Mi nombre es extraño en España. En Cuba tenía un aire vetusto, de familia antigua, algo que se reforzaba con la idea de que mi madre se llamaba igual (y creo que en honor a su madrina): nunca coincidí con ninguna Mirta contemporánea y deseaba haber tenido un nombre complicado, exótico, de moda. Mi apellido, por el contrario, despertaba derivaciones simpáticas (azuquita, la más común). Vivía orgullosa de mi extraño apellido, que me identificaba señeramente en un mundo de Martínez y Rodríguez. Después supe que mi apellido pertenecía a la jerga gastronómica catalana −pescado al “suquet”, o sea, al jugo− y que emigró a la isla en los papeles de un bisabuelo que fundaría esa rama exótica de árbol trasplantado del que muchos años después nacería yo. Cuando fui por primera vez a Cataluña y comprobé que el apellido con el mi padre reforzó su "aura" de profesor mítico, no tenía nada de sublime, casi muero de risa (no pude evitar retratarme a la puerta de los restaurantes). Ahora es mi nombre la pieza de identidad: nadie lo conoce por estos lares y me obligan a deletrearlo pacientemente.
Una amiga comentaba que uno de los mayores atrevimientos en la isla durante estos 50 años había sido el divorciarse con facilidad. Yo creo que la libertad pasaba, también, por la disposición descontrolada de las mujeres al aborto (practicado casi como método anticonceptivo). Abortar en Cuba era −supongo que siga siendo− muy fácil y se tomaba como uno de los logros de la igualdad de la mujer. Por supuesto, que la tal igualdad no iba por ese camino, pues era el cuerpo femenino el que se exponía al trauma físico y psíquico del aborto, y las campañas en torno al control de esta práctica brillaban por su ausencia. Una vez que se decidía mantener el embarazo, la libertad pasaba por la creatividad a la hora de nombrar a los hijos. Pero muchos de estos nombres no fueron elegidos caprichosamente. Respondían a ideologías concretas, a huellas históricas e influencias intervencionistas que se naturalizaban en el cuerpo cubano a través del nombre.
De padres a hijos los nombres fueron dejando el hilillo moribundo de las doctrinas y los amores políticos, como si de la huella sangrante de un miembro amputado se tratase. Mi amiga Yunieska se casó con Vladimir y nombró a sus hijos Brian y Kevin. Sus padres habían visitado al Kremlin en su época de esplendor - como parte de los "viaje de vanguardias"- y adoraban el modelo bienhechor del país socialista. Por eso la llamaron así. Actualmente mi amiga vive en los Estados Unidos: torció el rumbo después de haber estado un año de misión médica en Haití y sus hijos llevan en sus inscripciones las huellas de este viaje.
Otra contemporánea se llama Ernesallen, la síntesis lo más eufónica posible entre Ernesto Guevara y Salvador Allende. Hoy vive también "allende" los mares, intentando que sea esa parte del nombre la que signifique algo: el fin de aquella etapa que prometía grandes sueños atados a grandes nombres.
Natacha me ha arropado con su nombre de gélidos parajes desde que la conocí en la Universidad, y Walfrido, con ese peculiar nombre de saga germánica, pasó a ocupar el rol del esposo que en la imaginación de niña nombrara de manera más romántica.
De nombres extraños estaba empedrado el camino por el que debería andar: saltaba de una Irina a un José Julián (por Martí); de un Volodia a un Camilo; de una Mariuska a un Abel Ernesto. Un caos de ideología casera y modelos culturales importados se resumía en los apelativos de nuestra generación: de los ídolos foráneos −los “amigos” eslavos− al héroe patrio. Atrás habían quedado aquellos "Onedollars" o aquellas "Usnavy" anteriores al 59'. Tampoco abundaban ya los Candelarios y las "Modestas" como se llamaba mi abuela; porque los santorales habían dejado de ser la solución más socorrida por las familias a la hora de nombrar el nuevo retoño. Nuestros santorales eran otros y un amigo no pudo evitar llamarse "Lenin" porque nació el 22 de abril como el fundador de la URSS.
Fue a finales de los setenta cuando se hizo popular el gusto por la Y, como si emigráramos por el abecedario en busca de una autoctonía y solo nos quedara hueco para improvisar con las letras marginales, con las últimas. Una ola de Yanisleidis, Yenisei, Yurina… refrescó a la isla con su disidencia sonora. A veces los nombres se componían con fragmentos del de los progenitores. La furia por marcar la diferencia crecía, como si se pretendiera recomponer una identidad herida, fragmentada; una identidad que era abocada, desde el discurso oficial, a no reconocerse en el pasado, en la descendencia hispana. Recuerdo especialmente un nombre− rompecabezas. Los padres pusieron en papelillos las sílabas de sus nombres y eligieron al azar. ¡El compuesto resultante fue Nopisami!, y así se nombró al niño -el hijo de la bibliotecaria de mi escuela primaria-.
Y mientras nos llamábamos de maneras tan diversas en busca de una libertad aunque fuese sólo nominativa; mientras en una misma familia se transitó del nombre español de los abuelos al ruso de los padres y al americano de los nietos -y en cada trayecto se llenaron las maletas de ideales geopolíticos, de ilusiones o pesadillas colonizadoras, para soñar con el viaje a través de una palabra-, el Poder seguía teniendo una sola designación, un nombre y apellido de origen latinos que nos predestinaban un retorcido futuro, síntesis de fidelidad y castración.
Cada vez que recuerdo el crescendo histérico de aquellos malos versos que debía recitaba en los actos revolucionarios mi garganta se tensa. Repetíamos el Nombre como si necesitásemos confirmarlo a cada instante. El poema concluía así:
“Y esto que las hieles se volvieran miel,
se llama...
¡Fidel!
Y esto que la ortiga se hiciera clavel,
se llama...
¡Fidel!
Y esto que mi Patria no sea un sombrío cuartel,
se llama...
¡Fidel!
y esto que la bestia fuera derrotada por el bien del hombre,
y esto que la sombra se volviera luz,
esto tiene un nombre, sólo tiene un nombre...
¡Fidel!
¡Castro!
¡Ruz!”
Quizás les ponga a mis hijos Anxo o Antía, para marcar en sus cuerpos mi gratitud por Galicia; para que mientras corran, no importa por qué plazas de qué mundo pueda llamarlos en voz alta y recordar que siempre hay una tierra dispuesta a acogerte cuando en la tuya el peso de un nombre aplasta todas las libertades e ilusiones. O quizás les ponga nombres más abiertos o fluyentes, menos atados a un país y sus fronteras: Mar, Lluvia, Luz.