No sé si estos trenes seguirán ahí, oxidándose en una especie de basurero improvisado a la entrada del Barrio Chino de la Habana. La foto la hice en el 2009.

domingo, 16 de mayo de 2010

[3] Tengo nueve años...



Tengo nueve años.
A esa edad se alteró por primera vez la composición de mi familia. Mi abuelo dejó de sentarse en su sillón de siempre.
Después, su ausencia se convirtió en una marca corporal punzante y dolorosa, como el recuerdo mismo: toda la familia tuvo que inyectarse en el brazo algo que llamaban “tuberculina” y esperar unos días. Si se inflamaba la piel tendría la muerte de mi abuelo en las entrañas -algo así pensaba yo- y me miraba obsesivamente el brazo… A la única que le creció un bulto enrojecido fue a mí. Sesión de inyecciones y nunca más hablar de lo sucedido. Los libros de lectura escolar explicaban claramente que aquella enfermedad -junto a otras tantas- era un residuo del pasado. Y mi abuelo, claro está, era un residuo del pasado.

Supongo que la enfermedad la adquirió en su juventud y la mantuvo en su cuerpo -sin saberlo y a su pesar- como un símbolo de resistencia: no todo pudo ser erradicado, ni todos se amoldaron al higienismo revolucionario: esa mezcla de ideología y darwinismo que prometía un salto evolutivo sin precedentes, ya se sabe, el hombre nuevo. El cuerpo ocultaba sus secretos, sus obstinadas convicciones. Es curioso que los síntomas del cuerpo tuberculoso de mi abuelo no hayan aflorado hasta su muerte (su cuerpo se negó a lo lineal, se ramificó por dentro como si quisiese rescatar raíces, sembrarse de nuevo mientras veíamos de él un tallo en-callado en su silla). O lo que sería peor, no fuimos capaces de leer esos síntomas, adoctrinados en el nuevo abecedario.

Tengo nueve años y el delirio de una invasión no me deja dormir tranquilamente. Hace calor por las noches pero debo dormir con una bata larga y más bien gruesa: mi madre responde ante el pánico de una evacuación repentina resguardando el cuerpecito de su hija que empieza a desarrollarse. Las sirenas no paran de sonar en mi cabeza: el claxon de un coche, una ambulancia, las campanas de una iglesia lejana… cualquier sonido prolongado y extraño me tira de la cama con angustia y me coloca de un salto entre mis padres. Le temo a los aviones.
Por esos días, un avión espía había sobrevolado el territorio nacional y el país estaba en pie de guerra. En los domingos de la defensa tirábamos falsas granadas y avanzábamos por la hierba, arrastrados y felices. La defensa de la patria era, en ese instante, solo la libertad de correr al aire libre y untar los cuerpos con barro. Pero por las noches, la defensa de la patria se volvía pesadilla, temor a vivir las escenas con que nos bombardean en el noticiero, a convertirnos en los otros. El otro siempre era -es- o el niño famélico de África -el niño que seríamos si el enemigo destruyera la Revolución-, o los cuerpos ensangrentados y moribundos por los conflictos armados.

El país se llenó de refugios. Mi padre tuvo que dejar las aulas por unos meses y convertirse en topo, ciego cavador de túneles. Eso decía y todos reían el supuesto chiste mientras yo imaginaba un extraño ratón humano con la cara de mi padre. Cuando volvía a casa en su forma humana me enseñaba sus manos encallecidas, sus cicatrices, sus uñas negras de tierra (y a lo mejor pensaba que cavaba con sus propias manos transformadas en pezuñas). El país era una inmensa tumba y los adultos colaboraban para que los huecos se hicieran a tiempo, para que cuando la sirena sonara y los aviones cortaran el aire, pudiéramos escondernos bajo tierra y simular un país vacío.

Al cabo de tantos años mi marido se despierta sobresaltado algunas noches. Alguien le da el “de pie” a gritos, alguien lo tumba de la cama y le dice que es un mal soldado. Su pesadilla es otra; es la huella del servicio militar. Mi insomnio recuerda, sin embargo, las noches en que oía sirenas y en que corría a enterrarme en el vientre de la isla, que era, en aquel momento, el intestino agitado de la Patria.