domingo, 23 de mayo de 2010
[5] Instantánea de aquellos años (detalle)
Quiero mirar mi felicidad en esta foto.
Recordar que cada mañana tenía pequeñas certezas que me tiraban de la cama; mínimos obsequios que eran suficientes para estar en paz: un perro olisqueando las sábanas, una abuela hirviendo la leche en la cocina, una madre enloquecida porque siempre se hace demasiado tarde… Eran años tranquilos, en los que aún la familia podía canjear su felicidad por un desayuno escueto pero decoroso: el vaso de agua azucarada vendría después.
(En los 90’ tomábamos agua fría con azúcar para suplir la leche, y agua caliente con azúcar para sustituir una buena infusión. Lo cierto es que esto último, como la mejor de las tilas, nos granjeaba el sueño a pesar del estómago vacío.)
Miro la foto y rememoro mi uniforme rojo vino. “El” uniforme. Cuando tenía 12 años mi cuerpo empezó a querer estallar las costuras, y los botones de los tirantes estaban ya casi en el borde, dejando la marca de su constante migración. Pero solo nos permitían comprar un uniforme al año y el cuerpo debía adaptarse a las medidas de la economía nacional.
Solíamos llevar unas medias blancas -según las normas de mi colegio provinciano-, y para sostenerlas en la pantorrilla, las madres confeccionaban unas increíbles ligas -elástico blanco adornado con los encajes del baúl de la abuela. Si renunciabas a las ligas entonces las medias se caían a cada paso, resbalaban pierna abajo dejándote en la más absoluta vergüenza: los chicos te preguntaban si tus medias eran “checas”, un chiste que completaba su sentido cuando te decían “de las que che caen solas….”
Aunque sobrevivíamos gracias al campo socialista, sus productos eran constantemente devaluados a través del chiste popular: siempre había un americano, un ruso y un cubano involucrados en la comparación y la burla: el americano, inteligente pero prepotente; el ruso, brusco y torpe, especie de oso polar en el trópico; y el cubano, pobre pero listo, listísimo. Un amigo fue expulsado de una clase por decir que “las tizas eran rusas”, al ver que a la maestra se le partían sin cesar….
En la cabeza llevo unos lazos que me hacen recordar a la vecina búlgara que tarde en la noche visitaba mi casa para vendernos aquellos adornos o unos bombones poco dulces para nuestro paladar. Hablaba con infinitivos y los masculinos los feminizaba -decía, por ejemplo, la colegio, la problema-, pero se comunicaba con todo el vecindario con tal de sobrevivir. Casi todas las niñas que llevábamos lazos los habíamos adquirido de aquella extraña manera que nunca levantó sospechas en las autoridades (estoy siendo irónica, por supuesto). Semejante moda no se comercializaba en las tiendas nacionales pero llevar ese peinado era lo bien visto, lo correcto, así que las madres estaban abocadas al incesante trapicheo.
Otro tanto sucedía con los zapatos negros. Una especie de consenso daba por sentado que quien se ponía otro tipo de calzado -sandalias, tenis…- vulneraba una norma imprescindible, y como tal, debería sentir vergüenza, esconderse en la foto de nuestra feliz homogeneidad. En fin, no servía para representar. Por eso, los que me conocieron uniformada de azul -en el preuniversitario- recordarán también los zapatones que llevaba y mi especie de chancleteo descuidado por los pasillos -que no era un estilo, sino una necesidad-, pues heredé los zapatos de una prima que calzaba dos números más que yo. La esperanza era que en tres años me creciera el pie, pero evidentemente ya por aquel entonces había alcanzado las medidas definitivas. Una amiga me cuenta que, por el contrario, su pie de hermanastra tuvo que sufrir los rigores de un zapato pequeño con tal de disfrazarse de esa princesa uniformada que se le exigía ser. Hoy tiene algunas deformaciones en sus dedos como prueba de aquel suplicio. Mi generación no tuvo, por suerte, que calzarse los "kikos" plásticos -una especie de pariente Neanderthal de los actuales zapatos de goma Crocs-. Aquellas cárceles antitranspirantes que sí aprisionaron con impunidad los pies de mi hermano y de mis primos en los años 70, eran repartidas con el uniforme escolar y debían ser usadas obligatoriamente, entre otras cosas, porque no había otro tipo de calzado disponible. Aún podía ver, cuando formábamos en el patio de la escuela primaria, algunos desafortunados que habían heredado sus zapatos de hermanos mayores. Los miraba con lástima porque había oído en casa los innumerables inconvenientes del plástico, que alcanzaba altas temperaturas al pisar el asfalto tropical.
Miro las escasas fotos que tengo de esos años. Prácticamente todas coinciden con aquellas fotos-postales que nos hacían en el colegio por el día de las madres, o con actividades revolucionarias: en una marcha, cuidando una urna electoral, recitando un poema… No tengo fotos familiares; fotos de picnic, de playa, de comidas al aire libre con perro incluido, ni siquiera de cumpleaños o de primeras citas. Seguramente pocos de mi generación las tendrán: si podías acceder a la tecnología del momento y tener una cámara rusa pesada y difícil de enfocar, por demás, en blanco y negro, se te frustraban aquellos rollos-vampiros al sacarlos a la luz, o si no, no había papel de revelado en los “Estudios”; y los recuerdos quedaban almacenados para siempre en el fondo de una gaveta.
Por eso, mi memoria fotográfica está circunscrita al colegio, al uniforme y la uniformidad, pero también, a la placidez de las mínimas certezas que me hacían levantar cada día con la voz de mi madre de fondo gritando que no hay tiempo, que se nos hace tarde…