No sé si estos trenes seguirán ahí, oxidándose en una especie de basurero improvisado a la entrada del Barrio Chino de la Habana. La foto la hice en el 2009.

lunes, 9 de agosto de 2010

[16] Ni Cenicienta ni Princesa



Pinar del Río.
Aún debo escribir este nombre cada vez que hago un trámite, cada vez que en una casilla insípida indagan por esencias que deberé encarnar hasta el final de mi vida, aun cuando mi cuerpo trashumante no reconozca las huellas de su ciudad. Nací y para siempre seré identificada como pinareña. Apenas recuerdo ese pinar al lado del río que los funcionarios europeos, ajenos a la topografía cubana, evocan cuando leen el nombre de mi ciudad natal… apenas recuerdo si existía ese pinar al lado del río.

Pinar…, la ciudad por la que transitaba, cuidando de no pisar las rayas del asfalto con los menudos pasos (¿“menudos pedazos”?) de mi infancia. Como una oscura amenaza de lo que haría toda nuestra generación, jugábamos a no cruzar los lindes, a no traspasar fronteras; quien lo hiciera recibiría un castigo diseñado por las rimas infantiles: “quien pise raya come toalla”. Aún me sorprendo evadiendo las divisiones de las baldosas cuando camino por las calles de Santiago u otra ciudad del mundo… También aprendimos que si abandonábamos un sitio perderíamos nuestro espacio y con él nuestras pertenencias: "quien fue a las Villas perdió la silla; quien fue a Morón, perdió el sillón". Toda una ideología imperceptible estaba hilvanada con estas jerigonzas infantiles: la ideología del despojo, de la expropiación. Siempre vendría alguien a reemplazar tu sitio, a descolgar tu foto de la pared… Cuando me alejé de Pinar supe que había perdido la silla y que nunca más podría reclamar mi espacio en aquella casa que había dejado de ser mía.

Arrastrar en las huellas de identidad el nacimiento pinareño era aprender a sonreír con el chiste fácil. Toda una vida ejercitándome en ese oficio de escurrirme de las burlas como los peces… Nacíamos tontos; bebíamos desde pequeños el elixir de la idiotez y de la bondad: siempre seríamos timados por una habanero listo que descubriría en nuestras uñas la tierra de los ancestros. Una islita tan pequeña para tantas ojerizas…

En un viaje reciente a Madrid me tropiezo con un cubano que indaga sobre mi procedencia, y le digo “Santiago” pensando que se refiere al lugar donde vivo actualmente. En el acto, comienza a burlarse: “¡así que eres palestina, de las que dice caco por casco, canné de idad por carnet de identidad!”. Al darme cuenta del malentendido le explico que actualmente vivo en Santiago de Compostela −no de Cuba− pero que soy pinareña. En el acto, enmienda sus chanzas: “¡así que eres una guajira! Eres del sitio donde dejaron una concretera en el cine, donde pusieron el yeso a un hombre con el reloj puesto, donde hicieron una carroza de carnaval que no cabía por las calles, donde los elevadores se llaman por los botones de las camisas y los hombres se suben a la mata, tocan la fruta y al comprobar que está madura, se bajan y le tiran piedras para tumbarla…"
Es tan largo el disfraz que arrastro que voy dejando jirones en cada esquina, exvotos de una identidad maltrecha, de enano de feria…

En la Universidad, algunos colegas me entregaban aquellas sobredosis de cinismo cada vez que me veían con las maletas al hombro −los mismos colegas que practicaban la discriminación con la misma intensidad que la paz y el amor−: "¿y qué, te vas pal’ pueblo?", me decían. Y sí, los viernes era mi día, como diría la canción. Apenas recuerdo gestos de solidaridad de mis compañeros de curso habaneros hacia los de provincia, hacia los becados… También eran los años de la epidemia de insolidaridad, del sálvese quien pueda… Y los tontos pinareños −también los de otras provincias− traíamos de regreso algunas provisiones imposibles de encontrar en la capital, y las habríamos de revender para, a su vez, salvarnos como podíamos…

Intento revivir mi ciudad natal pero tal parece que se tragó mi infancia y mi adolescencia sin casi detenerse en el mordisco. ¿O fue mi vida uniformada la que se tragó la ciudad?

Todo lo que recuerdo de ella son los “planes en la calle”, las guardias en la bodega “El caballo blanco” en los aniversarios de los CDR; los domingos de la defensa en el río Guamá, contaminado y maloliente, y las acampadas en el Cerro de Cabra o en la Loma del Taburete −a las que íbamos obligados, a pasar frío, para vivir en carne propia las experiencias de los barbudos en la Sierra…
A veces nos llevaban, por la escuela, al Teatro Milanés −una joya de la arquitectura decimonónica. “Había que llenar localidades” y debíamos ir uniformados a ver las esporádicas funciones de ballet o los artistas de moda que venían de la Habana -a toda hora con el uniforme, desde que amanecía hasta que nos acostábamos. En aquel semiderruido teatro actuábamos en los “festivales de aficionados,” diluidos en el coro gigante de la escuela “Lenin”, mientras interpretábamos “Las noches de mi Moscú” con aquella tristeza rusa lejana a nuestras voces agudas… Después, el Milanés cerraría con la promesa de una “reparación” que no llegaría a ver concluida.

Asaltábamos los parques conducidos por nuestros maestros: el gran parque Colón estaba poblado por ancianos tristes, por pastilleros, por vendedores de dólares (¡de cuando estaba a 5 por 1!), y nuestra presencia bulliciosa era más efectiva y menos costosa, políticamente hablando, que una redada policial. Los parques de Cuba estaban llenos de niños que jugaban y cantaban canciones infantiles…: una impecable foto de portada. No recuerdo haber ido a los parques motu proprio, con familia y bicicleta; con perro y chambelona de colores…


Recuerdo los desfiles de bandas rítmicas: invadíamos la calle Real con las batutas hechas de boyas sanitarias pintadas de plateado... Recuerdo el Coppelia y tardes enteras de domingo haciendo colas junto a mis padres para comer chocolate; los cines Praga y Zaidén, donde vi “Voltus 5”, “E.T” y “La niña de los hoyitos” −aquel exitazo de taquilla cuyo nombre sirvió para bautizar a la isla cuando empezó la paranoia de cavar túneles para la guerra. "La Casa de la Trova", donde viejitos consumidos por la edad y el alcohol, tan parecidos a Compay Segundo, enterraban el sueño de la fama; las esporádicas visitas al restaurante del 12 Plantas -el edificio más alto de la ciudad- desde el que contemplábamos los techos de tejas naranjas...

Llevada de la mano de los maestros, en la tropelía del grupo, en la armazón contagiosa de la masa, la ciudad se quedaba circunscrita a las lozas que no debía pisar… Para colmo, desde los 15 a los 18 años −edad en que podría tantear por cuenta propia la vida de la ciudad- me vi recluida en un preuniversitario, en donde éramos condenados a estudiar bajo el precio de nuestra libertad. En el breve lapso que duraba nuestra independencia -un fin de semana cada dieciocho días- apenas me alcanzaba el tiempo para comer, descansar y preparar nuevamente las maletas. Y a los 18 años me iría a la Habana, y a otra beca y a otros rigores semicarcelarios...

Cuando regresaba a casa los fines de semana, al imperio de la placidez, después de haber vencido ese largo periplo de paisajes y heredades abandonadas de mi provincia que contemplé tantas veces subida a la parte trasera de un camión, la ansiedad apenas me permitía dirigirme a otro sitio que no fuese a la calle Maceo, en donde mi madre me esperaba con aquellos filetes que no se comían en toda la semana, aguardando mi regreso. Y cuando conseguía un pasaje en autobús −cuando mi multifacético padre, convertido en guardián de colas y listas, me procuraba un pasaje−, entonces el regreso al origen perdía el olor luminoso de mi infancia. Al llegar a la Estación, un hedor a boñiga seca y a orín infestaba mis recuerdos; los convertía en restos malolientes. Los "carros de caballos" esperaban a los viajantes, como si regresásemos al tiempo de las calesas y las sombrillas de plumas… Y a caballo se iban esparciendo los viajeros por los recovecos cada vez más depauperados de la ciudad. (El Hospital Provincial quedaba en las "afueras" de la ciudad y las urgencias debían asumir el trote lento del caballo a falta de coches o ambulancias. Cierta vez, tuve que ir al Hospital por un ataque de asma, y por el camino, y de tanta desesperación, mi padre se bajó del carro y fue un trecho a nuestro lado, corriendo, como si con su paso agilizara el del animal... Pasado el susto, nos reíamos mucho con la anécdota...).

La provincia nunca pudo ser disfrutada, amada (aunque en algunos de sus rincones amaría con nostalgia). Como si con el hidromiel que tanto añoraba mi abuela −aquella bebida “misteriosa” cuya fórmula emigró junto a sus propietarios después del 59’− se hubiese ido el sabor de la ciudad, mientras los descascarados dinosaurios del Palacio de Guasch −otra joya de la provincia construida en 1909−, con su color deslucido, dejaban de impresionar para siempre a los chiquillos… Toda la belleza que la ciudad fue acumulando en el XIX y el XX −ese neoclásico Museo de Historia, el Parque de la Independencia y el edificio de la Colonia Española, La Catedral, las casonas de tejas…-, toda esa belleza se llenó de la pátina de la vulgaridad y el desencanto.

La playa “Las canas”, la peor de las playas del mundo de tan contaminada y triste, y cuyos habitantes, pescadores en su mayoría, vivían como dejados de la mano de Dios, quedaba a escasos kilómetros de la ciudad, pero era casi imposible llegar a ella, cuando la gasolina y el transporte público comenzaron a desaparecer. Mi familia vio morir su casa en la playa dos veces: la casa que construyó mi abuelo, trasladando maderas en un bote, de orilla a orilla, cuando la playa era un sitio cuidado y placentero, fue confiscada al triunfo de la revolución y cedida a familias necesitadas del puerto de la Coloma −aquellas mismas dejadas de la mano de Dios que, en los años duros, sacrificaron el portal de madera de su −¿su? ¿mi?- casa para hacer leña… A finales de los 80 y viendo las condiciones paupérrimas de la playa, “devolvieron” las casas a sus antiguos propietarios y mi padre se agarró una lesión incurable en el rostro de tanto sol… Lo vi levantar pilares, echarse a sus espaldas la construcción de la casa para devolver el sueño de su infancia a mi madre. Pocos años pudimos disfrutarla. En los 90 se paralizó el país; no había cómo llegar a la playa y la casa fue donando sus maderas para que los lugareños hiciesen fuego… No sobrevivió al último ciclón…

Disfrutar de la expansión de la naturaleza pinareña es un privilegio que solo hoy mi bolsillo de turista pudiera pagar… Viñales es una huérfana alcancía verde…, el Orquideario de Soroa, una marchita promesa, y María la Gorda y Cayo Levisa, los nombres exóticos de arenas que nunca conseguí pisar. (Ahora contemplo la luz de la Praia Do Vilar y proyecto su naranja de sol poniente sobre el espejismo de mis posesiones perdidas…). Nunca nos enseñaron a amar las vegas de tabaco, las grandes extensiones de cultivo. Las trabajábamos en las etapas al campo y en las escuelas en el campo, y por ello mismo, por la identificación con lo impuesto, las aborrecíamos. Nunca fui de excursión por los montes, nunca tendimos un mantel en el medio del campo y compartimos nuestra felicidad en familia −aunque el cuadro bucólico parezca ridículo−. Galicia es el Pinar que no pude tener, que me arrebataron: reverdecida y solitaria, la Galicia profunda restablece mi robado origen pinareño…

Releo en Paradiso el breve homenaje que hace Lezama a sus antepasados pinareños, a través de Eloísa, la madre de José Eugenio Cemí, tan delicada y frágil como las hojas de tabaco. Evoco a través de ella mis ancestros guajiros de San Luis y la ternura de un tío abuelo llevándome a casa grosellas y mamoncillos. En la novela, Eloísa es obligada a abandonar sus vegas para vivir en el Central Azucarero Resolución, propiedad del esposo Vasco, lo que precipita su muerte. Quiero leer esta muerte como el vaticinio de lo que sería la identidad cubana bajo el sempiterno régimen autoritario -primero, el de la dominación hispana; después, el del caciquismo castrista. Ese “Resuelvo en el Resolución”, sentencia que repite con terquedad el esposo Vasco de Eloísa, bien puede ser la redundancia del poder cayendo sobre toda la isla. Resolución… Revolución…

La Cenicienta nunca llegó a ser Princesa, aunque nos lo prometieran en los discursos con esa retórica infantil con la que parecería que se aceptaba la puerilidad "fronteriza" del pinareño (un eslogan revolucionario suponía que Pinar del Río, otrora "Cenicienta de Cuba", se convertiría en "Princesa"). Ni antes fue una mendiga, ni en 50 años llegaría a ser noble... porque probablemente nunca se le preguntó si quería aceptar las normas de palacio, los zapatitos de ciudad.

Hace años que perdí la silla y no he podido regresar al río y a los pinares, si es que alguna vez existieron. En la casa de la calle Maceo ya nadie me espera con los filetes adobados...