domingo, 22 de agosto de 2010
[17] Alrededor de los 14 años...
Alrededor de los 14 años decidí que quería ser escritora.
Era una edad difícil y mi adolescencia fue nostálgica y taciturna, a ratos. Recuerdo haber llorado bastante por las prohibiciones paternas que ponían zancadillas a mi agitada efervescencia, precoz como casi todas las adolescencias cubanas: yo no tuve ni campismos, ni bobaliconas andaduras por la calle Real, los sábados en la noche… Fue la etapa del tránsito, de escribir intensos poemas de amor sin haber experimentado aún intensos amores, de vestir de adulta sin poder inflar las prendas, de respirar de manera entrecortada −¿asmática?- el olor de mi incipiente autonomía. Y de imaginarme poetisa atormentada.
Al principio soñaba ser periodista, pero mi madre supo aconsejarme de manera contundente: "si te tocan las columnas culturales podrías darte con un canto en el pecho, pero… ¿y si tienes que ocuparte de los reportajes sobre las granjas avícolas, y de los sobrecumplimientos de los planes lecheros…? Visualicé el periódico Guerrillero −de Pinar del Río− y me dio pavor mi destino: estudiar para escribir aquellas notas periodísticas. Desde entonces supe que quería ser filóloga con la esperanza de que, por esta vía, pudiera escapar de las noticias regionales.
Comencé a levantarme de madrugada a rellenar hojas en blanco y mis padres respetaban aquellos desvelos, convencidos de mi vocación. No sabían que, en realidad, se trataba de una especie de obligación autoimpuesta, una disciplina… Había leído la biografía de Delmira Agustini donde se hablaba de sus insomnios adolescentes y había decidido imitarla, aunque me pasara la noche haciendo garabatos. Allí leí por primera vez la palabra hiperestesia y me la apropié. Recuerdo haberme catalogado, por aquella época, como una persona “hiperestésica” (tan solo de recordarlo me muero de risa), con lo que dejaba claro sobre todo, que era rara, rara... También me adueñé de la palabra “hiperquinética”: evidentemente me hice adicta a los superlativos y a las palabrejas médicas, que daban un toque sofisticado a cualquier caracterización.
Empecé a asistir, esporádicamente, a los talleres literarios del Museo de Historia de Pinar del Río en donde me tachaban los versos hasta convertir mis largos poemas en breves líneas cautelosas. Conocí a poetas excelentes: a Nelson Simón, que por aquel entonces cargaba el peso de la isla y yo adoraba sus versos de Sísifo tropical; a Luis Hugo Valín, que no paraba de contar sus pillerías de pícaro de provincia, a Juan Ramón de la Portilla... Después conocería a Juan Carlos Vals, al que escuchaba tímidamente (y con el que reí, al cabo de los años, al oír sus archivadas anécdotas de los talleres literarios: por ejemplo, cuando rememoraba aquel verso surreal de un joven poeta que decía algo así como “el coche de Fidel se desplaza/ soviéticamente /por las calles de La Habana”); a Joaquín Badajoz, a Ernesto Ortiz, a José Félix León… Después, el taller literario mudó sus encuentros para el Centro Hnos. Loynaz, en donde tomábamos té bajo la sombra de las enredaderas y Pinar se convirtió en el sitio de los orígenes, del desperezo después del nacimiento.
En uno de aquellos encuentros escuché atontada a Raúl Rivero, mientras explicaba con un tono sarcástico de aes abiertas y palabras con tufo a alcohol, sus conceptos sobre la literatura. Para una adolescente que aún debía estar en la fase de poesía de amor a lo Buesa, aquel encuentro fue una especie de tiro de gracia. Me firmó su libro, que llegó a ser un animal doméstico, de compañía. Oficio de poeta, decía, y algo que parecería tan obvio, fue sin embargo un descubrimiento: ya no aguardé más el “instante fecundo”, ni la iluminación en noches insomnes. Intuí, en cambio, que una vida sedente y sedienta me esperaba −lo que en la Universidad, la profesora Ana Cairo rebautizara con aquello de “muchas horas nalgas”: según ella, ese era el currículum que se necesitaba para llegar a ser un buen escritor o investigador. (En mi primer cuaderno de poemas pondría como pórtico unos versos antirrománticos y comprometidos de R. Rivero que cito de memoria: "La poesía no debe hablar de mí, sino conmigo, de las cosas que pasan")
En esos años pude oír a Silvio y a Pablo en vivo y asistir a algún que otro concierto catártico en la Escalinata del Alma Mater para corear hasta la afonía aquellas canciones de Moncada: “Hoy es siempre todavía”, o “Arriba las manos, es un asalto de amor armado…”. Ya tenía edad suficiente como para ir “sola” a la Habana, donde vivían mi hermano y mis primos universitarios. Mis padres me encomendaban al chofer de turno y en la estación de autobuses me recogía mi hermano. Comenzaba para mí un fin de semana de adulta, con espectáculos y paseos por el malecón. Iba a la Plaza de la Catedral a comprarme largas sayas de algodón y pulseras y colgantes de cuero con la imagen de Silvio Rodríguez… La Habana se convirtió en el punto de comparación, en el sitio donde los orígenes eran refrendados. También en el lugar de las anécdotas -me convertía, por obra y gracia de mi experiencia viajera, en la narradora de sucesos fantásticos-. Pinar, síntesis y esencia, era la poesía; la Habana, la narrativa.
Viví varias experiencias en aquellos viajes interprovinciales. En una ocasión, el ómnibus quedó reducido a cenizas -en cuestiones de minutos- mientras los pasajeros enloquecidos se lanzaban por las ventanillas y otros se alejaban temiendo una explosión. Yo pude escapar por la puerta y sin contratiempos, dejando, eso sí, mi pequeño equipaje dentro.
En otro de aquellos viajes, el autobús se rompió a mitad de camino. Muerte súbita. Ilusiones varadas en la carretera; la fundamental, un concierto de Carlos Varela. Casi inmediatamente los pasajeros fueron desapareciendo por grupos; algunos pararon “botellas” para regresar a Pinar mientras otros se animaban a seguir adelante. El chofer, en cambio, me había advertido que me quedara cerca del autobús para cuando vinieran a recogerlo: debía cuidar de mí por encargo paterno. En un ataque de independencia, crucé la carretera sin ser vista y logré parar un carro con destino a la Lisa… o sea, ¡a la Habana! No tenía ni idea de las distancias, de los recorridos… pero ya en la ciudad me las arreglaría…
Una vez en la Lisa, y con la inocencia del advenedizo, llegué, de botella en botella, a la Estación de Autobuses donde debía esperarme mi hermano, justo a la hora planificada. Con taimada pulcritud, me senté a esperarlo en la sala de llegadas. Al encontrarnos, nada delató la irregularidad de mi viaje, pues de mi discreción dependían mis futuros desplazamientos. Ese avance a tramos, de semáforo en semáforo, lo había aprendido en viajes anteriores a la capital cuando, con una de mis primas, iba de la Víbora a cualquier rincón de la Habana (incluso a Guanabo) mientras las paradas de ómnibus parecían concentraciones revolucionarias.
(Un tiempo después, y porque todo se sabe en una provincia pequeña, mi padre se encontraría casualmente con el chofer del autobús, quien lo pondría al tanto de la rotura y de mi desobediencia… )
Gracias a aquella temeridad, pude asistir a aquel concierto de Carlos Varela en la sala Charles Chaplin (abril de 1989) donde cantó por primera vez “Guillermo Tell” −creo que confesó haberla compuesto momentos antes del concierto. (La menor de mis primas se había vuelto "farandulera" a su llegada a La Habana, lo que significaba que, además de andar con una mochila al hombro y de apenas aparecer por casa, estaba al tanto de lo "último" que sucediera por entonces). Aquella canción, junto a los eufóricos gritos de los allí congregados, fue una revelación de otra manera de decir, diferente al Silvio de giros sutiles y crípticas metáforas. Se encendió una lámpara: había dado un mordisco a la manzana prohibida, la misma que pendiera de nuestras cabezas sin saberlo. Varela se convirtió, ipso facto, en una especie de contraseña, un código secreto que muy pocos conocían y que empezaba a exigir a la entrada de ciertos diálogos. Lo más parecido a una marca generacional (como aquel "mortal" que decíamos para todo y que ya casi nadie recuerda). Pronto me ví rodeada de nuevos amigos que, en Pinar, comenzaban a oirlo, pasándose de mano en mano un cassette mal grabado con sus canciones. Nos sentábamos en el "contén del barrio" a mezclar las alabanzas con las dudas, como los textos de Varela...
Al llegar a casa escribí un poema que incluí en mi primer cuaderno titulado Para atrapar un instante -un título adolescente como la mayoría de los textos que compilaba, y que estaba preparando por entonces para presentar al concurso Dulce María Loynaz.
Este poema −y todos los del libro− pasó por las manos de Luis Hugo Valín, que entintó la página de rojo hasta dejarlo como un cuerpo enfermo, con varicela… Estuvo toda la tarde dándose columpio en la casa y enmendando entuertos, mientras leía los textos en voz alta, con una extraña cadencia que se puso de moda en los recitales poéticos.
Ese poema me granjeó una áspera desilusión en un Encuentro Municipal de Talleres Literarios, celebrado en la Casa de Cultura de Pinar. Al terminar la jornada, una mujer desconocida −funcionaria de Cultura− se aproximó para preguntarme quién era “realmente” el autor del poema y que le enseñara otros que hubiese escrito… Caí en la trampa, pues pensaba que sus dudas sobre la autoría se debían a mi edad y me ofrecí, orgullosa, a enseñarle los otros textos… Aquella mujer con un look poco “artístico” −nunca olvidaré aquella apreciación: tenía pantalón de láster, nada más incongruente en la “farándula”− me acompañó a casa y hojeó con desprecio mis libretas escolares llenas de poemas, mientras me preguntaba si no tendría algún otro texto que no fuese de mi puño y letra, o si estos los había copiado de alguien.
Al ver los textos marcados con tinta roja y algunos versos rehechos palmeó la libreta con furia y me preguntó quién era el dueño de aquellos subrayados. Ya por entonces pude intuir que algo andaba mal y le dije, con la cara más inocente de mi repertorio, que había sido mi padre, el único que revisaba mis poemas. Me devolvió la libreta aunque no muy convencida de mi respuesta y me aconsejó que no me dejara guiar por ciertos escritores del Taller que podrían ser una mala influencia… Nunca más la volví a ver, ni supe exactamente qué era lo que quería, aunque podía sospecharse. Probablemente buscaba (¿o buscaban?) descubrir si habría “alguien” escondido tras mi fachada de niña buena, algún ghost writer que no daba la cara y que ejercía alguna influencia sobre mí.
Pocas veces, después, volví a sentir el peso de la censura: hay límites que solo se trazan una vez. Es probable que, a partir de entonces, la autocensura -y el silencio de la escritura privada- se haya encargado de ejercer de funcionaria vigilante. (Como diría Shentalinski al referirse a los escritores soviéticos -en esa pieza monumental sobre los archivos literarios de la KGB-, el oficio del escritor en el comunismo consistía en estrujar, gota a gota, al esclavo que había en su interior. Sedente, sedienta, y esclavizada)
En septiembre empezaría la Vocacional, y en aquellos años de beca perdí muchas de las libertades aprendidas, disfrutadas. No más viajes a La Habana, ni visitas al taller literario. Empezarían los años del encierro y del hambre, tras la caída del padre socialista. Una larga trenza nos había sido cortada y nuestros cuerpos se habían quedado tirados en el pantano, sin pasado ni futuro. Mientras el patriarca, cada vez más encanecido, seguía conminándonos a la resistencia, al ahogo.