No sé si estos trenes seguirán ahí, oxidándose en una especie de basurero improvisado a la entrada del Barrio Chino de la Habana. La foto la hice en el 2009.

miércoles, 21 de julio de 2010

[14] El maleficio escondido



(A Lorena, porque la traición es un pan demasiado salado...)

En mi segunda etapa al campo, con trece años, descubrí esa mezcla de sensaciones, texturas y olores que nos hace presentir, en un relámpago de lucidez, que somos apenas fragmentos dispersos, piezas incompletas…

Todo el campamento estaba reunido en una improvisada competición deportiva y los contrincantes voceaban frenéticos el nombre de quien cruzaría la línea de meta con un impulso extraordinario. En el intervalo de segundos que pudo haber demorado la carrera, distinguí aquel cuerpo, con el que tantas veces me hubiera tropezado sin apenas notarlo. Y ese cuerpo tuvo para mí, ese día, un rostro, un nombre y un nacimiento. Como nunca podremos saber qué suma de misterio y casualidad interviene en el instante en que construimos esa bella ficción que llamamos enamoramiento, decidí que aquella figura que cortaba el aire como si se tratase de un ser inasible y escurridizo, fuera la encarnación del amor en mi mirada. Lo detuve en mi contemplación −apenas un flash fortuito− para extraerlo de la difusa niebla del anonimato y convertirlo en la pieza que se añade al cuerpo solitario. La pieza que nos duplica y ensancha.
De aquella historia guardo el recuerdo de su bondad, mezclada con una torpeza infantil, casi ingenua. Y la dulzura de la timidez, cualidad que habría de perseguir, a partir de aquel instante, en cada elección. Supe que en el momento en el que los ojos se tropiezan, estrábicos, segundos antes de que la boca digiera el susto del primer beso, se comunican los deseos más limpios, los que apenas se olvidan.

Al cabo de varios años, ya en la Universidad, coincidimos una vez más. Vivía en La Habana y vestía un uniforme verdeolivo tras el que escondía la misma torpeza infantil. Presumía de esa nueva virilidad que el uniforme le brindaba y me ofrecía su casa, recién estrenada, junto a otras comodidades, como un auto estatal: prebendas todas obtenidas por su oficio. Me sorprendió verlo convertido en "oficial", posicionado en un poder que le quedaba muy grande -desde los primeros encuentros adolescentes supe que la agudeza no era su fuerte-, aunque evidentemente tenía talento para obedecer y eso era más que suficiente.
Corrían los días del Festival de Teatro de La Habana y me invitó a ver una obra, sabiendo que sería un buen comienzo. Al llegar al Trianón enseñó dos credenciales y pasamos inmediatamente sin detenernos en una cola infinita que auguraba la calidad de la pieza. Yo estaba exultante, porque me había sido imposible ver algo en aquel festival en el que las entradas se acababan al instante y poco después valían el doble, en las manos de los revendedores.
Cuando salimos, anotó algo en una libreta y me pidió que le comentara de qué trataba la obra pues le costaba entender exactamente algunos parlamentos, algunos signos escénicos demasiado crípticos. Después de mi charla, volvió a anotar en la libreta y comenzó lo que sería el descenso a los infiernos: me proponía, a cambio de una credencial especial, que reseñara las obras que viese, que apuntara si decían algo inconveniente, "contrarrevolucionario" y las reacciones del público. Después continuó explicando el por qué de nuestro reencuentro.
Lo que en un principio supuse como un cruce fortuito de caminos había sido, sin embargo, una premeditada búsqueda. Trabajaba en la “zona” donde estaba enclavada la Beca Estudiantil de F y 3ra, y le habían encomendado un estudio sobre el consumo de drogas en el edificio y las posibles consecuencias disidentes de la campanilla y la marihuana. Necesitaba informantes, sobre todo en los pisos de Artes y Letras, y pensó en mí (o mejor, me buscó en el ordenador, registró mi expediente y consultó mi posible captación, como me contó después). Quería saber qué se cocía en aquellas orgías de letrados a las que no podría entrar; qué brujos oficiaban el rito y quiénes eran los posesos. Y para eso estaría yo y otros tantos que ya habían sido captados (información que redobló mis paranoias). Debía exprimir a mis amigos e indagar hasta el sabor de la médula de los que compartían conmigo estancia, profesión y simpatía. Trabajar para él, con él.

En aquella ocasión volvió a ser el anónimo sin rostro, sin nombre, sin nacimiento que pasaba por mi lado, en una frenética carrera hacia una Ítaca lejana.

Por increíble que parezca, ese "reclutamiento" lo padecí en varias ocasiones.
Cierto día (creo que en 1995, segundo año de la carrera), cojo una "botella" con destino a la Víbora en un coche de "chapa verde", y en el trayecto, el militar me pregunta por qué estaba tan callada. Sin pelos en la lengua le respondo que porque mi hambre era tal que apenas podía hablar. Me pide explicación y le comento que la comida de la beca es intragable y que a veces, cuando ya estoy al límite del desmayo, visito a mi familia en la Víbora para reponer fuerzas. Creo que mi confesión lo aturdió: me miró con tristeza y me invitó a que fuera a su unidad militar (cerca de la Beca); allí me daría una tarjeta para el comedor. Días después, fui al sito sugerido no sé si porque aquel hombre me había parecido amable y convincente (era, en definitiva, un Capitán del Ejército), o porque el hambre convence de una manera más rotunda, lo cierto es que comí, en esa ocasión, mucho mejor que en casa de mis familiares. Pero en la segunda visita el Capitán me citó, previamente, a su oficina. Después de una corta entrevista saqué una cosa en claro: o trabajaba para ellos o no habría más "papa". Ante mi negativa, y como dirían los versos martianos, volví "hosca a mi rincón, el alma trémula y sola"

Unos años antes había sufrido, en carne propia, los acosos de la Seguridad del Estado. Unos acosos que fueron realmente lacerantes porque se disfrazaron de conquistas amorosas, jugando con mi vulnerabilidad adolescente.

En 1993 −y junto a una delegación de 100 cubanos bulliciosos− visité por algunas semanas Francia, en lo que sería mi único viaje antes de emigrar definitivamente de la isla. Compartí vuelo con un joven villaclareño que se sentó casualmente a mi lado y ya en París me acompañaría por unos días confesándome su amor, pegajoso y asfixiante, en cada esquina luminosa de la ciudad. El viaje se volvía un infierno con el martirio de su compañía, hasta que grité a los cuatro vientos que me dejara en paz (para colmo, en el mirador de la Torre Eiffel, rompiéndose para siempre el sueño romántico del viaje). Justo ese día conocí a un estudiante universitario que reemplazaría al pedante y que no me dejaría sola durante las semanas siguientes.

En realidad -como luego supe- me proponía su amor a cambio de vigilancia, y todo porque antes de salir de Cuba, en un delirio de grandeza o imaginación sin límites, yo había comentado a viva voz que mi apellido era francés y que intentaría localizar mis ancestros. Aquel sueño inocente parecía un plan bien urdido, pues cuando alguien intentó indagar cómo lo haría, afirmé sin titubear: “pues busco una cabina telefónica, consulto la guía y llamo al primer Suquet que encuentre”. Así de fácil. Como si del otro lado hubiese algún francés dispuesto a entender mi español y a ofrecerme sus brazos “familiares”. Esta ingenuidad puso en funcionamiento todas las alertas. Parecía ser una posible desertora y había que impedirlo a toda costa.

Cuando descubrí que aquel joven guapísimo que me acompañaba por los campos Elíseos no era estudiante de Derecho −su coartada−, sino un oficial de la Seguridad del Estado que cumplía con su deber (en total eran 25 los que nos vigilaban, o sea, la cuarta parte del grupo, y entre ellos, el villaclareño seductor y la chica con la que compartía habitación), la madurez le dio un manotazo certero a mis dieciocho años, dejándolos envejecidos, irreconocibles. Al saberme ilusionada, no pudo mantener por más tiempo la farsa y me contó la paranoia que lo dominaba cada vez que me perdía de su punto de mira. Mi exilio podía arruinar su carrera de contrainteligencia para siempre. Agradecí la sinceridad y no interrumpí su misión (de lo contrario me espiaría otro sabueso farsante). Siguió el resto del tiempo “prendado” de mí, aguantando mis insufribles bromas que consistían fundamentalmente en despistarlo, en inventar fugas o deserciones que lo hicieran sudar y expiar su fraude.

A mi regreso −ya a las puertas de la universidad− nunca más volvería a apostar por un ideal desalmado. Mi desencanto amoroso fue también la ruptura con un idilio mayor, más esencial. Debía certificar que los niños se morían de hambre en la Francia capitalista y yo certificaba otras cosas más tangibles: la delegación arrasaba por donde pasara. En cada lugar a donde íbamos (escuelas, fábricas, museos…), desaparecían los jabones del baño, los rollos de papel sanitario, las toallas… Mi conocimiento de inglés -un poco mayor que el de la media que me acompañaba- propiciaba que mis compañeros me usaran para pedir "grabadoras" de música, y hasta ropa para bebés imaginarios (una chica del grupo fingió estar embarazada para que le regalaran una canastilla que guardaría para cuando la mentira se hiciera realidad). En ese viaje se quebraron muchos sueños. Y mi ingenuidad también.

Alguna vez más visité en su unidad militar al "estudiante de derecho", convertido en amigo a fuerza de compañía, hasta el día en que me pidió que compartiera su oficio, que me convirtiera en la amante ficticia de algún joven inconforme. Pienso que, desde entonces, no volví a creer en ángeles protectores si no me enseñaban, de antemano, el maleficio escondido.