No sé si estos trenes seguirán ahí, oxidándose en una especie de basurero improvisado a la entrada del Barrio Chino de la Habana. La foto la hice en el 2009.

sábado, 3 de julio de 2010

[11] Bajo el reinado de los muñequitos rusos



Últimamente se ha visto un revival nostálgico de lo muñequitos rusos que se exhibían en Cuba en los 70'-80'. El blog de Akekure (http://munequitosrusos.blogspot.com/) es ya un espacio fundamental para revivir emociones.

Por mi parte, llevo toda una tarde viendo muñequitos de infancia y tratando de rescatar mis sensaciones de entonces. Pero como vi los mismos dibujos una y otra vez; como crecí viéndolos y ya era casi una muchacha y aún seguía embelesada frente a la pantalla, me cuesta recordar alguna sensación puntual, detenida en el tiempo.
El mismo muñequito fue odiado e incomprendido a veces y amado otras tantas. Me producían hastío o asombro; fascinación o tristeza, en dependencia de quien fuera ese ‘yo’ que los miraba en cada período. Los muñes de “palo” -aquellas marionetas que hoy he aprendido a revalorizar-, los de “plastilina”, el Cheburashka indefinible -¿mono, niño, osito?- junto al cocodrilo Gena, aquellas imágenes abstractas como las del “fantito que va a regar la espiga”, las alegorías y los símbolos que nos costaba desentrañar, la inquietante belleza de una energía reeducadora que nos mordía la conciencia, la música que nos entristecía… era todo un proceso de descubrimiento de matices, formas, sentidos. Y a veces, de des-descubrimiento, de fastidio.

Si en la primera infancia se precisa de esa especie de estructura neurótica de repetición en pos del equilibrio -por lo que los niños sienten placer viendo mil veces las mismas escenas-, en Cuba teníamos satisfechas estas cuotas de reproducción los trescientos y tantos días al año, de seis a siete de la tarde. Pero no se está en la primera infancia toda la vida; aunque a veces sea lo deseado.

Repetidos cada día, se volvían predecibles; se cantaban o recitaban imitando la lengua extraña y se dejaban de pensar, de recibir como un mensaje aleccionador. Eran más bien una costumbre, parte de la rutina diaria: a las seis nos tocaba ver los muñequitos como a las ocho, irnos a dormir tras la calabacita. Pocos niños se irían a dormir a esa hora, como pocos, también, nos dábamos cuenta de que tras cada historia había un comprometido proceso de selección, para que cada cuadro no basara el regocijo en la patraña de un gato corriendo indefinidamente tras su presa, incluso por el vacío, sino que se anclara en el rincón oscuro de la conciencia en forma de aprendizaje ritual. Cuando el gato y el ratón aparecían fortuitamente, era una delicia verlos correr, morir una y otra vez y resucitar tras el estallido de la bomba, la caída al precipicio. Eran dibujos nítidos y "superficiales", como nuestra niñez. Pero el respiro duraba minutos; después volvíamos a los densos y elaborados mensajes que adorábamos a costa de repetición y conformismo. La expresión contracultural y resistente de aquellas piezas de animación -hoy revisitadas como "joyas"- se volvía, en nuestro caso en un obligatorio ejercicio de contemplación que, como norma importada, nos llevaba a revivir cuentos tradicionales ajenos a nuestra tradición y a disfrutar de la extrañeza de las imágenes junto con los zumos de manzana y las matriuskas.

Creo que aprendimos a minimizar la fuerza de aquel tremendismo usando hasta el cansancio las frases que nos parecían inusuales y simpáticas en su extrañeza, aún cuando proviniesen de los personajes negativos. Convertíamos el absurdo en bandera. Aquello de “¡viejuca, dame de comer!” − justo lo que censuraba el hada hechicera−, se convirtió en una expresión identificatoria. Condensábamos los cuentos en aquellas frases y esperábamos resignados a que llegara el momento en el que el rajá, ansioso por la llegada del antílope dorado, preguntara al guardián con insistencia: ¿no viene nadie?, ¡nadie!

Salvo ese variado repertorio de frases y gestos que identificaban a los que crecimos bajo el reinado de los muñequitos rusos, su huella, tan ajena como impuesta, no logró imprimirse en nuestra estética de (auto) representación. Para contrarrestar los perfiles oscuros y voluminosos de aquellos héroes −como los de Mashenka y el oso− el ICAIC producía unos muñequitos que se encargaban de re−cubanizarnos y de cimentar una autoctonía basada en el mambí, verdadero “pillo manigüero” que −como nos lo creíamos entonces, y lo seguimos creyendo− consolidó la idea de que los cubanos éramos infinitamente más hábiles y astutos que cualquier habitante de la aldea mundial; que a fuerza de arrojo y picardía ganaríamos cualquier “guerra” en la que nos aventurásemos. Y con esa ilusión, todavía, se sigue cruzando el océano, para conquistar un mundo reglado por otras competitividades. En este caso, y como Jinks, nos caemos al precipicio a mitad de la carrera.
Los muñes cubanos estaban rebozados de comicidad para que apenas sintiésemos el sabor de la historia patria que recreaban una y otra vez. Todavía disfruto con el ingenio de Juan Padrón y aquella versión disparatada del ejército español regido, en pleno combate, por el toque de una tuba, pues los mambises habían robado la trompeta. Aquella frase de: "¿y ahora qué estará tocando ese?" y la respuesta del compañero: "si se oye clarito, clarito: ¡retiradaaaaaaa!" me arranca aún hoy una buena carcajada.

Recuerdo que miraba indefectiblemente "Listo Estudio" para ver qué sentido tendrían mis tardes; si me entristecería, me aburriría infinitamente o me lo pasaría feliz. Por entonces, el amor o el hastío por los muñequitos podía ser un índice para medir la adultez. Se estaba en camino de hacerse mayor cuando se podía llegar a mirar los dibujos con desprecio y exclamar o preguntar asombrado: ¡pero todavía ponen los mismos muñes que ponían en “mi” época?!

Quiero evocar un muñequito “ruso” que formó parte de mis pesadillas de exterminio y soledad. Un dibujo que me calaba hasta los huesos, como el más frío de los inviernos en el exilio. (Lo he rastreado en la web y no lo encuentro, así que apelaré exclusivamente a mi memoria, y a sus auténticas traiciones)

La historia parte del deseo inconfesado de cada niño de vivir en un mundo reglado por sus caprichos, en el que los mayores desaparezcan para siempre. Pero, en esta trama, a diferencia del Señor de las Moscas -donde los perversos infantes crean su sociedad-, el niño está absolutamente solo en el mundo. Se dibuja, entonces, un universo distópico en el que el consumo, los bienes materiales, la tecnología, los espacios de ocio, la aterradora y fría cortesía de las máquinas, los paisajes sin ruido y presencias, refuerzan el umbral de esa sensación pesadillesca que es cruzada en pos de una autonomía.
La vida deshumanizada y solitaria es la amenaza a la invocada aspiración de ser el dueño y señor del universo: quien quiera vivir para sí y olvidarse de la comunidad, le espera una terrible pesadilla. El parque, antes lleno de niños que se disputaban las atracciones, está ahora vacío y ofrece sus asientos para que el niño disfrute con la excitación de quien no tiene normas ni contrincantes que lo ladeen. Pero el imperio absoluto del silencio va haciendo estragos en su egoísmo, y la culpa por haber soñado aquel mundo ideal empieza a perfilar el tormento. En la tienda de juguetes, el niño estalla en la plenitud de disfrutar sin la timidez del acecho, pero ¿qué hacer con tanta libertad sin fiscalizar o compartir?; ¿a quién mostrar la felicidad o el desafío?
Abandona todos los juguetes y al marcharse, un mono mecánico y gigante lo despide con una letanía de máquina programada: “Gracias por su compra” −¡Pero si yo no he comprado nada!, explica el niño con una congoja creciente. “Gracias por su compra”, repite el mono una y otra vez. Y ya, para ese entonces, mi tristeza es tal que corro a abrazar a mi madre que, desentendida, devuelve el gesto de cariño.
Regreso a la sala y sigo contemplando la fábula: en su camino de desesperación, el niño encuentra un osito de peluche abandonado en un banco y con él, como único compañero inerte, llora su eterna soledad. Justo entonces descubrimos que la historia ha sido un sueño: la madre compasiva entra a la habitación avisada por los gemidos del niño, lo abraza e intenta anular su pesadilla.
Pero, la mía, al extremo que después de tantos años recuerde el dibujo con semejante nitidez, ¿quién la anula?