No sé si estos trenes seguirán ahí, oxidándose en una especie de basurero improvisado a la entrada del Barrio Chino de la Habana. La foto la hice en el 2009.

jueves, 4 de noviembre de 2010

[25] La Habana a todo color.


(La Víbora. Habana. Fotos tomadas del blog "Secretos de Cuba")

Y ya era inevitable. Lo que desde los 15 años había sido un sueño, ahora podía leerse en una casilla al lado de mi nombre, escrito con una caligrafía de oficina: Filología.
Habían ofertado dos plazas a la Provincia (en realidad se decía “habían venido” dos plazas, como “viene” el pollo, y los huracanes y cierto placer semejante a la muerte al término de la cópula). Temía que esta escasez de posibilidades para estudiar lo añorado quebrara algunos lazos de amistad, fundados, justamente, en la pasión por la literatura; casi con timidez rellené las planillas…
(En los meses cercanos a los exámenes, alguien llamaba a mi casa los fines de semana y me amenaza. Pretendía que me asustara y no ‘optara’ por la carrera. Después supe de quién se trataba y hasta fuimos amigos. Estudió bibliotecología.)

Antes de llenar las planillas con las diferentes opciones elegidas se hizo una pequeña reunión, que era, como muchas de las cosas absurdas de aquella época, una rutina para complacer a los dirigentes: todos estábamos capacitados, por nuestro compromiso revolucionario, a estudiar en la Universidad… Mientras colocamos en silencio el nombre de las carreras, alguien pide que le muestre mi planilla, y al negarme, me acusa de querer estudiar “Medicina” y no confesarlo. Habían venido, creo recordar, sólo 90 plazas para ser médico (y solo en mi aula se postulaban casi 20). Algunos enlistaban los posibles candidatos con ansiedad y temían, a cada paso, que se incrementara el inventario. La paranoia nos tenía poseídos. No quise mostrar mi planilla porque sólo cubrí una opción: no se podía desear ser filólogo, y con una intensidad menguada, ser médico o astronauta (eso pensaba en aquel momento). O uno o lo otro: casi un suicidio.

Quizás lo que no sepan mis colegas es que, al término de la reunión, tuvimos otra más “cerrada” (dirigentes estudiantiles con dirigentes partidistas), en la que se nos instaba a vetar a algunos compañeros para que no estudiasen sus carreras. En especial recuerdo −porque era mi amigo− que se pretendía negar la posibilidad de estudiar Medicina a alguien con un excelente promedio y un carisma singular, casi el “alma" de nuestro grupo. Con la “ingenuidad” como estrategia me hice la desentendida y defendí su sentido de la responsabilidad y otras manías necesarias para “encajar” en el sistema −su entusiasmo, solidaridad, su militancia en la UJC…: no veía yo cuál podía ser el impedimento.
La causa se insinuaba con remilgos: “Sí, será un buen estudiante, sin dudas, pero ¿ustedes creen que algún hombre (y se resaltaba la palabra) va a dejarse examinar por este muchacho? Que estudie Arte, Letras…” No se mencionaba la falta, pero volaba densa por la sala, como los insultos que se le lanzaban a toda hora por los pasillos de la escuela. Quien tenga la integridad de sobrevivir al insulto sin inmutarse −como lo hacía él−, podrá sobrevivir a casi todo.
Al final, casi nadie se atrevió a votar en su contra, y sin nuestro apoyo, no podían seguir adelante con el veto.

Así que después de los exámenes y de ver mi nombre en la casilla, ya era inevitable: Filología. Apenas me alegré.

Tenía una pareja diez años mayor, que me había puesto un anillo de compromiso (de plata y vidrio) y reclamaba boda, hijos, una domesticidad que escapaba a toda concreción y que yo fingía representar, agasajada por una falsa madurez. Me suplicaba que no me fuera a La Habana. En aquel momento, “irse” a la Habana era como “irse” del país; salir del estrecho círculo provinciano y nunca más regresar, o regresar a medias, cambiada, distante. Entre llantos me despedía todos los fines de semana hasta que la relación se deterioró. Había que adaptarse y la única manera era cortar las amarras: dejar la casa y el sillón


(Ruinas emblemáticas de la Calzada de 10 de Octubre)

El primer año me instalé en la casa de los tíos en la Víbora. Una casa semiderruida en la que sus habitantes también estaban, como yo, desgajados, perdidos. Apenas había muebles donde sentarse y las paredes vacías rebotaban el eco de las conversaciones. Mis tíos habían llegado poco antes de sus misiones en el extranjero, y el país los obligaba a vivir una miseria desconocida y a regresar a sus roles, ya desaprendidos, de padres; mis primos habían saltado, en cierta medida, al vacío, al dejar la casa de Pinar del Río −de una estabilidad familiar, rígidamente amorosa− y abrirse a la libertad y a la precariedad de los años 90 en la capital.


Nadie preguntaba por mí, nadie me preparaba el desayuno o me deseaba buenas noches. En el colmo del patetismo, intentaba descubrir el límite de este despego: salía a mitad de la noche sin dar explicación (abría la puerta y me iba a caminar por el barrio), y al regresar, apenas habían notado mi ausencia. Todos tenían demasiadas preocupaciones que acomodar en la casa vacía. Eran los días en que la prima más pequeña, que se perdía por semanas viviendo el sueño del neojipismo habanero, me llamaba al baño donde nadie nos viera, y se sacaba una tartaleta del bolsillo, comprada con monedas inalcanzables. Los seis huevos de la quincena se guardaban en las gavetas para que cada cual los racionara a su antojo. Éramos una familia demasiado numerosa como para planificar y compartir la precariedad.
La prima mayor vivía en la casa, con su marido y su niño hiperquinético de unos cuatro años. El primo mayor vivía en la casa, con su esposa y su niño dócil de unos cuatro años −mantenido a raya por el hiperquinético. Éramos 10 en total. No había un minuto de silencio.
Por las mañanas, hacíamos colas en el baño; el tío a veces amanecía sentado en la taza, borracho. Los primos discutían, las puertas se tiraban. Los pequeños probaban fuerza conmigo, tanteaban la paciencia de la nueva inquilina.

Yo esperaba a que todos se fueran al trabajo para levantarme. Cuando lograba desayunar, echaba un plátano en la batidora con agua: jugo de plátano que había que tomar inmediatamente, porque si no, se separaba el agua de la fruta. El día que tardé en beberlo, vomité. (Nunca más he vuelto a comer esta fruta; soy incapaz de no regresar, con ella, a aquellos días).
Después me iba a clases y seguía en las nubes, sin entender muy bien si tenía sentido toda aquella locura. A las pocas semanas me hice amiga de una compañera de clases, vecina. Me salvó la vida. Literalmente. Estaba en su casa hasta la hora de dormir; estudiábamos, conversábamos, y su madre nos preparaba un refresco rosa (agua con azúcar a la que le echaba unas gotitas de un colorante con ligero sabor a fresa). Almorzaba allí, en familia, usurpando una ración que no me pertenecía. Esa mujer leyó mi desasosiego como nadie. Y nunca tendré suficientes palabras para agradecérselo.

Cierro los ojos y evoco un robo. De repente, estamos sentadas en el comedor, la esposa de mi primo y yo, conversando, tomando café. Un gallo hermosísimo se pasea con ínfulas por el muro que separa nuestra casa del patio del vecino. Con un impulso desconocido por mí, cogió un cuchillo y se abalanzó contra el ave que apenas pudo protestar. Esa tarde todos cenamos pollo, “comprado en el mercado negro”: le había prometido callar la fechoría de la que fui cómplice.

Otro día, cuando regreso a casa sobre las siete de la tarde, veo a mi tía sentada a la mesa de la cocina, esperando. Esperando. A las ocho habría apagón −hasta la madrugada− y el fogón sin encender, la nevera vacía y un oficio de madre que no podía ser ejercido. (Cuando cortaban la luz también se iba el “gas de la calle”).
En aquel momento su mirada no era de desespero, impaciencia o dolor; sino más bien de resignación, lento aprendizaje del suplicio. Al sentirse observada, salió del ensimismamiento y me contó que había venido el picadillo de soya a la carnicería, pero que la cola era infinita y que todo el barrio defendía su lugar con la chusmería imprescindible en estos casos. Me dijo que lo sentía, pero que no había podido sumarse a la multitud. No sabía cómo. (Apunto unos versos que me vienen a la memoria: “La efectividad del ritual sólo es posible / si la víctima se suma al jolgorio / de su muerte”).
Yo tampoco sabía, pero era joven y debía aprenderlo. Quien tenga la integridad de sobrevivir sin inmutarse a la humillación de batallar por una cuota de comida, podrá sobrevivir a casi todo. (Después, al cabo de 5 años y ya graduada, retornaría a vivir a un solar de la Víbora en donde aprendí a ponerme la chancleta con una facilidad que aún la conservo.)

Ese día fui la heroína de la casa. Comimos la insípida ficción que nos ofrecían en la oscuridad del apagón.

Suspendí mi primer examen de Latín.