sábado, 29 de mayo de 2010
[6] Cómo nos vestíamos, 2da Parte
(Foto de tarjeta de productos industriales, año 1991. Nótese que se quedó sin usar. Nada podía comprarse en las tiendas: el Período Especial había comenzado)
Había varias cosas sagradas en la “cómoda” de mi madre. Una de ellas, un pequeño cofre estilo japonés donde vivían enterrados fragmentos de cadenas de oro, aretes solitarios, anillos sin piedras y alguna que otra joya servible, pero condenada al letargo por ser demasiado ostentosa para lucirse en las colas de las tiendas o en las aulas de los preuniversitarios, prácticamente los dos únicos espacios por donde mi madre podía desfilar cada día. En las almohadillas del cofre, donde debían reposar los anillos había, sin embargo, un ensarte de alfileres y agujas que socorrían a mi madre cuando hacía “costuras”, y a veces, junto a las cadenas, los carreteles de hilos enredaban sus madejas formando una algamasa de oro y colores que simulaba exóticas joyas. El cofre tenía, entonces, doble función: era el joyero y el costurero de la casa.
La otra cosa intocable, como si fuese una estampilla de santo consagrada, era una delgadísima libreta con números, letras y líneas para rasgar. Aquel cartoncillo era casi más venerado que las joyas rotas de la familia. Con ella, mi madre compraba en las tiendas, de vez en vez, los zapatos del año, los juguetes de reyes -básicos, no básicos y adicionales-, alguna que otra ropa imprescindible, y metros y metros de tela -poplín chino de colores, laster, nylon: tejidos calurosos de diseños horribles-que almacenaba en una gran gaveta para cuando tuviese tiempo y pudiera convertirlos en lujosas prendas de vestir.
Había una sola casilla al año para “ropa interior”, algo absurdo para las mujeres que dio pie a una canción obscena en la que se enumeraban las dos partes involucradas en esa especie de “decisión de Sofía” tropical: había que elegir tapar una u otra.
Pero estas compras eran posibles si coincidían milagrosamente algunos factores: que ese mes “surtieran” las tiendas, que el “surtido” fuera el adecuado como para arriesgar un cupón, que “tocara” nuestra letra y que, por último, ese día mi madre pudiera escapar de su trabajo y dedicar la jornada a las colas.
(Arriesgo el precio de una llamada a Cuba para recuperar estos datos y una voz ilusionada se anima a repoblar mi memoria.)
Apenas recuerdo cómo se compraba en aquel entonces. Solo conservo la imagen de la libreta intocable y las largas colas en las tiendas: yo tirada por el piso, cansada de estar de pie por horas, y mi madre suplicándome que aguantara un poco más, que ya estábamos a punto de llegar al mostrador, aunque al final, la cola se bifurcara en pliegues infinitos y calurosos como los mismos rollos de telas. Vivíamos haciendo colas y eso lo aprendimos desde la infancia. Nunca alcanzábamos lo que queríamos; llegábamos a casa deprimidas y con el color más opaco, la textura más áspera, el juguete menos atractivo, o a veces, nada.
Recuerdo que muchas veces se compraba por comprar: después de tres horas de estar de pie, cuando al fin lograbas mirarle la cara a la vendedora, le decías ya casi sin aliento: "dame lo que queda" (y ese "lo que queda" quedaba vegetando por las gavetas o colgado en el fondo del escaparate). Si era una talla mayor lo que nos ofrecían, pues mejor, podría ser usado más adelante. (Tengo la sensación de que siempre llevábamos la ropa poco entallada, de tal forma que sirviera para varios años, y dentro de la cual, como en Alicia en el País... -¿en Cuba?- el cuerpo iría acomodándose hasta, finalmente, desbordarse.
Como una letanía que justificaba su fracaso, mi madre repetía que los hijos de trabajadoras no tenían los mismos derechos que los de las coleras. Por suerte, tanto ella como mi abuela sabían coser y cuando decidían ponerse manos a la obra, convertían la casa en un espléndida anarquía de retazos deshilachados: abrían el cofre japonés de los alfileres, instalaban la máquina Singer- y lograban hacer del laster más vulgar una bata preciosa que lucía con orgullo -previas jornadas, claro está, de "pruébate esto", "cuidado no te pinches", vuélvetelo a probar".
Aún guardo en casa el vestido con el que me disfracé de Pilar para un desfile por el 28 de enero, en homenaje a José Martí. Aquella bata rosa con grandes lazos a la espalda se volvió una tortura cuando el laster, incitado por el sol, olvidó la nueva función que le había sido otorgada y empezó a picar indisciplinadamente. Pilar tenía ganas de llegar a casa y regalarle el vestido a la primera niña que pasara por delante, como el personaje del poema de Martí, feliz de andar descalza y semidesnuda por la playa.
Creo que nunca alcancé los juguetes básicos y no básicos (que eran los más grandes y por los que se “mataban” en las colas). De todas formas, algo siempre me “tocaba” y cuando no era de mi agrado, ahí estaba la foto de "Paulita" -aquella niña pinareña, como yo, que acariciaba un leño por muñeca-, para recordarme que debía estar feliz y ser agradecida por los siglos de los siglos. La imagen de Korda (tomada antes del 59') me acompañó siempre. Fue el chantaje perfecto para sintetizar las figuras de los reyes -que ni siquiera podían ser los padres- en un solo Dador, aquel que nos ofrecía juguetes a cambio de cupones.
Recordando los juguetes que tuve, rememoro un pinocho plástico cuya nariz era un peligro para mis ojos, pero al que amaba incondicionalmente. Un día me regalan un pinocho más pequeño y decido que éste será el hijo de aquel y se llamará “Pinochet”. Evidentemente el nombre sonaba tanto en los noticieros que lo creí aceptable, y por supuesto, desconocía su origen, su peso nefasto en la Historia. En una de esas tardes de juegos estaba en casa celebrando el cumpleaños del muñeco cuando mi madre me pide que la acompañe a hacer alguna gestión urgente. Salimos "disparadas" y no nota que llevo en una mano el juguete y en la otra un letrero, como hacíamos en los desfiles, hecho con mi mejor caligrafía. Iba por la calle mostrando, orgullosa, mi pancarta. Sin embargo, empezamos a notar que la gente nos mira asombrada, y cuando mi madre descubre el por qué -el letrero decía “¡Viva Pinochet!”- me grita en plena calle como nunca y de su enfado solo entiendo que deberé ponerle a mi muñeco otro nombre y ¡punto!. Teme que alguien haya avisado a la Policía y regresamos a casa prácticamente a trote, con el sudor frío del miedo.
Luego de esta etapa de colas y tejidos nacionales vendrían las “Tiendas de la Amistad”, donde se podía encontrar productos de los países socialistas de Europa del Este y de mejor calidad que los autóctonos. (En realidad ambas alternativas coincidieron en el tiempo, pero mientras una fue empobreciendo su oferta cada vez más, la otra se iba encareciendo). No se necesitaba cupón alguno para estas tiendas amistosas, pues la limitación eran sus precios. La moda se sovietizó radicalmente, aparecieron los sweaters de cuadros y las matriuskas adornaron casi todos los hogares, junto a las "flores plásticas".
Cuando desaparecieron estas tiendas -porque desaparecieron los países socialistas y las ayudas beneficiosas a cambio de aplausos, y por ende, "la amistad indestructible"-, justo a punto de cumplir mis quince años, mi madre contactó con una señora que vendía ilegalmente la ropa que le mandaban de Estados Unidos. Subimos las escaleras de aquella casa con una mezcla de miedo y ansiedad. Francamente creía que estábamos introduciéndonos en un antro peligroso -el del mercado negro que, en los 90', llegaría a tener colores más luminosos, exhibidos a plena luz del día-, y que de un momento a otro nos podrían llevar presas. Pero nos alentaba el descubrir y poder usar, de una vez y por todas, aquella moda contemplada solo en las revistas. Cuando nos abrieron la puerta quedamos heladas: la "trapicheante" era mi maestra de primer grado. Gracias a ella me vestí de “princesa” quinceañera (o lo que entendíamos por tal), pero el impacto de ver a aquella mujer que me enseñó a escribir, en tales mercadeos, fue imborrable.
Aunque pensábamos que en los noventa lograríamos, al fin, vestirnos de pasarela made in USA ,fue por esa época que se pusieron de moda los vestidos de Mikey Mouse y del Pato Donald; prendas que, en realidad, eran económicos ropones de dormir comprados "al por mayor" en tiendas extranjeras –junto con otras tantas baratijas- y diseminados por toda la Isla a través de ese verdadero río “cauto” del mercado sumergido.
Las casas escondieron en los rincones las matriuskas y se llenaron de objetos frágiles y dorados -como aquella lámpara de celdas florescentes que coloreaba la sala de intermitentes matices y con la que, por cierto, solía atemorizar a mi perro quién sabe por qué misterios de la percepción canina. Las flores aquirieron la consistencia nueva de la tela; el plástico estaba ya demasiado punteado por las moscas.
Esta tarde he sacrificado el precio de una llamada a Cuba para repoblar mi memoria.
Mi madre me suelta alguna de sus perlas por teléfono cuando se percata que pregunto demasiado por el pasado. Activa inmediatamente la autocensura y la retórica oficial. Aclara que las cosas se vendían “a precios irrisorios”, que el shampoo “Fiesta” era excelente, y el jabón “Batey”, insustituible (aquel que, decíamos, servía para bañar a los perros), y otra vez la niña con la muñeca de palo, y otra vez el pánico del encierro.
Cuelgo el teléfono y busco en mi joyero el único anillo del cofre familiar que sobrevivió al cambio en la “Casa del Oro y la Plata”: ese engendro con el que los cubanos entregaron las pocas prendas heredadas que guardaban, a cambio de otros bienes de inmediata premura. El país necesitaba oro, y lo trocaba por espejitos.
Con aquellos restos de sus prendas intocables que había enterrado en el cofre japonés, mi madre compró la ropa y los zapatos que su hija usaría en La Habana, en la Universidad. Esta vez la cola era menos larga y la moneda más exclusiva y dolorosa. Ya la libreta había dejado de existir y las tiendas en pesos cubanos vendían su desolada libertad.
El anillo de compromiso que mi abuela se negó a ofrecer o que nadie se atrevió a pedir, está aquí conmigo. Nada sagrado queda, ahora, en la cómoda de mi madre.