No sé si estos trenes seguirán ahí, oxidándose en una especie de basurero improvisado a la entrada del Barrio Chino de la Habana. La foto la hice en el 2009.

miércoles, 19 de mayo de 2010

[4] Aprendiendo a anestesiar al Poder



Siempre me gustó cantar. Si estorbaba, silbaba obsesivamente hasta que me doliese la boca. Aunque parezca una patraña de la memoria, recuerdo que mi tío -alguien del que hablaré en otro momento- me pidió varias veces que lo acompañara a la Estación de Policía para que yo, esa rubita vestida con una bata casera y con lazos en la cabeza según la moda soviética, cantara para los polis y, como si fuese un milagro, le cancelaran la sanción de tráfico. (En los 80’-90’ se nos enseñaba que un policía era el mejor amigo de un niño. Un spot televisivo anunciaba esta marca ideológica a toda hora: un chiquillo que apenas sabía articular palabras decía con una voz tartamuda: “policía, policía, tú eres mi amigo”. Muchos soñábamos con ganar un prestigioso concurso, “Amigos de las FAR” [Fuerzas Armadas Revolucionarias], para ir al encuentro de Raúl Castro -ese era el premio- y que aquel hombre, tan “cercano”, te arropara en sus brazos).

La canción preferida (¿por los policías?, ¿por mi tío?, ¿por mí?) era un himno de guerra en aquel entonces: todos repetíamos aquello de “viva la patria entera embravecida, ruge el coraje de su pecho herido”, de Osvaldo Rodríguez, un cantante ciego que se ponía unas gafas enormes y que a los pocos años se exilió en los Estados Unidos, dejando a la patria “enfurecida”.
Seguramente mi tío me creó esa fantasía que ahora cuento, y tras mi canción, iba y pagaba su multa como cualquier infractor sin que yo lo supiese; pero lo cierto es que desde entonces comprendí que mi singularidad era cantar, y sin importar si era manipulada o no por los adultos, yo pagaba el costo con el placer de la actuación.

Así, empecé a subirme a los podios, a cantar el Himno en los actos revolucionarios y después, un poco mayor, y a causa de mi escaso miedo escénico, a representar a los estudiantes en las organizaciones comunistas. Representar era una peculiar forma de encarnar al Líder, de que su espíritu se metiera adentro (previas misas colectivas de invocación), y sin acomodarse lo suficiente en el cuerpo de una niña, empezara a fluir por tu boca con palabras demasiado rugosas para gargantas infantiles.

Representar significaba repetir lo que los adultos (que a su vez representaban a otros adultos que a su vez representaban a otros adultos…) habían pensado y dicho para ser repetido, con una retórica que era muy fácil de corear: las mismas fórmulas, los mismos mensajes ad infinitum. Leía “comunicados” que otros escribían: comunicábamos la felicidad, el agradecimiento y, sobre todo, la libertad de poder comunicar -otros niños del mundo no podían expresarse abiertamente, eso nos decían. Recitaba poemas a viva voz; lloraba cuando olvidaba alguna estrofa -y los adultos frente a mi, mirando perplejos la incapacidad de una niña para memorizar los largos, larguísimos poemas del Indio Naborí.

Representar era, justamente, actuar, y actuar era todo un oficio intensamente aprendido. No me exculpo: ya mi tío me había enseñado el truco de anestesiar al Poder. Lo importante era sobrevivir: algunos, repitiendo arengas que no entendíamos en toda su complejidad, y otros, callando y actuando como si, pero en definitiva, repitiendo el silencio que tampoco entendían en toda su complejidad. Mi generación creció en este juego ideológico en el que las reglas, tan evidentes y previsibles, nos parecían naturales.

Era cuestión de perspectiva: el Poder, como las iglesias, tiene una escala demasiado distinta a la de la persona. Nuestro cuerpo empezaba en la piel y se extendía a esa masa difusa que marchaba -codo a codo- en la Plaza, mientras el Líder nos veía desde lo alto. Éramos los cronometrados píxeles de una pizarra humana -como las que se pusieron de moda por entonces. En definitiva, un perfecto dibujo animado. (Y ensayábamos, no parábamos de ensayar: tablas gimnásticas, coros, bandas, desfiles: la vida era una actuación perpetua) Por eso, en aquel entonces me parecía natural que me diesen por escrito la pregunta que debía hacer en el Congreso de Pioneros, en la que fui representando a mi provincia. Y al cabo de algunos años fue natural vivir en carne propia cómo se orquestaban las mentiras.

Estoy por segunda vez en el Palacio de la Convenciones -tengo 26 años y ahora no represento a nadie; voy con una amiga para satisfacer el morbo de ver al Líder envejecido y disfrutar del banquete- y un pionero pasa por mi lado aprendiéndose unas décimas que llevaba escritas en el papel. Le comento a mi amiga que habrá “actuación”. Más tarde, el Líder, antes de comenzar su discurso, le pide a ese pionero que le improvisase un poema. Se trata, dice, de un “gran decimista", un logro cubano de la invención y la espontaneidad. Y todos ríen y todos aplauden la actuación del niño genio, y el propio viejito recalca, para darle más lustre a su fidelísimo retoño: “esto no ha sido preparado, les juro que esto es fruto de la improvisación”. No culpo al niño: alguien debió enseñarle el truco para anestesiar al Poder.

(Les dejo esta secuencia de 1:42 mint del corto "Utopía" de Arturo Infante. Una sátira sobre el Hombre Nuevo, ese Golem que no podrá encarnarse diciendo palabras prestadas, inentendibles, cual ventríluoco. Golem, en la mitología judía, era un ser animado a partir de la materia inerte: de la basura, de la roca, de la madera; hoy, en hebreo moderno significa "tonto".Como el cuerpo desencajado, crecido y siempre infantil de esta "niña", así, el Hombre Nuevo)