Mi nombre es extraño en España. En Cuba tenía un aire vetusto, de familia antigua, algo que se reforzaba con la idea de que mi madre se llamaba igual (y creo que en honor a su madrina): nunca coincidí con ninguna Mirta contemporánea y deseaba haber tenido un nombre complicado, exótico, de moda. Mi apellido, por el contrario, despertaba derivaciones simpáticas (azuquita, la más común). Vivía orgullosa de mi extraño apellido, que me identificaba señeramente en un mundo de Martínez y Rodríguez. Después supe que mi apellido pertenecía a la jerga gastronómica catalana −pescado al “suquet”, o sea, al jugo− y que emigró a la isla en los papeles de un bisabuelo que fundaría esa rama exótica de árbol trasplantado del que muchos años después nacería yo. Cuando fui por primera vez a Cataluña y comprobé que el apellido con el mi padre reforzó su "aura" de profesor mítico, no tenía nada de sublime, casi muero de risa (no pude evitar retratarme a la puerta de los restaurantes). Ahora es mi nombre la pieza de identidad: nadie lo conoce por estos lares y me obligan a deletrearlo pacientemente.
Una amiga comentaba que uno de los mayores atrevimientos en la isla durante estos 50 años había sido el divorciarse con facilidad. Yo creo que la libertad pasaba, también, por la disposición descontrolada de las mujeres al aborto (practicado casi como método anticonceptivo). Abortar en Cuba era −supongo que siga siendo− muy fácil y se tomaba como uno de los logros de la igualdad de la mujer. Por supuesto, que la tal igualdad no iba por ese camino, pues era el cuerpo femenino el que se exponía al trauma físico y psíquico del aborto, y las campañas en torno al control de esta práctica brillaban por su ausencia. Una vez que se decidía mantener el embarazo, la libertad pasaba por la creatividad a la hora de nombrar a los hijos. Pero muchos de estos nombres no fueron elegidos caprichosamente. Respondían a ideologías concretas, a huellas históricas e influencias intervencionistas que se naturalizaban en el cuerpo cubano a través del nombre.
De padres a hijos los nombres fueron dejando el hilillo moribundo de las doctrinas y los amores políticos, como si de la huella sangrante de un miembro amputado se tratase. Mi amiga Yunieska se casó con Vladimir y nombró a sus hijos Brian y Kevin. Sus padres habían visitado al Kremlin en su época de esplendor - como parte de los "viaje de vanguardias"- y adoraban el modelo bienhechor del país socialista. Por eso la llamaron así. Actualmente mi amiga vive en los Estados Unidos: torció el rumbo después de haber estado un año de misión médica en Haití y sus hijos llevan en sus inscripciones las huellas de este viaje.
Otra contemporánea se llama Ernesallen, la síntesis lo más eufónica posible entre Ernesto Guevara y Salvador Allende. Hoy vive también "allende" los mares, intentando que sea esa parte del nombre la que signifique algo: el fin de aquella etapa que prometía grandes sueños atados a grandes nombres.
Natacha me ha arropado con su nombre de gélidos parajes desde que la conocí en la Universidad, y Walfrido, con ese peculiar nombre de saga germánica, pasó a ocupar el rol del esposo que en la imaginación de niña nombrara de manera más romántica.
De nombres extraños estaba empedrado el camino por el que debería andar: saltaba de una Irina a un José Julián (por Martí); de un Volodia a un Camilo; de una Mariuska a un Abel Ernesto. Un caos de ideología casera y modelos culturales importados se resumía en los apelativos de nuestra generación: de los ídolos foráneos −los “amigos” eslavos− al héroe patrio. Atrás habían quedado aquellos "Onedollars" o aquellas "Usnavy" anteriores al 59'. Tampoco abundaban ya los Candelarios y las "Modestas" como se llamaba mi abuela; porque los santorales habían dejado de ser la solución más socorrida por las familias a la hora de nombrar el nuevo retoño. Nuestros santorales eran otros y un amigo no pudo evitar llamarse "Lenin" porque nació el 22 de abril como el fundador de la URSS.
Fue a finales de los setenta cuando se hizo popular el gusto por la Y, como si emigráramos por el abecedario en busca de una autoctonía y solo nos quedara hueco para improvisar con las letras marginales, con las últimas. Una ola de Yanisleidis, Yenisei, Yurina… refrescó a la isla con su disidencia sonora. A veces los nombres se componían con fragmentos del de los progenitores. La furia por marcar la diferencia crecía, como si se pretendiera recomponer una identidad herida, fragmentada; una identidad que era abocada, desde el discurso oficial, a no reconocerse en el pasado, en la descendencia hispana. Recuerdo especialmente un nombre− rompecabezas. Los padres pusieron en papelillos las sílabas de sus nombres y eligieron al azar. ¡El compuesto resultante fue Nopisami!, y así se nombró al niño -el hijo de la bibliotecaria de mi escuela primaria-.
Y mientras nos llamábamos de maneras tan diversas en busca de una libertad aunque fuese sólo nominativa; mientras en una misma familia se transitó del nombre español de los abuelos al ruso de los padres y al americano de los nietos -y en cada trayecto se llenaron las maletas de ideales geopolíticos, de ilusiones o pesadillas colonizadoras, para soñar con el viaje a través de una palabra-, el Poder seguía teniendo una sola designación, un nombre y apellido de origen latinos que nos predestinaban un retorcido futuro, síntesis de fidelidad y castración.
Cada vez que recuerdo el crescendo histérico de aquellos malos versos que debía recitaba en los actos revolucionarios mi garganta se tensa. Repetíamos el Nombre como si necesitásemos confirmarlo a cada instante. El poema concluía así:
“Y esto que las hieles se volvieran miel,
se llama...
¡Fidel!
Y esto que la ortiga se hiciera clavel,
se llama...
¡Fidel!
Y esto que mi Patria no sea un sombrío cuartel,
se llama...
¡Fidel!
y esto que la bestia fuera derrotada por el bien del hombre,
y esto que la sombra se volviera luz,
esto tiene un nombre, sólo tiene un nombre...
¡Fidel!
¡Castro!
¡Ruz!”
Quizás les ponga a mis hijos Anxo o Antía, para marcar en sus cuerpos mi gratitud por Galicia; para que mientras corran, no importa por qué plazas de qué mundo pueda llamarlos en voz alta y recordar que siempre hay una tierra dispuesta a acogerte cuando en la tuya el peso de un nombre aplasta todas las libertades e ilusiones. O quizás les ponga nombres más abiertos o fluyentes, menos atados a un país y sus fronteras: Mar, Lluvia, Luz.
lunes, 28 de junio de 2010
lunes, 21 de junio de 2010
[9] Por si acaso...
("Bodegón con batidora rusa". José Luis Hernández Castillo)
Mi casa es un baúl gigante de tarecos y recuerdos.
En la sala, los muebles de cedro y pajilla estilo “renacimiento criollo”, de cuando mis abuelos se casaron, tropiezan con el juego del matrimonio de mis padres; en el cuarto, un “chiforrover” de caoba de un bisabuelo se conserva como nuevo... Abro una gaveta y me encuentro unos espejuelos sin una pata, y cuando pregunto a mis padres por qué los guardan, me dicen con toda la lógica del mundo: por si el tornillito de la pata que queda se puede usar de repuesto. Los frascos vacíos ni se botan ni se reciclan, se acumulan por si hacen falta; algunas medicinas se atesoran por si escasean cuando se necesiten.
Una batidora nueva, por muy sofisticada que sea, jamás echará a la basura la batidora rusa con el vaso de aluminio. Cuanto más, la desplazará hacia un lugar menos estratégico en la meseta. Y en efecto, mis padres saben lo que hacen: los equipos rusos parecen eternos, irrompibles. Las lavadoras Aurika continúan funcionando, aunque la mayoría esté mutilada -es preferible exprimir la ropa con las manos a cambio de tener un potente ventilador en casa, hecho con el motor de la centrífuga. Y la Aurika de mis padres no se usa porque otra más moderna hace su trabajo, pero está ahí, como la reina vaga de la casa, por si. (Cuando me torcí el pie en mi último viaje a Cuba me aconsejaron que me diera un “hidromasaje” en la lavadora, una práctica que hasta los fisioterapeutas recomendaban. Al principio pensé que era una broma, pero no, era en serio: con “varias sesiones de Aurika” presumiblemente se quitaba el dolor) [Véase en este enlace un fragmento de discurso de Fidel sobre la escasez de lavadoras en Cuba]
En el patio de la casa, todo lo que sirva para guardar agua se utiliza: desde botellas plásticas de tu kola hasta cubos o cubetas. Cada dos días se llenan los recipientes (eso le supone a mi padre unas 2 horas de trabajo) y todo por si falta el agua al otro día. Muchos de esos envases se apilan, por si se necesitan cuando se vaya a comprar pasta de tomate a granel, yogur de soya, aceite…: el pomo de tu kola, junto a la jabita, es una pieza fundamental del que "forrajea" comida. Por eso, tengo que ahorrarme la vergüenza de que mi padre vaya con uno de ellos a todas partes, por si. El por si acaso ocupa buena parte de la lógica de subsistencia diaria. Y esas costumbres se van convirtiendo en manías, poco a poco.
En el fondo del refrigerador un frasco vivía eternamente: lo sacaban y metían cada vez que descongelaban la nevera y nadie osaba tirarlo ni mucho menos comer de él. Eran unos higos secos tan antiguos que nadie recordaba el año en que habían llegado a casa, presumiblemente en la época del comercio con los países socialistas. Yo fabulaba con que eran mágicos (como los frijoles de Jack), pero no los comía porque temía que se alterara un secreto orden familiar, un acuerdo íntimo que desconocía. Se convirtieron en el talismán de la nevera, en su seña de identidad. En 1999, mi amiga Mabel, en una visita a mi casa, los descubrió y llegó a comer algunos antes de que nuestro grito de pánico la detuviera: no se intoxicó y creo que hasta los encontró “sabrosos”. Así funcionaba mi casa: se ponía una cosa en un sitio y ahí se quedaba, como sucedió con la alcancía rota que siempre estuvo en la cómoda de mi padre, como recuerdo de los años infantiles de mi hermano -hoy con 44-. Supongo que esto les ayudaba a detener el tiempo, a crear pequeños sets donde “filmar” la vida en familia sin que ningún avatar pronosticase cambios, ausencias.
Cuando a finales de los 80’ comenzaron a ser tolerados los árboles de navidad, mi madre se sumergió en el “cuartico” (como llamábamos al cuarto de desahogo) y después de revolver un poco, sacó una caja antigua en la que había bolas de colores, luces, colas de gato... Eran los adornos que mi abuela había quitado la última vez que desmontó su arbolito, a inicios de los 60’. Así, mientras los pinos del entorno fueron vestidos con chapas aplastadas de botellas y cadenetas de papel, el de mi casa ostentaba orgulloso sus bolas despintadas. La puerta del “cuartico” era como el espejo de Alicia: me permitía entrar a una dimensión paralela donde todo era posible. Y cuando digo TODO me refiero al eclecticismo más puro, la anarquía, el disparate, como encontrar un abrigo de visón de mi abuela comido por las polillas.
Esa filia por almacenar cosas, derivada de tantos años de escasez y desabastecimiento de todo tipo de productos u objetos, lleva la traza del por si hace falta, del por si desaparece, del por si alguien lo necesita, aunque en el diccionario de trastornos psicológicos tenga una entrada bien definida como “acaparamiento compulsivo”. Es un síndrome que adquirí desde pequeña y que todavía conservo. Cuando camino por la calle, me cuesta no recoger alguna cosa que le vea una posible utilidad, tal y como hacía mi padre, quien siempre regresaba a casa con algo en el bolsillo: una junta de cafetera, un tapón para la olla, tuercas y tornillos… Gracias a este “almacenamiento”, a esta locura preca/vida tuvimos jabones cuando se “perdieron” de la bodega; pude usar “íntimas” durante todo un año, antes de llegar a rasgar sábanas viejas, y cuando se acababa la pasta Perla -porque el tubito que daban no alcanzaba para el mes- usábamos temporalmente un tubo de Colgate prehistórico que luego se volvía a guardar hasta una próxima urgencia.
Cuando arreció el período especial, mi madre se zambulló en el “cuartico” y puso en funcionamiento su imaginación delirante: transformó cuanta ropa vieja encontró en prendas ‘usables’. Iba todas las tardes a la “Casa Comisionista” (una especie de “Casa de empeño” socialista) a ver si algo había tenido “salida”. Vendimos trastes que nunca imaginé que interesaran a nadie: equipos rotos para piezas de repuestos; libros y revistas “SPUTNIK” o “La mujer soviética”, para forrar las libretas del colegio o para “papel sanitario”: nos daban 1 peso por cada libro; los más valiosos, los dejamos en casa para disfrutarlos antes de ser sacrificados hoja por hoja. Cuando no hubo nada más que vender del “cuartico”, mis padres tuvieron que dejar las aulas temporalmente, e instalar un puesto de fiambres y refrescos en un circuito ferial. La casa se llenó de moldes para pudines y vasos desechables. Cinco años después, dos habitaciones se convirtieron en aulas particulares en las que se instalaron una docena de pupitres y dos pizarras y entonces el polvillo de la tiza, los libros de matemáticas y los alumnos se apoderaron de la casa. Al mudarse a La Habana dejaron los pupitres, pero el resto de ese TODO -incluyendo los higos y la alcancía rota- se transportó íntegramente. Y poco a poco volvieron a reordenarse las cosas en el sitio de siempre. Los tarecos y los recuerdos. El “cuartico” de Alicia también se trasladó: la nueva casa no tenía trastero y se vieron precisados a construirlo.
Actualmente, mi madre adorna su tocador con dos frascos de perfumes: uno, es el emblema de unos años que no se anima a dejar atrás; el otro, un perfume que siempre deseó tener y que sólo ahora, al precio impagable de la fragmentación familiar, ha podido disfrutar: Moscú Rojo -el perfume anhelado por la mujer cubana de los 80’- junto a Channel, algo que rompe cualquier esquema ideológico y estético. Esto no es representativo de ningún hogar; no creo que muchas personas conserven un Moscú Rojo. Pero mi madre sí lo tiene en ese país caótico que se ha construido y donde es feliz. Cuando le pregunto por qué no lo tira, me responde con orgullo: “aún le queda un poco”. A qué olerá, es algo que no sé, ni quiero saber.
domingo, 13 de junio de 2010
[8] Nubes o Mapas
Crecimos fingiendo ver un caimán donde realmente veíamos el dibujo de un país, tan caprichoso como el de cualquier archipiélago. Nunca creí que las fauces cerradas fueran mi provincia -¿o la cola?- y que la panza fuera Cienfuegos. La Isla tenía forma de isla o, si había que imaginar algo, apostaba por una nube alargada. (Siempre prefería jugar con mi abuelo a las nubes que a los mapas: en el primero, inventaba formas y mentía libremente con la excusa de que la nube ya se había transformado; en el segundo, cada cosa tenía su nombre y había que recordar.)
Para colmo de coincidencias, en una pared del trabajo de mis padres y cual si se tratara de una obra de arte, colgaba un caimán disecado que me miraba con ojos tan falsos como hipnóticos. Muchas tardes, después de la escuela, debía vagar por aquel sitio mientras mis padres escribían ecuaciones en las pizarras. Me escapaba entonces, con una amiga a observar el caimán, con esa mezcla de fruición y pavor que siempre se siente frente a lo prohibido: estaba segura que de un momento a otro reptaría por la pared y tendríamos que huir todos despavoridos -incluyendo padres y alumnos. Por eso mismo, me negaba a habitar un sitio que se pareciera a un lagarto. ¿Qué niño querría vivir, por ejemplo, en un país-rana, país-vaca, país-murciélago?
Lo digo en una clase y se ríen. Tengo escasa imaginación. Para el próximo día deberé llevar dibujado un inmenso caimán dormido que me desvela toda la noche. El dibujo debería conjugar varios caprichos: ser a la vez un caimán y un hombre; una isla con uniforme verde-olivo, o un lagarto con barba, o con un fusil al hombro (¿pero cómo un lagarto puede tener barba, hombros?). Los símbolos pueden ser muy complejos para un niño y sumirlo en un universo mágico del que le costará salir...
Al final me decanté por calcar la isla de un mapa escolar y encima de La Habana poner una gorra como la del Comandante. Se me ocurrió sacar un brazo de la Ciénaga de Zapata y convertir a la Isla de la Juventud en una mano empuñando un machete (este "golpe de efecto" hizo que seleccionaran el dibujo para enviarlo a “Revista de la Mañana”, aunque al final se quedó varado en las gavetas de mi padre, junto a fragmentos de cabellos de mi niñez y postales antiguas).
Volviendo a mirar mi “obra”, me sorprende la especie de acto de suicidio que había dibujado: el machete apunta hacia la “garganta” de la isla. Cubro de símbolos y héroes toda la página, como si un horror vacui me dominara: había que dejar claras las adhesiones, o más bien, las adhesiones hablaban por ti, desplazaban la imaginación que seguramente, de haber sido potenciada, me permitiría dibujar otras cosas. Aquello fue mi particular encuentro surrealista de la máquina de coser con el paraguas, en una mesa de disección. Una máquina (¿Singer?) que zurcía en el mapamundi los contornos de una figura inexistente -el paraguas sustituido por un machete-, mientras éramos nosotros los sometidos al corte, a la incisura…
Veíamos en la tele al caimán vestido de miliciano asestándole un golpe al tiburón. Los códigos estaban muy claros: el tiburón era el Imperio, o en realidad, todo lo que estuviese merodeando a la Isla, todo lo que osara despertar al caimán, dormido en su letargo. Esta imagen, sin embargo, era -es- demasiado perversa como para haber sido utilizada como metáfora. Los tiburones existían realmente y cercaban a la isla como una barrera hambrienta dispuesta a digerir a los inconformes, tantos y tantos lanzados al salado -que no dulce- abismo. Desde la canción ramplona de Farah María, hasta la patriótica de Rubén Blades se nos recordaba que el mar estaba lleno de tiburones acechantes. Que era mejor la quietud de la tierra en la que estábamos plantados como árboles o yerbas silvestres.
Hoy leo una versión metafórica muy diferente para evocar a la Isla. Una versión en la que tampoco me reconozco. Ya no es un "hombre aguerrido", sino una “trigueña antillana” exhibiendo sus encantos seductores a embriagados turistas. Curiosamente, la Isla de La Juventud ahora se ha transformado en un "arete": ha abierto el puño, ha soltado el machete y ha renunciado al suicidio heroico...
Desde los noventa volvió a activarse, a pesar del empeño puesto en su borradura, la imagen colonizadora que convertía a la Isla en ese espacio femenino de placer. Así (d)escribe una joven de 17 años a su país, de una manera tan hermosa que hasta podría aparecer en una revista turística:
"Llave mágica y sensual, permanente invitación a la aventura. Tu silueta se recuesta pudorosa al Atlántico y nos hace recordar que eres la perla escapada de manos de un pirata [...] Cofre de tesoros ocultos con un gran arete prendido al sur de La Habana. De valles y playas, eres esa trigueña antillana que llena de ilusión a los viajeros y los envuelves en tus aromas de café y tabaco, de lírico alcohol y de azucenas, de mariposas blancas y de azares. Cómo no amarte, Cuba, en una eterna embriaguez enamorada",por Galia Luz, 17 años, 11º grado. (http://www.editorialox.com/concurso.htm#cuba)
Este texto hace que retroceda a mi anterior viaje a Cuba.
Mientras cruzaba el océano en la barriga de un avión, unos españoles, sentados tras de mí, iban soltando su baba de perros en celo al imaginarse el contoneo de las mulatas caribeñas. Decían que el avión a Cuba debía ser ya una discoteca para ir entrenándose. Casi me giro para fulminarlos con la mirada o con alguna palabra hiriente. Pero no lo hice. Permanecía sentada, semidormida. Como si quisiera profundizar en una herida abierta años atrás evoqué, entonces, aquella solicitud de sexo que me hiciera un mexicano. Se había sentado a mi lado en el malecón, rompiendo abruptamente mi privacidad. Al explicarle que se había equivocado y que, aunque estuviera en aquel sitio "tomado" por las jineteras, yo era una estudiante más bien sosa que jamás se había asomado al mundo de la prostitución. Me insistió: "yo sé que lo necesitas, estás pasando hambre, tus sandalias están casi rotas… " Y en realidad leía en mi rostro (¡y en mis 40 kilos!) las penurias que me imponía la beca de F y 3ra entre los años 1993-1999.
También hilé otras hebras dolorosas del pasado: era una triste "aracné" tejiendo mi propia trampa para acortar las horas de vuelo. En mi primer viaje a Cuba, mientras caminaba por Obispo, desubicada y pretendiendo reconocer aquellas calles por las que tanto había transitado -y que ya eran más bien estrechos pasadizos de nostalgia-, divisé un rostro lejanamente conocido que pensé me socorrería, me daría alguna pista para reencontrarme. Sin embargo, se acerca y me pregunta la nacionalidad en tono neutro de máquina programada: “¿italiani?”, “¿española?”. Trataba de leer de dónde provenía mi ajenía para ponerle precio. Ahora era yo la que podría pagar por un servicio y él, inmediatamente, quien se ponía a enumerar carencias, sandalias rotas... Le digo que nos conocemos -era un antiguo compañero de colegio; acto seguido nos reconocemos con un saludo fugaz, e inmediatamente, nos desconocemos: él sigió empeñado en saber las nacionalidades de las "yumas" que pasaban por su lado y yo por comprar algunas cosas que se necesitaban en casa.
Estábamos a punto de aterrizar y quise ver el caimán desde lo alto, comprobar cuánto de cierto tenía la comparación, mientras mis vecinos, borrachos, exclamaban haber llegado a la bacanal. Pero un tupido celaje ocupaba el lugar de la Isla como una señal que me enlazaba con el pasado, cuando prefería jugar con las nubes, con la incertidumbre de las formas y la ilusión de los cambios, más que con los mapas.
(Foto de Orlando Luis Pardo Lazo)
sábado, 5 de junio de 2010
[7] La hora de la telenovela
Es la hora de la telenovela. La vida en Pinar del Río se detiene para que la esclava Isaura llore a plenitud en las pantallas de la televisión. En mi casa se reúnen algunas amigas de mi madre: quieren ver las tonalidades de los vestidos; la diversidad de los colores que el televisor Caribe que tienen en sus casas no les puede ofrecer. Apenas me doy cuenta que crecer con un televisor japonés en la sala es un privilegio de pocos. Mis tíos son embajadores y por doce años vivo con mis primos, además de mi hermano: cuatro niños mayores que me miman como su juguete preferido.
Tenemos un equipo de música, una plancha de vapor extrañísima -no para mí, sino para mis amigas que la inspeccionan con curiosidad- y dos refrigeradores -un Westinghouse de la abuela y uno nipón-. Cuando trasladaron este último a la casa, envuelto en una caja inmensa con letreros de "fragile" por todos lados, a las pocas horas vino la policía a cuestionar su procedencia ante la denuncia de un cederista. Era la primera vez que aquellos uniformados entraban en mi casa, pero por las caras sosegadas de mis padres, supimos que no había por qué temer. A los embajadores se les permitían aquellas posesiones a cambio del desprenderse de su familia, de los riesgos que corrían -atentados fallidos, encuentros con la CIA- y de su fidelidad.
Los “equipos” poblaron la casa junto con mis primos; mientras, mis padres granjeaban salud, educación y subsistencia diaria para todos -cinco muchachos con temperamentos muy diferentes y dos ancianos enfermos-. Intentaban conjugar el oficio de padres de familia numerosa, sin dejar de ser excelentes maestros de matemáticas que se dejaban el pellejo en el aula. También multiplicaron las visitas a los preuniversitarios, los deberes a revisar y los maletines a hacer: mi madre planchaba los domingos un bulto inmenso con “Palmas y Cañas” de fondo, al mismo tiempo que mi padre embetunaba más de cinco pares de zapatos.
Crecí admirando las proezas del tío embajador cuando nos visitaba en las vacaciones -aunque los cuentos empezaban a ser narrados de manera dinámica para terminar indefectiblemente, en la medida en que las botellas se vaciaban, en una lentitud e incoherencia que nos exasperaba. Viajar era un verbo que solo podía ser utilizado en dos frases opuestas: se viajaba si se era gusano o dirigente, malo malísimo o bueno buenísimo. Y para mí estaba muy claro, en ese momento, qué alternativa debía elegir.
Las fotos que mandaban eran increíbles: Filipinas era un lugar encantado, otro mundo de bueyes gigantes, flores rosadas y verdes extensiones de arroz; y Tokio, un sueño intergaláctico. En ellas, mis tíos aparecían rodeados de un bienestar desconocido por mí y bastante alejado de la epopeya en la que los imaginaba: cenas, recepciones, trajes sofisticados... Su estatus los obliga a disfrutar de los males capitalistas. Era parte ineludible de la misión.
Hurgando entre los papeles y las fotos de la familia encuentro una carta de mi madre pidiéndole a mi tía que no mandara ningún paquete de chicles para nosotros -los chicles eran la metonimia perfecta del capitalismo, la improductividad pura: algo que se mascaba para nada. Y por ello, mascar un chicle en Cuba era ser acusado inmediata y rotundamente de "diversionismo ideológico". De esa plaga hablaré en algún momento; solo sé que mi madre descontaminaba los bultos que mandaban los tíos, no vaya ser que enfermáramos de repente y fuera imposible hallar la cura.
Al cabo de unos años, cuando estoy en la secundaria, (y ya mis tíos sobreviven en La Habana después de haber cumplido su misión) aún reutilizo algunos pulovers gastados de mis primas, que son, evidentemente, de factura extranjera. En cierta reunión para elegir los "vanguardias" del año alguien señala que una de mis compañeras -de las mejores alumnas del aula- no podrá ser seleccionada por vestirse con ropa del enemigo. Para colmo, habían visto a la chica, semanas antes, paseando felizmente acompañada de unos primos que recién habían venido de Miami. (Cuando aquello las barreras aduanales se habían abierto para que los marielitos visitaran a sus familias y, de paso, dejaran por el barrio los simbólicos cartones de huevos. De esta forma, “reponían” los que un día les fueron tirados en los actos de repudio. Por aquel tiempo corría un chiste en el que una visitante le reprochaba a su vecina el haberle gritado “traidora”, a lo que la vecina le responde: ¡No, no me entendiste! Yo te decía: ¡trae dólar!, ¡trae dólar!)
En una revancha lógica, mi compañera aclaró que si ella no podía ser “vanguardia”, yo tampoco, pues también usaba ropa de la “yuma”. Inmediatamente expliqué, como si fuese la respuesta más natural del mundo, que no, que mi ropa era “made in Philippines”, y además, traída por mis tíos al servicio de la Patria, cosa que tuve que probar llevando al otro día mis camisetas y enseñando las etiquetas a toda la clase. Probablemente la Jefa de los Pioneros, a la que todos temíamos por sus gritos e intransigencia -¿revolucionaria?-, habría pensado que el tal país de los tíos sería socialista, como Vietnam, como China, aunque realmente el único nombre que espantaba era el de “Estados Unidos”.
Pienso, años después, que si hubiese tenido que repudiar a mis propios primos para obrar dentro de ese sistema hubiese sido muy infeliz.
Cuando voy de viaje a Cuba me reúno con la pandilla que aún queda allí -una de mis primas y mi hermano también viven en el extranjero- y recordamos las andaduras de nuestra familia numerosa. Sin embargo, mi tío no acude a las citas: ha borrado de su estrecho mapa ideológico a todos los que no vivimos en Cuba; nos llama "traidores" o lo que es peor, no nos llama, no existimos. Vive en su pasado glorioso -con botella de ron de por medio y cuentos contados una y otra vez hasta que la lengua se le traba-, y no perdona que hoy algunos miembros de su clan sean los que viajen, entre otras cosas, para reponer aquellos electrodomésticos que ya apenas funcionan y que mis padres no podrían comprar con sus salarios de maestros retirados.
Es la hora de la telenovela y en mi actual barrio de Marianao se detiene la vida para que la heroína de turno llore su conflicto. Esta vez, la vemos en un televisor recién comprado por mí, después de veinticinco años de tener el mismo equipo japonés en casa.
Siempre ha debido ser alguien de afuera -dirigente o “traidor”- quien premie el sacrificio de mis padres -ni dirigentes ni “traidores”- y para quienes la isla es una gran aula, y también, o sobre todo, una jaula.
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