sábado, 5 de junio de 2010
[7] La hora de la telenovela
Es la hora de la telenovela. La vida en Pinar del Río se detiene para que la esclava Isaura llore a plenitud en las pantallas de la televisión. En mi casa se reúnen algunas amigas de mi madre: quieren ver las tonalidades de los vestidos; la diversidad de los colores que el televisor Caribe que tienen en sus casas no les puede ofrecer. Apenas me doy cuenta que crecer con un televisor japonés en la sala es un privilegio de pocos. Mis tíos son embajadores y por doce años vivo con mis primos, además de mi hermano: cuatro niños mayores que me miman como su juguete preferido.
Tenemos un equipo de música, una plancha de vapor extrañísima -no para mí, sino para mis amigas que la inspeccionan con curiosidad- y dos refrigeradores -un Westinghouse de la abuela y uno nipón-. Cuando trasladaron este último a la casa, envuelto en una caja inmensa con letreros de "fragile" por todos lados, a las pocas horas vino la policía a cuestionar su procedencia ante la denuncia de un cederista. Era la primera vez que aquellos uniformados entraban en mi casa, pero por las caras sosegadas de mis padres, supimos que no había por qué temer. A los embajadores se les permitían aquellas posesiones a cambio del desprenderse de su familia, de los riesgos que corrían -atentados fallidos, encuentros con la CIA- y de su fidelidad.
Los “equipos” poblaron la casa junto con mis primos; mientras, mis padres granjeaban salud, educación y subsistencia diaria para todos -cinco muchachos con temperamentos muy diferentes y dos ancianos enfermos-. Intentaban conjugar el oficio de padres de familia numerosa, sin dejar de ser excelentes maestros de matemáticas que se dejaban el pellejo en el aula. También multiplicaron las visitas a los preuniversitarios, los deberes a revisar y los maletines a hacer: mi madre planchaba los domingos un bulto inmenso con “Palmas y Cañas” de fondo, al mismo tiempo que mi padre embetunaba más de cinco pares de zapatos.
Crecí admirando las proezas del tío embajador cuando nos visitaba en las vacaciones -aunque los cuentos empezaban a ser narrados de manera dinámica para terminar indefectiblemente, en la medida en que las botellas se vaciaban, en una lentitud e incoherencia que nos exasperaba. Viajar era un verbo que solo podía ser utilizado en dos frases opuestas: se viajaba si se era gusano o dirigente, malo malísimo o bueno buenísimo. Y para mí estaba muy claro, en ese momento, qué alternativa debía elegir.
Las fotos que mandaban eran increíbles: Filipinas era un lugar encantado, otro mundo de bueyes gigantes, flores rosadas y verdes extensiones de arroz; y Tokio, un sueño intergaláctico. En ellas, mis tíos aparecían rodeados de un bienestar desconocido por mí y bastante alejado de la epopeya en la que los imaginaba: cenas, recepciones, trajes sofisticados... Su estatus los obliga a disfrutar de los males capitalistas. Era parte ineludible de la misión.
Hurgando entre los papeles y las fotos de la familia encuentro una carta de mi madre pidiéndole a mi tía que no mandara ningún paquete de chicles para nosotros -los chicles eran la metonimia perfecta del capitalismo, la improductividad pura: algo que se mascaba para nada. Y por ello, mascar un chicle en Cuba era ser acusado inmediata y rotundamente de "diversionismo ideológico". De esa plaga hablaré en algún momento; solo sé que mi madre descontaminaba los bultos que mandaban los tíos, no vaya ser que enfermáramos de repente y fuera imposible hallar la cura.
Al cabo de unos años, cuando estoy en la secundaria, (y ya mis tíos sobreviven en La Habana después de haber cumplido su misión) aún reutilizo algunos pulovers gastados de mis primas, que son, evidentemente, de factura extranjera. En cierta reunión para elegir los "vanguardias" del año alguien señala que una de mis compañeras -de las mejores alumnas del aula- no podrá ser seleccionada por vestirse con ropa del enemigo. Para colmo, habían visto a la chica, semanas antes, paseando felizmente acompañada de unos primos que recién habían venido de Miami. (Cuando aquello las barreras aduanales se habían abierto para que los marielitos visitaran a sus familias y, de paso, dejaran por el barrio los simbólicos cartones de huevos. De esta forma, “reponían” los que un día les fueron tirados en los actos de repudio. Por aquel tiempo corría un chiste en el que una visitante le reprochaba a su vecina el haberle gritado “traidora”, a lo que la vecina le responde: ¡No, no me entendiste! Yo te decía: ¡trae dólar!, ¡trae dólar!)
En una revancha lógica, mi compañera aclaró que si ella no podía ser “vanguardia”, yo tampoco, pues también usaba ropa de la “yuma”. Inmediatamente expliqué, como si fuese la respuesta más natural del mundo, que no, que mi ropa era “made in Philippines”, y además, traída por mis tíos al servicio de la Patria, cosa que tuve que probar llevando al otro día mis camisetas y enseñando las etiquetas a toda la clase. Probablemente la Jefa de los Pioneros, a la que todos temíamos por sus gritos e intransigencia -¿revolucionaria?-, habría pensado que el tal país de los tíos sería socialista, como Vietnam, como China, aunque realmente el único nombre que espantaba era el de “Estados Unidos”.
Pienso, años después, que si hubiese tenido que repudiar a mis propios primos para obrar dentro de ese sistema hubiese sido muy infeliz.
Cuando voy de viaje a Cuba me reúno con la pandilla que aún queda allí -una de mis primas y mi hermano también viven en el extranjero- y recordamos las andaduras de nuestra familia numerosa. Sin embargo, mi tío no acude a las citas: ha borrado de su estrecho mapa ideológico a todos los que no vivimos en Cuba; nos llama "traidores" o lo que es peor, no nos llama, no existimos. Vive en su pasado glorioso -con botella de ron de por medio y cuentos contados una y otra vez hasta que la lengua se le traba-, y no perdona que hoy algunos miembros de su clan sean los que viajen, entre otras cosas, para reponer aquellos electrodomésticos que ya apenas funcionan y que mis padres no podrían comprar con sus salarios de maestros retirados.
Es la hora de la telenovela y en mi actual barrio de Marianao se detiene la vida para que la heroína de turno llore su conflicto. Esta vez, la vemos en un televisor recién comprado por mí, después de veinticinco años de tener el mismo equipo japonés en casa.
Siempre ha debido ser alguien de afuera -dirigente o “traidor”- quien premie el sacrificio de mis padres -ni dirigentes ni “traidores”- y para quienes la isla es una gran aula, y también, o sobre todo, una jaula.