No sé si estos trenes seguirán ahí, oxidándose en una especie de basurero improvisado a la entrada del Barrio Chino de la Habana. La foto la hice en el 2009.

viernes, 30 de julio de 2010

[15] 1989




Un compañero de estudios me confiesa misteriosamente que estaban tumbando el Muro de Berlín. En ese momento, con 14 años, era tal mi ignorancia política que no sabía de la existencia “real” de aquel muro. Con aire de superioridad aclaré: “El muro no existe; es una metáfora”. Ya por esa época me creía escritora y leía la realidad en términos poéticos. Pensaba que las dos Alemanias estaban divididas por una frontera natural, geográfica: un río, una cordillera, pero nunca por una muralla medieval construida por los hombres. Creía que se trataba de un símbolo -cuestiones tropológicas y no topológicas-, como la “muralla” del poema de Guillén musicalizado por Ana Belén con la que se separaba fácilmente el bien del mal: “al corazón del amigo… ¡abre la muralla!; al veneno y al puñal… ¡cierra la muralla!”. Mis padres tuvieron que romper la barrera de lo que no se hablaba para sacarme medianamente de las tinieblas. Ninguna imagen de la caída en el Noticiero Nacional.

En noviembre, mientras el mundo celebraba las alianzas con apoteósico despilfarro de ilusiones, en casa aplaudíamos frente a un pequeño cake, animando a mi abuela a que apagara las velitas de su 80 cumpleaños. La familia había hecho confluir los caminos para que ese día nos reuniéramos todos en torno a aquel pilar fundamental y venerábamos su resistencia: era la que nos mantenía unidos. Mis tíos habían dejado de ser embajadores tres años antes y tuvieron que poner los pies en tierra de una forma violenta. Antes de irse a Filipinas de misión vivían en la provincia oriental y al regreso, no tenían ningunas intenciones de retornar a aquella casa olvidada. Después de 12 años de servicios, se vieron obligados a deambular por las casas de los amigos -a veces dormían en el coche- hasta que lograron una permuta de Santiago de Cuba para la Víbora, en La Habana. En ese proceso de reacomodo vendieron muchas de las cosas “traídas”.
La mansión de la Víbora estaba prácticamente en ruinas: una viejita centenaria la llevaba cuidando 30 años en espera de que sus “señores”, que se habían largado a inicios de la Revolución, pudieran regresar a recuperarla. Aquella criada santiaguera había emigrado a La Habana y allí se había quedado varada. Ahora, gracias a la permuta, regresaba a su tierra natal. Recuerdo haber pensado, con las palabras propias del discurso oficial, que gracias a la revolución la “servidumbre” había sido erradicada, a pesar de que en mi casa, Mercedes, una negra inmensa, con unas manos sumamente grandes de tanta sábana lavada en su vida, “ayudaba” a mi abuela en las labores de casa. Las dos tenían edades similares y junto a ellas almorcé muchas veces fantaseando con la abuela negra y la abuela blanca y me embelesaba con los cuentos que me hacían, provenientes de experiencias tan dispares. Por supuesto que la palabra “empleada” nunca osó pronunciarse en casa (¡y prohibida en el colegio!) a pesar de que mi madre le pagara, no solo con la mesada acordada, sino también con comida y cuanta ropa me quedara chica –destinada a su nieta Catalina que tenía mi edad. (Esta señora siguió yendo a casa a “trabajar” aún cuando mis padres se ocuparan de enmendar su trabajo: estaba tan viejita como mi abuela y apenas podía ya hacer las labores, pero necesitaba el sustento y cada vez se conformaba con menos, aunque fuese con un plato de comida).

En aquel cumpleaños de la abuela, la familia estaba preocupada por los acontecimientos mundiales y nacionales, por la carestía de la vida... Mi tío bebía en demasía y no paraba de decir aquella frase machista de doble sentido que ya entendía perfectamente y con la que resumía su frustración: “Tim tiene, Tim vale” (o “Tim tiene timbales”).

En ese infinito año 89 habíamos estado siguiendo durante un mes el último –y uno de los más impactantes- “culebrón político” con el que se mantenían vivos los ardores revolucionarios y entretenido al país: el terrible juicio sumario que terminó con el fusilamiento por tráfico de drogas y alta traición del General Arnaldo Ochoa, de su ayudante Jorge Martínez, del Coronel del Ministerio del Interior Antonio de la Guardia y del Mayor Amado Padrón (Causa No. 1 y 2).
Los “muros de la vergüenza” seguían alzados en Cuba: frente a aquellos paredones fueron fusilados antiguos servidores y un “Héroe de la Patria” convertidos entonces en traficantes de marfil y drogas… El 13 de julio, a solo un mes del 63 cumpleaños de Fidel, a unos pocos de la caída del Muro de Berlín, o del fusilamiento de Ceausescu y su mujer, el máximo líder autorizaba la ejecución de cuatro de sus hombres bajo el amparo de la ley. Recuerdo que mi madre tuvo que explicarme esto como si fuese lógico: “el código militar así condenaba a los traidores”…, y el pueblo reclamaba el paredón como lo hiciera 30 años antes, al triunfo revolucionario. Siempre hemos vivido en ese círculo de ascensos y caídas; aunque ahora nos entrenábamos con los saltos…

En ese infinito año, todos saltamos con aquel lema de “el que no salte es yanqui”, y las paredes se llenaron de consignas de la u jota ce -entre ellas la de “mi honda es la de David”, que podíamos encontrarla escrita con o sin hache. (En un examen de historia debíamos enunciar logros recientes de la Revolución y le “soplo” la respuesta a un compañero de aula: “el Blas Roca”, le digo, refiriéndome al Contingente que se crearía en esos años. Su versión de lo escuchado fue memorable: “el Hotel Las Rocas”. En ese mismo control había que explicar la frase “mi honda es la de David”, y al salir nos dice con ingenuidad que había dejado la pregunta sin responder pues no sabía quién era ese tipo con tanta onda.

El artífice de aquella renovación histérica fue Roberto Robaina, que instaba a brincar a la masa al inicio de cada acto como si fuese un ritual afrocubano para despojarnos de los maleficios… O para euforizar -y extenuar- al cuerpo joven de la nación, que ya empezaba a sufrir de hambre y desencanto… Coincidí con aquel dirigente saltarín en un acto y cual estrella mediática, después de su show de brinco y consignas, le pedí un autógrafo.

Acababa de inaugurarse aquella seguidilla de 31 y pa’lante, a la que se le sumaría cada año una cifra: 32 y pa’lante, 33 y pa’lante... Cuba era -es- el único país del mundo que da nombre a los años, en Asamblea de Diputados. El año en que yo nací -1975- fue bautizado como “Año del I Congreso del PCC”. Los años eran dedicados a fechas históricas, a conmemoraciones, a metas por alcanzar, a héroes…, pero en el intervalo “especial” los nombres escogidos demostraban la urgencia de sumar y sumar años, de no caerse. Junto al nombre oficial (“Año 31 ó 32 ó 33 ó 34… de la Revolución”), el nombre en jerga “juvenil”: “31 y pa’lante”.

En ese infinito año 89’ comenzó la “Operación Tributo”. Había acabado la guerra de Angola y, tal como lo prometió el Comandante, regresaban a la isla más de dos mil féretros de jóvenes internacionalistas. (El año en que yo nací fueron enviados a Angola los primeros batallones de jóvenes, muchos provenientes del Servicio Militar Obligatorio, apenas unos niños de 18 y 19 años. Fidel había vaticinado -en un discurso en la ONU en 1976- que “de Angola, cuando termine la guerra, solo nos llevaremos la satisfacción del deber cumplido, y los restos de nuestros compañeros caídos”. Ave Caesar, morituri te salutant!. Evidentemente, con el juicio de Ochoa se probaba que algo más se habrían de llevar de Angola, aunque no quedase muy claro quién ordenaba el tráfico…)

Junto a un grupo de “pioneros” formé parte de la guardia de honor que cuidaría una de las cuatro esquinas de uno de los féretros de los 130 jóvenes de Pinar del Río que caerían en combate. Uno de tantos que había saludado y ofrecido su vida al César… Recuerdo que mirábamos con ansiedad aquellas fotos de jóvenes hermosos, casi niños, y brindábamos cálidas miradas a las tranquilas madres que a nuestro lado velaban a sus hijos.

Ese día 7 de diciembre de 1989 fue de los más tristes de mi adolescencia. Se decían frases enardecidas con música de fondo, pero yo había visto y oído lo suficiente (como el testigo de Gastón Baquero); había estado allí cuando el acto había terminado, y en esos breves minutos en que la familia se despedía de sus muertos, una madre comenzó a gritar enloquecida provocando el desorden. Se rasgaba la garganta contra Fidel, el asesino que había entregado a su hijo a la muerte a cambio de una consigna. Gritaba, como cualquier madre lo hubiese hecho, menos las que estaban allí, que habían sido previamente amoldadas al papel de madres de la patria, de Marianas Grajales (no por gusto aquel día era un 7 de Diciembre y todas las alegorías redundaban en la fecha). A aquellas mujeres impávidas se les prohibió el llanto, el espectáculo; sus hijos ya no eran suyos, sino del pueblo. En el acto público un dirigente había dado un discursillo sobre el trueque de jóvenes por héroes, y ahora, a puertas cerradas, aquella mujer gritaba que no quería un héroe, que quería a su hijo. Eso fue lo último que alcancé a oír, cuando se abalanzaron sobre ella y se la llevaron a rastras.
Regresé caminando a casa bajo la lluvia sin apenas apresurar el paso; estaba en una especie de shock, y mi madre, que tanto celo había puesto para evitarme el espectáculo de la muerte familiar, no podía entender cómo se nos hacía partícipe de la muerte colectiva… Confieso que lloré por muchos días y escribí, escribí, escribí... para desahogarme, para contar qué se sentía frente al heroísmo indeseado, impuesto…

Cuatro años después de aquel infinito 1989, Roberto Robaina, ya bastante entrenado en su oficio, daría un gran salto en la política al ser ascendido a Canciller, para luego caer estrepitosamente desde lo más alto. Sería fusilado, en este caso metafóricamente, y desterrado del panteón heroico al dejar de ser el saltimbanqui que entretenía a las fieras… Siempre hemos vivido en ese círculo de ascensos y caídas y ya nada podría sorprendernos. (Su sustituto, Felipe Pérez Roque, también caería en el 2009). Solo los “muros de la vergüenza” seguían en pie…

En 1990 empezaría el “Período Especial”, y descubriría, en carne propia, que la caída del muro de Berlín era mucho más que una metáfora.