aracné" tejiendo mi propia trampa para acortar las horas de vuelo. En mi primer viaje a Cuba, mientras caminaba por Obispo, desubicada y pretendiendo reconocer aquellas calles por las que tanto había transitado -y que ya eran más bien estrechos pasadizos de nostalgia-, divisé un rostro lejanamente conocido que pensé me socorrería, me daría alguna pista para reencontrarme. Sin embargo, se acerca y me pregunta la nacionalidad en tono neutro de máquina programada: “¿italiani?”, “¿española?”. Trataba de leer de dónde provenía mi ajenía para ponerle precio. Ahora era yo la que podría pagar por un servicio y él, inmediatamente, quien se ponía a enumerar carencias, sandalias rotas... Le digo que nos conocemos -era un antiguo compañero de colegio; acto seguido nos reconocemos con un saludo fugaz, e inmediatamente, nos desconocemos: él sigió empeñado en saber las nacionalidades de las "yumas" que pasaban por su lado y yo por comprar algunas cosas que se necesitaban en casa.

Estábamos a punto de aterrizar y quise ver el caimán desde lo alto, comprobar cuánto de cierto tenía la comparación, mientras mis vecinos, borrachos, exclamaban haber llegado a la bacanal. Pero un tupido celaje ocupaba el lugar de la Isla como una señal que me enlazaba con el pasado, cuando prefería jugar con las nubes, con la incertidumbre de las formas y la ilusión de los cambios, más que con los mapas.



(Foto de Orlando Luis Pardo Lazo)