domingo, 29 de agosto de 2010
[18] IPVCE Federico Engels: un viaje por el córtex de mi generación. (I)
(Foto tomada de la página de facebook "Vocacional Federico Engels")
De camino a casa voy conversando sin parar sobre mi etapa preuniversitaria. Quiero hacer este post y tengo la ventaja de contrastar mis recuerdos con los de mi pareja; recuerdos que, salvo las diferencias de género o los nombres de la provincia y la escuela, son muy parecidos. Me asedia la sensación de haber vivido una vida seriada y de repetirme −ahora− en las sinapsis neuronales de los que, como yo, rememoran el tránsito: similares procesos de pensamiento, similares descargas químicas y códigos de análoga intensidad. En los pliegues del córtex, mi generación abriga su aprendizaje y su memoria: grupales descensos al infierno, obsesiones en grupo, breves visitas guiadas por las tierras prometidas y análogos pasadizos para alcanzar la felicidad…
Casi todos los estudiantes cubanos de entre los 15 y 18 años cursan -¿o cursaban?- el preuniversitario en régimen de internado con pase semanal o quincenal. Las escuelas, edificaciones seriadas que poblaron el país, se situaban en las afueras de la ciudad y mientras en una media jornada se estudiaba, en la otra se trabajaba en el campo. Solo había un preuniversitario en la ciudad para enfermos y minusválidos; la otra alternativa era el IPVCE (Instituto Preuniversitario Vocacional de Ciencias Exactas), con mayor rigor en la enseñanza, gracias a lo cual nos exoneraban de las labores agrícolas -o al menos eso pensábamos cuando entramos-.
Mi pareja, siempre más reacia que yo al coro y al clamor, define con dos palabras su vida en el preuniversitario: espeluznante y agria. Las dos se refieren a respuestas corporales, a sensaciones físicas enlazadas al encierro que sus neuronas hacen revivir: ese fragmento de memoria le convoca al horror y a la acidez, reacciones básicas de sobrevivencia cuando se detecta el peligro −el alimento contaminado, el espanto de la cacería. Él, que nunca aprendió a bailar y que prefiere la música baja en vez de los estridentes altavoces; que dado su temperamnento, no disfrutaba a plenitud de las grandes concentraciones en el Anfiteatro y que odiaba trabajar en el campo, no puede recordar esa etapa como feliz. Mientras conduce de regreso a casa dice “espeluznante y agria” casi sin pensarlo, y yo lo imagino por aquellos años a ras del tiro y sin la posibilidad de la huida. Enciende la radio poniendo fin a la conversación: prefiere oír canciones ajenas cuando conduce; ciertos viajes por los acantilados de la memoria suelen ser peligrosos.
En silencio, voy ordenando mis recuerdos, aunque esas palabras no sean las que definan mis años de preuniversitario (soy incapaz de definirlos con dos palabras tan tremendas).
Introito
En un principio fueron las pruebas de ingreso, los repasos previos con maestros particulares, los concursos… Después, la ilusión por entrar al IPVCE, por cambiar la falda color mostaza de la secundaria por la azul marino; por unirme en un engranaje más sofisticado de pertenencia y respuesta −aunque no todos tuviésemos esa conciencia. Por formar parte de una membresía cohesionada y gangosa que devolvía, como ganancia, el respaldo −o el rechazo− colectivo y las primeras andaduras fuera del alcance de los padres.
Después, los ritos carcelarios −espeluznantes y acres−, los únicos que forman la experiencia coral y una subjetividad clonada. Y más allá de los ritos (y del hambre y del estudio), los subterfugios para alcanzar la felicidad, que por aquel entonces podían ser tan simple como encontrar buenos amigos y reírnos sin parar con las ocurrencias propias o ajenas...
Algo importante: mis años de preuniversitario coincidieron con el comienzo del Período Especial.
Cronograma (con más o menos variantes)
Nos levantábamos a las 6.30 de la mañana. A esa hora sonaba una alarma general que indicaba el fin del sueño, mientras los profesores de guardia iban albergue por albergue gritando a voz en cuello un “de pieeeee” infinito y pegajoso que, en muchos casos, les provocaba placer (era la mejor ocasión para desquitarse de las majaderías de las clases. En el alberggue de los varones ciertos profesores llegaban a levantar a puñetazos a sus alumnos, que se convertían, desde entonces, en pequeños hombrecillos humillados jurando desquitarse algún día.
Siempre intentaba dormir un poco más, aunque fuese tan solo unos minutos, pero ese intervalo bastaba para hacerme a la idea de por qué y hasta cuándo estaría allí. Ocupaba la parte de arriba de una litera y desde mi atalaya vigilaba el momento en que no quedara nadie más durmiendo: momento de lanzarme como un zombi y asearme y vestirme de manera enloquecida, mientras una amiga incondicional ayudaba a tender la cama. En el albergue femenino unos 60 cuerpos se abalanzaban frenéticos al baño para, en un tropel mañanero, lavarse los dientes, la cara y las intimidades que, hacía mucho rato, habían dejado de serlo. Una hora después del “de pie” se acababa el agua y como yo llegaba tarde, casi siempre terminaba acudiendo a escasas porciones recolectadas la noche anterior en un "jarrito".
(Las más presumidas se levantaban un poco antes para poder vestirse y peinarse con calma; yo, en cambio, bajaba a clase hecha un desastre, sin apenas mirarme al espejo. Cuando descubrí que con el pelo rizado me ahorraba el paso del peinado, no dudé en acudir a la peluquería del barrio a procurarme los rizos).
Después, había que correr al comedor para hacer la cola del desayuno: un refresco que consistía en agua con azúcar coloreada o sirope de fresa; después empezaron a dar “cerelac”, aquel preparado intragable y tan extraño como su nombre, y un pan pequeño y redondo de menores dimensiones que el que daban por la "cuota".(Hubo una etapa en que tuvieron que dar el pan partido a la mitad para que alcanzara. Con una retórica sacrificial explicaron en un Matutino General la necesidad de compartir el pan nuestro de cada día e inmediatamente tuvimos la ocurrencia de apodar el alimento como el "pan martiano", por aquello de "con todos y para el bien de todos"). Ese era todo el sustento de nuestra mañana, salvo que sacaran “algo” en la cafetería de la Unidad: unas “bolitas” de carne de origen dudoso o unos sorbetos destostados. Todo el mundo se congregaba allí; podía ser un espectáculo de empujones y trifulcas, de chicos fuertes apoderándose de la comida y repartiéndosela a sus novias o amigos. En el 93 las cafeterías cerraron, ya no tenían nada que vender.
Pero antes de esto, y para seguir el estricto horario de un internado, formábamos en la plaza −con el desayuno apenas deglutido− para hacer el matutino. Cada grupo hacía una fila de menor a mayor y así, parados y aburridos, debíamos atender a la dosis de instrucción diaria. Cada semana le correspondía a un grupo. Varios estudiantes se subían a la tribuna para leer las noticias más relevantes del periódico, como si se tratase de un noticiario de titulares predecibles: “Noticias nacionales”: decía uno, y a continuación leía una nota en la que el Comandante inauguraba algún círculo infantil, algún plan de reforestación. “Noticias internacionales”: decía otro, y nuevamente se oía la palabra Comandante, ahora relacionada con alguna Cumbre, con algún alegato en defensa de la libertad y los derechos humanos; “Noticias Deportivas”: el partido de béisbol de turno, las “mulatas del caribe” −como se le llamaba al equipo de baloncesto femenino−: glorias todas de la Revolución; “Noticias Culturales”: más glorias y algún que otro “Comandante” enunciado por el medio. A veces, efemérides y celebraciones interrumpían la regularidad: el mal gusto ritualizado −y por ello mismo imperceptible− alcanzaba sus dosis más altas cuando un coro recitaba poemas patrióticos o una voz -la mía, a veces- cantaba canciones de Silvio. Lo "cheo" en estado puro, para decirlo en buen cubano. En otras ocaciones, algún "esquech" (sketch) ingenioso aireaba el tedio, y agradecíamos la risa, una de las principales armas con la que nos defendíamos de la rutina.
Este instructivo matutino terminaba, casi siempre, con un regaño colectivo de quien tuviese el cargo de “Vida Interna” (en mi Unidad, un negro descomunal que parecía más bien el portero de una discoteca ibizenca o un guardaespaldas profesional tras el que se escudaba, justamente, el Director, un pequeñajo retorcido, experto en vigilar y castigar). A veces, el dúo directivo subía a los infractores a la tribuna para que se avergonzaran y entonaran un mea culpa por haberse escapado de la escuela o por haber estado practicando sexo la noche anterior en algún rincón perdido…
Realmente muchos éramos los infractores, aunque no todos tenían la mala suerte de ser “atrapados”. En reiteradas ocasiones me fugaba para comer en casa. Siempre había que regresar antes del estudio por si pasaban lista o a las 6 de la mañana, para colarse en el albergue. Teníamos localizado el hueco de la alambrada por el que escapábamos. Lo arreglaban y a los pocos días, otro hueco “aparecía” y así sucesivamente. Pero, claro está, yo era una privilegiada porque vivía en la capital de provincia. Los del "interior" tenían que conformarse con los víveres ofrecidos en el comedor...
Sobre las 12.30 terminaban las clases de la mañana. En un cuarto de hora debíamos ir al Comedor, formar nuevamente los grupos y una vez que estuviésemos todos enfilados, nos pasaban a comer. La bandeja llenaba sus espacios con las escasas porciones de los alimentos que nos ofrecían: arroz precocido (con un olor a saco que lo hacía incomible), col hervida o sopa de col, o agua de chícharos, y mermelada de tomate o arroz con leche (con cerelac). A veces daban “arroz con suerte” (¡y había que ser muy dichoso para tener suerte!), que era un arroz amarillo con trocitos invisibles de perro caliente, pollo o cerdo. (Para una escuela de miles de alumnos mataban un solo cerdo y con él hacían el arroz amarillo. El color se lo llegaron a dar con pastillas de “multivit”, un complejo vitamínico de fabricación cubana con el que se pretendía amortiguar las carencias alimenticias. Por supuesto que con este aditivo solo lograban que la comida supiese peor, pues las vitaminas seguramente se perdían en el proceso de cocción). Y había días de fiesta, de “chequeos de emulación”, de visitas nacionales o internacionales −amigos de otros países a los que se les mostraban las bondades de nuestro sistema educativo−, días de tirar la casa por la ventana y de comer una rodaja de jamonada y un potaje más condimentado, o un muslo de pollo que veíamos con el asombro de una especie en extinción.
Si habíamos sido de los primeros grupos en pasar a comer, entonces podíamos ir al albergue a consumir algún pan tostado con azúcar. Por aquella época no había ni mermeladas, ni leche condensada, ni miel, ni mayonesa para untar; por aquella época los que tenían una bolsa de pan tostado lo debían a que su familia había hecho acopio diario del pancito redondo que le tocaba a cada miembro durante la semana para donarlo al hijo becado.
Por las tardes, volvíamos a las aulas. Estábamos en el Pre de Ciencias Exactas, un modelo de escuela diseñado para sacar al país del subdesarrollo creando geniecillos que patentaran vacunas, artefactos, software de última generación… Recibíamos 11 turnos de clases al día (o sea, 8 horas de docencia repartidas en las dos jornadas), y en los equipados laboratorios de química, física o biología, nos preparaban para ser el futuro, sin contar con aquellos entrenamientos agotadores para los concursos: cada provincia tenía un IPVCE −el Federico Engels, de Pinar; Lenin, de La Habana; el Carlos Marx, de Matanzas…− y cada año se celebraba una “Olimpiada del Saber” en la que los “talentos” de las diferentes ciencias se batían −muchos ansiaban formar parte de la “selección”, la crème de la crème, que se veía recompensada con altas cuotas de popularidad y admiración.
En mi último año se remodeló el proyecto, y por las tardes nos enviaban a trabajar en el campo para que la escuela se autoabasteciera de viandas y hortalizas. No mejoró nuestra alimentación aunque se nos llenaran de callos las manos.
A partir de entonces, el modelo inicial de IPVCE sería cada vez más obsoleto.
Gracias a un profesor de Literatura, atípico en aquella escuela procientífica, pero muy necesario −era quien hacía los discursos que se debían leer en actos oficiales; quien ponía su pluma y buen gusto al servicio de la dirección para desempeños variopintos−, pude evadir la perfección de las ciencias exactas. Seguramente nunca imaginó lo que agradecería sus encuentros -no por el futuro, aunque también tuvo que ver con la elección de mi carrera, sino por ese presente en el que vivía. Creó un grupo de “Concurso de Español” y todos los exiliados nos refugiamos allí para analizar figuras retóricas o leyes de la gramática y para escribir lo que llamábamos “composiciones”, variaciones sobre un tema dado, generalmente con un trasfondo de patriotismo sentimental; aquello era lo más cercano que teníamos a la “creación”, pero lo agradecía. Había que buscar las brechas que el sistema ofrecía, los respiraderos…
Terminada la jornada de la tarde −de clases o de campo− corríamos nuevamente al albergue para ducharnos. Otra vez tendríamos un horario muy corto para que todo el albergue pudiese beneficiarse de la intimidad de una ducha −en una hora y media cerraban los grifos−, por lo que la mayoría de las veces, debíamos bañarnos en “parte de delante” (decíamos “partealante”) o “parte de atrás” (“parteatrás”). Traducción: en la zona anterior y posterior de los baños había una especie de lavadero multiusos con una serie de grifos. Allí, agolpábamos nuestros cuerpos, desnudos y jabonosos, mientras nos echábamos agua con un “jarrito”: la compañera de al lado te restregaba la espalda, mientras otra se burlaba del jabón que te había caído en los ojos, o de las costillas que ya habían empezado a salir… −ya estábamos tan acostumbradas a ver cuerpos ajenos que se ritualizaba este amasijo “de cuerdas y tendones”. Corríamos semidesnudas por el albergue hasta llegar a nuestra litera y allí nos vestíamos con premura (otra vez el uniforme como otra piel) para salir nuevamente, a paso acelerado para el comedor. Cola de los grupos enfilados, bandeja en mano, arroz precocido, sopa de col o agua de chícharos, y arroz con “cerelac”…
En este intervalo era que aprovechaba para fugarme (cuando me llenaba de valor o de hastío). Salía a la avenida a parar una botella y desaparecer rápidamente. Casi siempre terminaba en el asiento de atrás de una bicicleta, pues los carros por estas fechas apenas circulaban. Llegaba a casa sobre las 7.00, me duchaba, comía y mi padre o mi pareja me regresaban en bicicleta para llegar a tiempo al estudio.)
En cambio, si me quedaba en la escuela, entre la comida y el estudio nocturno −quizás media hora o 45 minutos−, peregrinaba por el resto de las unidades para saludar a viejos amigos o conocer rostros nuevos y atractivos con los que renovar las ilusiones y los pactos de permanencia en aquella cárcel estudiantil.
A veces me integraba en grandes ruedas de casino donde hacíamos gala de complicadas coreografías con vueltas retorcidas. “La 71”, gritaba la voz cantante; “sacar agua del pozo”, “la prima”, “enchufe”, la prima con enchufe y bótala”… una verdadera locura memorística y de coordinación, casi tan difícil como los logaritmos, pero por supuesto, mucho más divertida…
De 8.30 a 9.30 fingíamos estudiar, muertos de sueño frente a los libros. Los profesores de guardia pasaban lista y deambulaban por los pasillos exigiendo un silencio absoluto que se lograba a fuerza de amenazas. Prácticamente esa era la única hora en que podía leer alguno de los libros que tenía pendientes; en todo el cronometrado día apenas un momento para los gustos personales, para el crucigrama de la infancia o el ensimismamiento en el que me sentía tan a gusto. Eso, si no me ponía a jugar a "tres en raya" con la amiga del lado, o a pasarnos papelillos por toda el aula...
Y una vez a la semana (¿o dos?) la recreación: la piruleta que nos daban como premio y que agradecíamos con nuestra incondicionalidad (a veces, nos la quitaban y era un castigo doloroso; nos costaba sobrellevar la semana a sabiendas de que no habría "RECREACIÓN"). El baile, la expansión, el desmadre, el agotamiento de todas las energías para que apenas quedara resquicio para pensar en el hambre... También, los chequeos de emulación en el Anfiteatro, la competencia entre las unidades que provocaba una euforia colectiva, una gritería descomunal...
Después de aquellos momentos de clamor nos acostábamos felices, atiborrados de adrenalina y orgullosos de pertenecer a una membresía cohesionada.
Ordenando mis recuerdos y despojándolos de la inocencia de creer que aquello que vivíamos era maravilloso -¿acaso conocíamos algo mejor o teníamos otras alternativas para elegir?, agradezco al IPVCE el haberme impuesto tantos compañeros de convivencia de entre los que, por ley de probabilidades, habría de encontrar amigos verdaderos. Quizás, solo eso.
Posdata
Después de leer el post, mi pareja, que se siente involucrada desde el inicio, me recrimina haber olvidado algo esencial para él; su pesadilla cotidiana: los robos. Le explico que en los albergues femeninos, en cambio, eran bastante esporádicos. Y entonces enumera para mí sus suplicios: debía dormir con las botas bajo la almohada -"no sé cómo lo lograba", me dice-, y a cada rato se despertaba para comprobar que el uniforme seguía allí, a su lado; debía recoger cada mañana todas sus pertenencias -toallas, sábanas...- y llevarlas consigo para el aula: detrás de su silla o tras la puerta estaban seguras. La comida -el pan tostado- ni siquiera estaba a salvo en el aula: un profesor amigo se lo guardaba en su despacho... Tal vandalismo en una de aquellas escuelas que se autoproclamaban las mejores del país.... Y, para colmo, debíamos agradecer nuestra suerte. En el resto de los preuniversitarios en el campo las experiencias podían llegar a ser traumáticas, sembradas de una violencia continuada, endémica. La hombría podía ser una prueba difícil, y la felicidad, el imperio de los más fuertes.
Pero no es esta mi experiencia, y aunque algún amigo me haya narrado sus heridas, no seré yo quien le ponga voz.
Continuará.