No sé si estos trenes seguirán ahí, oxidándose en una especie de basurero improvisado a la entrada del Barrio Chino de la Habana. La foto la hice en el 2009.

domingo, 5 de septiembre de 2010

[19] Preuniversitarios en el Campo: "Cuna de nueva raza" (II)


("La nueva escuela" de Silvio R.)

Tengo 15 años y hace solo dos semanas que estoy en la Vocacional. Los primeros días son intensos; incorporamos con rapidez un inmenso catálogo de caras. Los varones de 12 grado invaden en tropel los grupos de 10mo para estudiar los rostros nuevos, para catar los cuerpos recién enfundados en el uniforme azul. Nos observan −nosotras también los observamos−. Los profesores tantean la nueva hornada; los directores amenazan y explican el reglamento, el uso del uniforme: las medias altas y blancas por las rodillas, ningún sello o adorno estridente; ningún pelado o peinado extravagante.

Y ¡cataplum!, para la piscina. Acabo de cumplir los 15 años a sólo dos semanas de estar en la escuela y varios amigos nuevos me lanzan al agua, con uniforme y zapatos puestos. Casi me ahogo porque no sé nadar; uno de los lanzadores se da cuenta y se tira, también con el uniforme puesto. Escena romántica con rescate y sin beso. Me enamoré de inmediato.

El primer fin de semana de pase celebré mis quince. Fueron modestos: no alquilé vestidos de princesas ni fotógrafo profesional; no posé en sets inventados, en bañeras de casas ajenas o sosteniendo un teléfono, como las fotos que el kitsch de aquella época había puesto de moda: la nueva economía del país no me lo permitió, por suerte. Ante mis reclamos, mis padres decían que no se sabía lo que iba a pasar y que había que guardar el dinero −todavía hoy siguen con esa filosofía, “porque uno nunca sabe”−. Aunque eso sí, mi madre me hizo algún que otro vestido con las telas de la casilla y compramos algunas cosas −zapatos, jeanes− a contrabando.

Desde aquel septiembre de 1990 y hasta mi marcha, no se volvió a llenar la piscina de la Vocacional, aunque los próximos cumpleaños también los pasaría mojada; esta vez, con el agua de cubos lanzados desde los “aleros” −esos días era imposible ir a clases; me ponía a secar al sol y ya casi seca me lanzaban otro cubo, y no valía la pena esconderse: ¡siempre te hallaban!. La piscina acumuló durante esos años el agua de lluvia; con el tiempo, el agua se puso verde y en aquel verde nacieron oleadas de mosquitos −aunque echaban y echaban las pelotitas de veneno− y murió alguna que otra rata que caía desprevenida al agua. La limpiaban −alumnos, por supuesto- y el ciclo volvía a empezar.

A las pocas semanas de estar becados nos informan que veremos a nuestras familias y pisaremos nuestra casa cada 11 días. Se acaban, como por arte de magia, los buenos desayunos y las meriendas con las que nos habían seducido las primeras semanas. Un día encuentras unas bandejas encima de la mesa del comedor con mantequilla para untarle al pan y al otro día puede que no hubiese ni pan. Nos tiraron a la piscina del período especial con la ropa y los zapatos puestos y sin preguntarnos si sabíamos nadar.

Una amiga llora sin parar. No se adapta. Me despido con tristeza pero no le sigo: la Vocacional ya me ha seducido con sus pasillos de mármol y la promiscuidad de la convivencia: estoy rodeada de azules, se nos vuelve azul la mirada… Además, la ilusión por ser una futura estudiante de aquella escuela es formada desde años antes, en la secundaria, mientras nos preparamos para las pruebas de ingreso. Todos los sueños de entonces se encaminaban hacia allí.

De niña solitaria pasé, entonces, a ser una pieza de un engranaje inmenso que funcionaba con sorprendente exactitud: todos los horarios estaban planificados, todas las obligaciones preescritas. En los primeros matutinos generales daba la vuelta a mi cabeza para contemplar aquella ola que me tapaba y arrastraba a la orilla: éramos una inmensa masa sincronizada, todos semejantes en la distancia, todos acompasados, como cuando hacíamos aquellos “aplausos deportivos” que retumbaban el Anfiteatro. Por supuesto, estábamos solidificando el sentido de pertenencia a aquella especie de comunidad−nación que nos acogía y nos representaba (con sus fronteras, sus lindes, sus leyes, sus castigos y sus 4 pequeñas provincias en pugna), sin entender los mecanismos de cohesión que estaban detrás, y que aún hoy siguen funcionando, a pesar del tiempo y las distancias. Este ideal de homogeneización (que incluía hasta las chanclas de plástico para ducharnos, ropa de campo, jabones, las mismas libretas, los mismos lápices, etc) se fue resquebrajando por la falta de insumos. Aunque los padres seguían haciendo magia para procurarnos los zapatos negros y la medias blancas.

En realidad, mi grupo era bastante variado; conozco por primera vez la multiplicidad: el ocurrente, que no para de idear chistes, de esconderme los zapatos mientras me duermo en los cinco minutos de descanso; los que secundaban al ocurrente y se prestaban para todo tipo de bromas; el “raro”, inteligente y solitario, del que todas huíamos por su proverbial desaseo (por decirlo suavemente); los bailadores, los “patones”; los serios, los “quemaos” o “tacos” (como le llamábamos a los más inteligentes); la ensimismada, la histérica, la gritona; las presumidas o 'maduras', el afeminado que debía soportar las constantes burlas de los varones de otros grupos… todos interfiriendo en el espacio vital de cada cual, en el carácter y los gustos, hasta olvidar a veces donde terminaba lo propio y empezaba lo ajeno.
Al no tener demasiadas posibilidades de elección, debíamos fidelizarnos inmediatamente: pronto nacía el orgullo de pertenecer a la Unidad X (la 1 en mi caso) y al grupo X (me es imposible recordar el número), y había que responder por ello. Gritaríamos en los chequeos de emulación convencidos de que éramos los mejores…

A partir de onceno grado pertenecería a la FEEM (Federación de Estudiantes de la Enseñanza Media) a nivel provincial. Los que me conocieron por aquella fecha recordarán que tuve que triplicar los esfuerzos: faltaba mucho a clases y por la noche, durante el estudio, me ponía al día con las libretas de mis compañeros (algunos profesores eran muy tolerantes con mis ausencias). Pasaba los días en reuniones, coordinando actividades que no importaban a nadie, en inauguraciones de eventos o actos políticos disímiles...
También visitábamos los preuniversitarios de la provincia y anotábamos los problemas de los estudiantes para discutirlos con el Director Provincial de Educación o con Fidel Ramos (el Primer Secretario del Partido), que siempre oían nuestras quejas, para luego decirnos que eran muy difíciles de solucionar, dada la situación que atravesaba el país…

Conocí el caso de una alumna violada continuadamente por un profesor y por sus compañeros de clase (y supimos de este caso porque fue denunciado, aunque imagino que habrían muchos más); de algún que otro suicidio, fruto del acoso y la violencia. De alumnas que eran obligadas a pasarse un día entero lavando y planchando la ropa de los varones, mientras éstos asistían a clases (para menguar la falta, el director nos explicó que aquel oficio de ‘planchadoras’ era rotativo y que le parecía la cosa más natural del mundo, porque si no, ¿quién lo iba a hacer?). Conocimos estudiantes con fuertes contusiones en el cuerpo y algún que otro tajo que, sin embargo, decían que se habían caído por las escaleras. La mayoría de las denuncias eran interceptadas a medio camino: directores y profesores se encargaban de silenciarlas.

Los albergues despedían, invariablemente, un olor a azufre y a amoniaco, como si el diablo campeara por allí, porque no tenían los instrumentos de limpieza necesarios ni los líquidos desinfectantes. Muchas veces, revisando los albergues, descubríamos que eran prácticamente mixtos; que las parejas convivían sin demasiadas prevenciones. (Eso, tomando como patrón la férrea disciplina de la Vocacional, me descolocaba por aquel entonces). A veces era tanto el desorden, la mala dirección y los problemas de la convivencia, que éramos nosotros los que mirábamos hacia otra parte, tapábamos nuestros oídos y cerrábamos las bocas. ¿A quién decir que aquel modelo de escuela, "cuna de nueva raza" podía ser un desastre? ¿Quién podía oírnos?

En cierta ocasión llegamos a un “Pre” y nos percatamos de que todos los alumnos estaban formados en el matutino con los maletines al costado. Pensamos que saldrían de pase por alguna eventualidad. Al pasar inspección en los albergues, las colchonetas estaban dobladas y amarradas con sogas de mil nudos a la litera: aquello era un espectáculo desolador. En efecto, nos dijimos, se van de pase. Al llegar a las aulas, una tendedera surcaba el espacio: en ella estaban tendidas algunas toallas, camisas y hasta prendas interiores….
Cuando preguntamos el motivo del pase a mitad de la semana, nos miran sorprendidos: aquella era su rutina. Todos los días bajaban de los dormitorios con los maletines recogidos, y la ropa debía secarse frente a sus ojos, mientras recibían las lecciones. Agobiados por los robos y por la imposibilidad de reponer las toallas o los uniformes −casi transparentes−, la dirección permitía tales costumbres. Enmudecimos: sentí vergüenza de mi saya azul oscuro y de mis blanquísimas medias altas. Aunque reportamos los hechos, desconozco si pudo erradicarse el vandalismo en aquel “Pre”.
(¡Y pensar que minutos antes había hablado en el matutino de consagración y resistencia; de los sacrificios que nos pedía la patria y del compromiso de estudiar en pago al privilegio de una educación gratuita! A partir de aquellas experiencias, me cuidaba mucho de hablar idioteces.)
En algunas ocasiones nos colábamos en las aulas para inspeccionar las clases. Nunca olvidaré la pregunta con que un profesor de algún “pre” de Troncoso comenzó su clase de matemáticas: “¿qué es un cubo?”. Todos los alumnos permanecieron callados, tal vez sobrecogidos por la visita o porque no sabían la respuesta. Empecinado, repitió la pregunta. Nadie respondía. El Director de la escuela que nos acompañaba en la visita, enfurecido con el silencio del alumnado, se paró inmediatamente y avanzando hacia el frente, dijo: “¿pero cómo no van a saber lo qué es un cubo?” Levantó el cubo de la basura mientras gritó a voz en cuello: “¡esto es un cubo!”
Otra vez volvimos a enmudecer: esta vez sentí vergüenza ajena y comprendí que mi preparación “ipeveceana” nunca podría igualarse a la de los estudiantes que tuviesen que oír semejantes disparates.
Por las noches aquellos preuniversitarios morían. Cada cual iba a lo suyo y una oscuridad casi absoluta se tragaba la edificación con los estudiantes dentro. Solicitamos a la UJC Nacional altavoces y equipos de música para alegrar las noches en el campo, pero nos fue imposible exportar el modelo de “recreación” de la Engels, con baile y multitud (el país estaba en crisis; no había música para todos). En aquellas ocasiones, dormía en una litera que sentía doblemente ajena, oyendo las ranas y sintiendo alguna fuga de agua en los baños. Echaba de menos mi ordenado albergue de la Vocacional, aunque por supuesto, extrañaba mucho más mi acogedora casa. Al despertar, sentía que aquellas provisionales compañeras me miraban con hostilidad: era la niña de ciudad, la “informante” de la feem, con uniforme demasiado nuevo y con la timidez de no haber “roto un plato” en su vida. (Francamente, trataba de no cuestionarme demasiado si realmente tenían algún sentido aquellos sacrificios de dirigente inservible, atada de pies y manos: cuando me lo preguntaba, podía andar todo el día deprimida.)

A pesar de estos vagabundeos de dirigente; de los discursos y las arengas en escuelas lejanas, retornaba a la “Engels” para intentar poner orden a mi desordenada vida estudiantil y volver a reírme, despreocupadamente, con mis compañeros de aula. Aprovechaba al máximo las recreaciones, en las que bailaba como si no hubiese nada más importante en el mundo. Trataba de no figurar demasiado en mi propia escuela, siempre que me fuera posible (ya se sabe, “candil de la calle, oscuridad de su casa”). En ese aquí y allá viví mis dos últimos años de “pre”. Años en los que quedé completamente saturada de las organizaciones estudiantiles.