No sé si estos trenes seguirán ahí, oxidándose en una especie de basurero improvisado a la entrada del Barrio Chino de la Habana. La foto la hice en el 2009.

miércoles, 18 de agosto de 2010

De la efectividad de las listas

(A partir de una idea sugerida en el Diario de Pelusa)


("Pecera", Hebert List (1937)


Cuando apago todas las luces de casa y no hay ninguna llamada del mundo para que gire la cabeza −el ordenador desconectado, la cocina recogida, el gato durmiendo en su estera− entonces me obsesiona la idea de que en Cuba ha pasado algo…
Vuelvo a encender la luz, y llamo desesperadamente a la Isla para oír, del otro lado de mi impaciencia, la voz tranquila de mi madre… Solo entonces puedo soñar que soy un pez y que navego en libertad por las aguas de mi conciencia.

Si desatiendo el reclamo angustioso y al apagar las luces voy directo a la cama (siempre habrá una razón poderosa para declinar el capricho: las llamadas son costosas) entonces esa noche no podré dormir aunque cierre los ojos y haga listas y listas de las cosas, que en el alejado diálogo con mis padres, he logrado tener.

Bajo el sopor de noches de insomnio, enumero los deseos nimios de mis padres y cómo habré de satisfacerlos, poco a poco: una cafetera nueva, un sofá donde reposar los recuerdos, una blanca dentadura, quizá un olor de la infancia que en algún almacén europeo podré recuperar −casi siempre sus deseos son compartidos, duales: padre y madre fundidos en la ilusión del encuentro. Y bajo esa protección que con fidelidad me adormece en plena noche, voy volviéndome nuevamente pez en libertad, huido de la urdimbre recelosa que teje mi conciencia.

(Mientras duermo, los muebles de Ikea se desarman, las frutas se maceran, y los pilares de mi cama se desmoronan: no hay inventario de ganancias que no sucumba al desequilibrio de mi dolor; apenas queda una sensación de coleccionista que no acaba de completar sus piezas…)

Al otro día, una taza de café me devuelve la cordura, al tiempo que practico, desde el cristal hermético de mi ventana, el oficio diario de repoblar la memoria con árboles ajenos, pájaros sin historia. Y ya entonces es inevitable correr al teléfono y convocar a mi madre con el sobresalto del timbre a mitad de su noche. En esos días suele decirme que no la he despertado, que apenas había podido dormir por extrañas pesadillas en donde ponía en la balanza listas y listas de lo que tuvo, no ha podido tener, o simplemente perdió.