No sé si estos trenes seguirán ahí, oxidándose en una especie de basurero improvisado a la entrada del Barrio Chino de la Habana. La foto la hice en el 2009.

viernes, 14 de mayo de 2010


[1] Repaso mis ires y venires, mis reencuentros y desencuentros con el sitio en el que nací; esa demarcación geográfica que te hace hablar, pensar, sentir -y creer que hablas, piensas y sientes- de una manera particular. Curiosamente, tratando de recordar el fragmento de vida más lejano, aparecen las figuras prodigiosas del suelo de mi casa. Las formas y colores del enlosado de los años cincuenta; las luces verdes y amarillas de los cristales que presidían las puertas y que reflejaban su vitalidad sobre el piso y los muebles. Recuerdo una atmósfera, un estado de cosas detenido en el tiempo, como si fuese el inicio de un sueño. Mi abuelo en su sillón de siempre, en su duermevela sempiterna; yo sentada al piano, tocando una misma nota sin cesar (tengo sólo tres años) y la casa inmensa, vacía (mis padres en el trabajo; mi hermano en la beca) era una extensión solidaria en la que vivir era un placer.

En aquel entonces jugaba a colonizar espacios, municipios y provincias aún no nombradas; a descubrir gavetas cerradas, a frecuentar el escaparate del abuelo en el que veía objetos demasiado extraños como para pertenecer a un hombre atado a un sillón: cables, piezas de un armatoste raro -¿un radio deshecho?- huellas desconocidas de la juventud de un ingeniero en telecomunicaciones. En el fondo del armario de mi abuela, escondida, perdida para siempre, descubrí una lámina extraña que no recuerdo qué sentido pude haberle dado con tres años. Sólo sé que durante mucho tiempo me escabullía para contemplarla, con arrobo y terror. Era una placa de rayos x de cabeza. ¿Suya?, ¿de sus hijos?, ¿de quién? Nunca lo supe. ¿Mi primer encuentro con la muerte, o con la irrealidad? ¿La primera puerta a la tristeza, o al exilio del cuerpo…? ¿Acaso sería esta extraña contemplación mi estadio del espejo?

(Tenía un columpio en el portal, y me mecía en él como si fuese un barco. Lo paraba, me bajaba, recorría el portal y decía: esta es la tierra más hermosa del mundo -versión infantil de la frase de Colón que tanto solía repetirse en cualquier sitio. Las doctrinas ya había entrado en mi cabeza sin saberlo, pero yo aún era la fundadora de una casa.)

A ese estado inicial de la infancia en el que un país es una casa, regreso muchas veces, ya hoy, cuando soy yo la que construyo la atmósfera en la que quiero vivir.
Claro que pronto descubrí que el país entraba delirante a la casa; que era el dueño, el huésped que nunca se iba y que, a la vez, nunca anunciaba quedarse, mientras vivíamos como si su presencia no fuese molesta. Solo en la adultez comprendí algo tan simple como el esfuerzo de mi padre para que el huésped no llegara a tomar del todo la casa y, a la vez, su secreta lucha interior para que nosotros creyéramos que se trataba de algo natural: que un país es la prolongación de un hogar; que una ideología, una forma de gobierno, una retahíla de símbolos, metáforas y consignas es la realidad misma; que un jefe de estado es el Padre de familia y que una familia -cualquiera que fuese- era el extracto, la síntesis -breve sinopsis para noticiarios- de la Nación. Mi padre calló su tristeza toda la vida, aún hoy, cuando lo veo ir con una botella vacía, sucia y pegajosa a buscar en el cambalache del barrio un poco de aceite para que mi madre cocine. Sus hijos aprendieron a amar a ese otro padre impuesto, a esos hermanos adoptivos tan iguales con los que se convivía desde la infancia -en las duchas, los matutinos, las aulas, los actos, las histerias colectivas, los amores- hasta que descubrieron la trampa.

Repaso mis ires y venires y trato de comer el recuerdo delicioso de unos plátanos fritos que mi madre acaba de hacer; trato de oler el recuerdo de aquellos almuerzos sencillos; de tocar el recuerdo de mi mano acariciando el pelo de mi madre, agradeciéndole la mesa servida a pesar de la tristeza por su familia errante. Y el recuerdo viene a mí como un gato obediente, adiestrado en los años de exilio; viene a mí para acurrucarse a mi lado y hacerme recordar que, a veces, mientras construyo la atmósfera en la que quiero vivir, la casa de la infancia es lo único que puedo evocar de un país.