No sé si estos trenes seguirán ahí, oxidándose en una especie de basurero improvisado a la entrada del Barrio Chino de la Habana. La foto la hice en el 2009.

lunes, 11 de octubre de 2010

LA VIDA DE NOS-OTROS


(A Kasia y a sus padres que me recibieron cantando "Guantanamera", a Marcin por enseñarme otra Varsovia y a Olga, por sus recuerdos)

En estos días he vivido una experiencia singular en tierras postcomunistas: he visto cómo una ciudad puede renacer de las cenizas, una y otra vez. La Habana, arruinada y en ruinas, estuvo en mi cabeza todo el tiempo. ¿Es posible recuperar la dignidad tras tanta pérdida, a la par que la ciudad devastada?, ¿es posible convertir la estéril decadencia en una ancha avenida con cafés y paseantes?, ¿las viejas fábricas obsoletas en discotecas alternativas?. ¿Podré conversar nuevamente con mi madre mientras unto de mermelada de mango cubano una tostada, como mismo conversaba con una madre varsoviana mientras saboreaba su mermelada de frutos del bosque?

La ciudad polaca ha recuperado el rostro propio que la homogeneización comunista intentara imponer, y poco a poco levanta su economía, con el claro precio de otro tipo de ideología y de homogeneización: la de los grandes imperios comerciales que, por momentos, te hacen creer que el mundo es un solo país lleno de establecimientos de Zara, H&M o Mango. Cualquier ajenidad, cualquier idioma extraño se estampa contra las vidrieras de los comercios, y una vez que los traspasas y entras en sus dominios es como si transitaras desde España a Polonia en un laberinto atemporal: las chicas guapas te reciben con sus uniformes y maquillajes perfectos, tan parecidas a las dependientas del Zara de Galicia que por instantes puedes perder cualquier noción geográfica. Justo tres días antes estuve a punto de comprar un jersey en una tienda de Zara en Coimbra y ahora, en Varsovia, tenía en mis manos el mismo jersey, que inmediatamente llevé a caja, fulminada por la coincidencia.

Transitar por algunas ciudades europeas es vivir en una permanente contradicción entre lo que nos han hecho sentir como ajeno -esas patillas exageradas del taxista que me llevaba al Hotel y que me hacían activar una paranoia de extranjera desaparecida- y lo que nos han hecho creer como "propio" y que, encima, agradecemos porque en cierta medida nos devuelve la confianza: nada como ver espejeada, en letras de neón, tu ciudad en otra ciudad. El caso es que uno no llega a saber muy bien si prefiere los pepinillos picantes o la hamburguesa de McDonald's; si lleva de recuerdo el folclor estandarizado, que los propios varsovianos no reconocen -una foto con aquel viejito organillero con su barba cana y sus polainas- o se decide por unos zapatos Camper tirados de precio. Por momentos se puede tener la certeza de que nada es "real", "auténtico", ni las cartas escritas por Chopin que se exhiben en copia digitalizada en el Museo y que se activan con la banda magnética de una tarjeta, mientras una voz te narra en inglés o polaco su contenido. Y del corazón, ni siquiera hablar: ¿qué adoraremos tras la urna que guarda el corazón de Chopin que no sea nada más allá de un símbolo, como las banderas o los logaritmos? Bienvenidos, como diría Zizek, al "desierto de lo real".


Una de las guías que nos enseñaba la Varsovia reconstruida, la Varsovia de colores peculiares, de paredes pintadas y plazas abiertas -una ciudad que es la copia de lo que fue y que se exhibe como ese lugar ahistórico por el que no pasó la II Guerra Mundial-, nos comentaba que la mano soviética apenas intervino en aquella rehechura de la Ciudad Vieja, solo una edificación fue reconstruida por los "hermanos" comunistas. Varsovia fue ese hueso duro de roer del Ejército Rojo y como tal, debía pagar su afrenta; aunque luego, con la impronta comunista, la ciudad viera aparecer algunas edificaciones de austera fealdad porque, ya se sabe, el hombre en el comunismo debía ser un arquetipo funcional ajeno a los placeres y al regodeo de lo estético burgués.

Cuando la guía supo que había una cubana dentro del grupo me contó cómo en los años 70-80 trabajaba con numerosos grupos de cubanos que visitaban la ciudad en intercambios oficiales. Cuando el grupo llegaba a las Catedrales, la mayoría se quedaba en las puertas desde donde oteaba la grandeza de los vitrales góticos; otros ni siquiera se asomaban. Algo parecido sucedía cuando de visitar el Castillo Real se trataba. Le decían continuamente que por qué los llevaba a tantas iglesias y palacios en vez de a las fábricas y a los barrios obreros. Disfrutando de la historia encajada como las bombas nazis en aquellas catedrales re-edificadas, me espeluzna reconocer que lo que dice la guía es cierto y que el temor irracional a la contaminación -o a la delación- nos haya estupidizado por tantos años. Le cuento que yo, que vivía a tan solo una cuadra de una Catedral, tampoco traspasé sus puertas ni por curiosidad hasta finales de los 90', cuando tenía 20 años.

Casi al término de su explicación, nos contó una broma de la época comunista: "¿Saben por qué le llamábamos 'hermanos' a los soviéticos? Porque a los amigos se les escoge".

Por eso, detrás de la Varsovia globalizada o de la Varsovia local; de la Varsovia postcomunista, con taxistas que recuerdan a los de la Habana (que se tiran encima y te quieren llevar a toda costa), y empleadas de cafetería que aún no han encajado la era capitalista y te lanzan los platos como en el Coppelia; detrás de la Varsovia "marchosa", parecida a la Barcelona underground, de la Varsovia cutre o refinada, la intelectual, la alternativa o la ecológica (con sus edificios tapizados por plantas); detrás de la Varsovia donde tomé tragos que no eran para mí, robados de la barra gracias a la maestría de quien me acompañaba (¡y que alguien me diga que los polacos y los cubanos no se parecen!), y bailé con la extraña sinuosidad que el vodka te regala; detrás de tantas Varsovias que aún no logré descubrir, quedan los amigos, esos que pude escoger en la fugacidad del "flechazo" y que me escogieron y acogieron con generosa hospitalidad, y también queda una especie de "estela luminosa" -como diría alguna canción kitsch comunista- en la que el abismo cultural se diluye por las razones que sean: ya sea por la sovietización que nos fue común o por la actual globalización, y en donde un abrazo significa exactamente lo mismo en un lenguaje corporal común.

(Por cierto, durante mi estancia conocí a Olga, una lingüista de San Petesburgo que lloró varias veces invocando a la "Kuba" en la que vivió durante los 70, y que a toda hora decía "siempre se puede más", burlándose del típico lema revolucionario. En un momento determinado se sentó a descansar y perfumarse con una esencia búlgara de rosas, semejante a la que mi madre usaba cuando yo era niña. Recordamos el redondo frasco de madera pintada con la tapa en forma de corona, y volvimos a tejer puentes en un revival de identidades pasadas. Me regaló el perfume, y antes de que se desvanezca confío en que mi ciudad reconstruya su pasado y encuentre, entre las ruinas, su memoria histórica llena de "hermanos" y amigos; y sobre todo, sus olores plurales).