En las etapas al campo era común que se vocearan rumores de aparecidos y fantasmas. Poco a poco nos íbamos asustando de tal forma que, a la segunda semana, casi nadie se atrevía a sacar una cabeza fuera del mosquitero de madrugada ni para ir a las letrinas que estaban fuera del albergue. A veces, cuando nos apuraba la necesidad, reclutábamos a varias amigas y formábamos una especie de cadeneta temblorosa encabezada por la más valiente, con linterna en mano.
Muchas de aquellas historias nacían de ese placer de los alumnos mayores por aterrorizar a los pequeños. Pero también fueron utilizadas para controlar los albergues, para sembrar ese terror a la nocturnidad que permitía que todos fuéramos disciplinadamente a la cama y no osáramos levantarnos hasta el de pie matutino, cosa que, sin embargo, supieron aprovechar los “listos”: oíamos pasos, sonidos de cadenas y candados, maletas que se abrían, y sólo al otro día comprobábamos que los potes de mermelada habían desaparecido, pero ¿quién tenía el valor de descubrir al ladrón? ¿Y si el cleptómano era el mismísimo fantasma?
El catálogo de “aparecidos” era invariable: la mujer vestida de blanco −¿traje de novia?- el negro encadenado −esta imagen de la etapa esclavista convenía para solapar el sonido de las cadenas y los candados de las maletas abiertas−; la “taconúa”- una mujer que andaba en tacones por todo el albergue−, el ahorcado… También, cuando trabajábamos en aquellas casas de tabaco inmensas y alejadas, siempre “aparecía” un guajiro de la zona y nos llenaba la cabeza de leyendas. Una compañera solía decir, con convicción de quien repetía lo que tantas veces le habían aconsejado, que había que tener más miedo a los vivos que a los muertos. Y en efecto, la única agresión que recuerdo de aquellos años provino de uno de los profesores que debía cuidarnos, y que en realidad nos cuidaba con celo… Apilando “cujes” -palos enormes que servían para colocar las hojas ensartadas- una de mis amigas (más "desarrollada" que la media), se dio un golpe en un seno, y aquel profesor de Historia se empecinó en que le mostrara el golpe y como si fuese médico, le palpó el pecho ante nuestros ojos sorprendidos… "Hay que frotar bien para que no te queden hematomas", decía mientras hacía. Aunque intuímos que aquella “preocupación” era excesiva, sólo muchos años después aquilaté la dimensión del abuso.
En mi segunda etapa al campo viví una experiencia sobrecogedora. En mi brigada había una chica triste y delgada, cuyos padres habían fallecido años antes, en un accidente de tráfico. A veces, en media faena, y en aquellos desolados campos, entraba en una especie de shock que le hacía gritar despavorida al vacío como si recriminase a alguien su presencia. Cuando explicó lo que le sucedía todos en la brigada huyeron de ella como de si de una enfermedad contagiosa y altamente letal se tratara. ¡Solavaya! ¡No querían compartir tareas con una "medium"! La chica afirmaba que se le aparecía su madre y que insistía en hablarle, pero que ella no se sentía preparada para este encuentro. Parece ser que era más fuerte el miedo que el deseo de comunicación metafísica.
Después de aquellos ataques, la chica tardaba en recuperarse y nuestra brigada también, por lo que casi nunca podíamos cumplir con las normas del día. Como jefa de brigada sufrí varios regaños y cuando explicaba los motivos del incumplimiento, tenía que soportar que se burlaran de mi credulidad, que me dijeran que la tal alumna me estaba tomando el pelo para no trabajar. Pero si se trataba de un ataque histérico con el que justificaba su imposibilidad de trabajar una jornada entera al sol, con más razón debía haberse tenido en cuenta por la dirección del campamento. Los síntomas son una expresión del cuerpo, una denuncia codificada de un mal, físico o psíquico… Nosotros podíamos levantar los hombros y exclamar: “está completamente chiflada”, pero los adultos debían haber sido más cautelosos…
La única solución que encontré para defender mi honor fue la de trabajar junto a mi compañera todos los días en espera de que se presentara la “aparecida”. En aquellas largas jornadas supe que mi amiga no era feliz en su nuevo hogar, pues a cada paso su tía le recordaba que su orfandad era un peso molesto que debía cargar, y su prima solía burlarse de su timidez y tristeza. Siempre que leo aquella frase que Doña Augusta le dice a José Eugenio Cemí en Paradiso: “la caca del huérfano hiede más”, evoco el rostro de aquella chica, deprimida y solitaria. Supe que casi nunca la visitaban los domingos; que apenas tenía comida extra para refugiarse después de los malos sabores del campamento. Su voz era tan frágil, y su miedo tan potente que no sé si la figura fantasmática era ella.
Al cabo de unos días de trabajar con mi compañera, la “aparecida” acudió a la cita. Decidí mirar hacia el lugar donde me señalaba, histérica, mi compañera y gritar como una poseída: “¿No ves que te tiene miedo? ¡Si de verdad eres su madre y la quieres, no te le aparezcas más, que le haces daño!” Y añadí unas “palabras mágicas” que contuvieron los síntomas: “Si quieres decirle algo, díselo en sueños”.
Nunca más −durante esa etapa− volvimos a tener otro incidente de aparecidos en mi brigada. La chica me contó que, efectivamente, desde ese día tenía bellos sueños en los que aparecía su madre y le daba ánimos −y, lógicamente mudó la histeria por una especie de narcolepsia bienhechora−. En uno de esos sueños, y como si de una burla se tratara, la progenitora le había confesado que quería darme las gracias por lo que había hecho. Mi amiga me lo decía así, tan tranquila: prepárate sicológicamente, que mi mamá difunta te quiere dar las gracias…
Desde ese momento la que entró en histeria fui yo: tenía miedo de que lo de la aparecida fuera real y que se empecinara en cumplir su palabra: nadie sabe qué ética puede regir a los fantasmas. Necesité la ayuda de algunos amigos que apelaron a mi “ateísmo” como psicoterapia y me adulaban con dosis de "con lo inteligente que tú eres...". Recuerdo, incluso, que emigré algunas noches para la cama de una compañera incondicional, hasta que los dolores de su espalda pusieron fin a su tolerancia.
Una noche sentí a alguien merodeando por mi litera y el mosquitero se movió con un aire inexplicablemente intenso durante unos segundos. Creí oír un susurro, pero era tal mi terror que no moví ni una sola pestaña: me quedé paralizada bajo la colcha. Desde ese día veía presencias por todos lados: pequeñas ofrendas que me dejaban en mi taquilla, dulces, flores… La medium juraba que era su madre y se aferraba a aquella idea con un placer increíble.
Era tan “frikie” que agradecía en voz alta cada regalo, diciendo algo así como “quien quiera que seas y donde quiera que estés, gracias”. Pero también logré ser consciente de la felicidad momentánea que le daba a aquella chica triste y delgada, con la que nunca más intercambié palabras una vez acabada la “etapa al campo”.
Al cabo de algunos años, supe de una noticia horrible que me dejó sin aire: la tía y la prima de aquella compañera habían tenido un accidente mortal. Llovió mucho por aquellos días y los tragantes de la ciudad estaban desbordados: madre e hija fueron arrastradas por el agua, y deglutidas por un hueco sin fondo, hasta parar al río.