No sé si estos trenes seguirán ahí, oxidándose en una especie de basurero improvisado a la entrada del Barrio Chino de la Habana. La foto la hice en el 2009.

lunes, 21 de junio de 2010

[9] Por si acaso...


("Bodegón con batidora rusa". José Luis Hernández Castillo)

Mi casa es un baúl gigante de tarecos y recuerdos.
En la sala, los muebles de cedro y pajilla estilo “renacimiento criollo”, de cuando mis abuelos se casaron, tropiezan con el juego del matrimonio de mis padres; en el cuarto, un “chiforrover” de caoba de un bisabuelo se conserva como nuevo... Abro una gaveta y me encuentro unos espejuelos sin una pata, y cuando pregunto a mis padres por qué los guardan, me dicen con toda la lógica del mundo: por si el tornillito de la pata que queda se puede usar de repuesto. Los frascos vacíos ni se botan ni se reciclan, se acumulan por si hacen falta; algunas medicinas se atesoran por si escasean cuando se necesiten.

Una batidora nueva, por muy sofisticada que sea, jamás echará a la basura la batidora rusa con el vaso de aluminio. Cuanto más, la desplazará hacia un lugar menos estratégico en la meseta. Y en efecto, mis padres saben lo que hacen: los equipos rusos parecen eternos, irrompibles. Las lavadoras Aurika continúan funcionando, aunque la mayoría esté mutilada -es preferible exprimir la ropa con las manos a cambio de tener un potente ventilador en casa, hecho con el motor de la centrífuga. Y la Aurika de mis padres no se usa porque otra más moderna hace su trabajo, pero está ahí, como la reina vaga de la casa, por si. (Cuando me torcí el pie en mi último viaje a Cuba me aconsejaron que me diera un “hidromasaje” en la lavadora, una práctica que hasta los fisioterapeutas recomendaban. Al principio pensé que era una broma, pero no, era en serio: con “varias sesiones de Aurika” presumiblemente se quitaba el dolor) [Véase en este enlace un fragmento de discurso de Fidel sobre la escasez de lavadoras en Cuba]
En el patio de la casa, todo lo que sirva para guardar agua se utiliza: desde botellas plásticas de tu kola hasta cubos o cubetas. Cada dos días se llenan los recipientes (eso le supone a mi padre unas 2 horas de trabajo) y todo por si falta el agua al otro día. Muchos de esos envases se apilan, por si se necesitan cuando se vaya a comprar pasta de tomate a granel, yogur de soya, aceite…: el pomo de tu kola, junto a la jabita, es una pieza fundamental del que "forrajea" comida. Por eso, tengo que ahorrarme la vergüenza de que mi padre vaya con uno de ellos a todas partes, por si. El por si acaso ocupa buena parte de la lógica de subsistencia diaria. Y esas costumbres se van convirtiendo en manías, poco a poco.

En el fondo del refrigerador un frasco vivía eternamente: lo sacaban y metían cada vez que descongelaban la nevera y nadie osaba tirarlo ni mucho menos comer de él. Eran unos higos secos tan antiguos que nadie recordaba el año en que habían llegado a casa, presumiblemente en la época del comercio con los países socialistas. Yo fabulaba con que eran mágicos (como los frijoles de Jack), pero no los comía porque temía que se alterara un secreto orden familiar, un acuerdo íntimo que desconocía. Se convirtieron en el talismán de la nevera, en su seña de identidad. En 1999, mi amiga Mabel, en una visita a mi casa, los descubrió y llegó a comer algunos antes de que nuestro grito de pánico la detuviera: no se intoxicó y creo que hasta los encontró “sabrosos”. Así funcionaba mi casa: se ponía una cosa en un sitio y ahí se quedaba, como sucedió con la alcancía rota que siempre estuvo en la cómoda de mi padre, como recuerdo de los años infantiles de mi hermano -hoy con 44-. Supongo que esto les ayudaba a detener el tiempo, a crear pequeños sets donde “filmar” la vida en familia sin que ningún avatar pronosticase cambios, ausencias.

Cuando a finales de los 80’ comenzaron a ser tolerados los árboles de navidad, mi madre se sumergió en el “cuartico” (como llamábamos al cuarto de desahogo) y después de revolver un poco, sacó una caja antigua en la que había bolas de colores, luces, colas de gato... Eran los adornos que mi abuela había quitado la última vez que desmontó su arbolito, a inicios de los 60’. Así, mientras los pinos del entorno fueron vestidos con chapas aplastadas de botellas y cadenetas de papel, el de mi casa ostentaba orgulloso sus bolas despintadas. La puerta del “cuartico” era como el espejo de Alicia: me permitía entrar a una dimensión paralela donde todo era posible. Y cuando digo TODO me refiero al eclecticismo más puro, la anarquía, el disparate, como encontrar un abrigo de visón de mi abuela comido por las polillas.

Esa filia por almacenar cosas, derivada de tantos años de escasez y desabastecimiento de todo tipo de productos u objetos, lleva la traza del por si hace falta, del por si desaparece, del por si alguien lo necesita, aunque en el diccionario de trastornos psicológicos tenga una entrada bien definida como “acaparamiento compulsivo”. Es un síndrome que adquirí desde pequeña y que todavía conservo. Cuando camino por la calle, me cuesta no recoger alguna cosa que le vea una posible utilidad, tal y como hacía mi padre, quien siempre regresaba a casa con algo en el bolsillo: una junta de cafetera, un tapón para la olla, tuercas y tornillos… Gracias a este “almacenamiento”, a esta locura preca/vida tuvimos jabones cuando se “perdieron” de la bodega; pude usar “íntimas” durante todo un año, antes de llegar a rasgar sábanas viejas, y cuando se acababa la pasta Perla -porque el tubito que daban no alcanzaba para el mes- usábamos temporalmente un tubo de Colgate prehistórico que luego se volvía a guardar hasta una próxima urgencia.

Cuando arreció el período especial, mi madre se zambulló en el “cuartico” y puso en funcionamiento su imaginación delirante: transformó cuanta ropa vieja encontró en prendas ‘usables’. Iba todas las tardes a la “Casa Comisionista” (una especie de “Casa de empeño” socialista) a ver si algo había tenido “salida”. Vendimos trastes que nunca imaginé que interesaran a nadie: equipos rotos para piezas de repuestos; libros y revistas “SPUTNIK” o “La mujer soviética”, para forrar las libretas del colegio o para “papel sanitario”: nos daban 1 peso por cada libro; los más valiosos, los dejamos en casa para disfrutarlos antes de ser sacrificados hoja por hoja. Cuando no hubo nada más que vender del “cuartico”, mis padres tuvieron que dejar las aulas temporalmente, e instalar un puesto de fiambres y refrescos en un circuito ferial. La casa se llenó de moldes para pudines y vasos desechables. Cinco años después, dos habitaciones se convirtieron en aulas particulares en las que se instalaron una docena de pupitres y dos pizarras y entonces el polvillo de la tiza, los libros de matemáticas y los alumnos se apoderaron de la casa. Al mudarse a La Habana dejaron los pupitres, pero el resto de ese TODO -incluyendo los higos y la alcancía rota- se transportó íntegramente. Y poco a poco volvieron a reordenarse las cosas en el sitio de siempre. Los tarecos y los recuerdos. El “cuartico” de Alicia también se trasladó: la nueva casa no tenía trastero y se vieron precisados a construirlo.

Actualmente, mi madre adorna su tocador con dos frascos de perfumes: uno, es el emblema de unos años que no se anima a dejar atrás; el otro, un perfume que siempre deseó tener y que sólo ahora, al precio impagable de la fragmentación familiar, ha podido disfrutar: Moscú Rojo -el perfume anhelado por la mujer cubana de los 80’- junto a Channel, algo que rompe cualquier esquema ideológico y estético. Esto no es representativo de ningún hogar; no creo que muchas personas conserven un Moscú Rojo. Pero mi madre sí lo tiene en ese país caótico que se ha construido y donde es feliz. Cuando le pregunto por qué no lo tira, me responde con orgullo: “aún le queda un poco”. A qué olerá, es algo que no sé, ni quiero saber.