viernes, 10 de septiembre de 2010
VAGÓN 204
LUCES Y SOMBRAS
El sol de Cuba, esa estrella que ilumina y mata, que agobia y abraza, ha lanzado sus dardos como dios heleno, cada vez que los endurecidos párpados han debido esperar jornadas enteras de arengas, discursos y letanías bajo el sol insular. Pero la luz proyecta insospechadas sombras. En el juego de posiciones y poderes, quien se sitúa de frente al sol −¿como Martí?− o de espaldas varía en rango, al menos simbólico. Como divertimento, quiero jugar con estas luces y sombras.
1.
El día 4 de enero del 59’, al comienzo del segundo discurso que Castro daría en su periplo hacia la Habana (en Camagüey), el orador declara sentirse abrumado ante tanto pueblo reunido, y por ello mismo lamenta tener que contemplar, a causa del sol que lo encandila, una masa sombreada. Quisiera ver las caras de los que lo observan con admiración, los gestos de euforia y aspaviento. Pero la luz no lo deja y dirige su discurso a un destinatario grupal que no logra distinguir: “Yo quisiera ver al pueblo, y la luz no me permite ver”, afirma. Eso sí, sacrifica su visibilidad en función de la imagen que de él, artífice histórico, puede ser capturada; una imagen lo suficientemente iluminada como para que recorra el mundo en las noticias: “A pesar de todo, brindémosles a los periodistas todas las facilidades, porque para eso hay libertad de prensa en nuestra patria (APLAUSOS); que ellos tomen sus películas…”
La luz al servicio de las finas películas de celuloide.
Desde entonces, el pueblo seguiría posando como una masa oscura al final de la foto (a pesar de que ese mismo pueblo tendría que derretirse al sol en las largas jornadas de trabajo o donar sus domingos a labores voluntarias −“domingos rojos” en los que yo me levantaba a ver el cielo, pensando que sería de ese color). El encandilado líder no vería jamás la realidad ante sus ojos; de regreso a la sombra de su despacho solo podía ver la utópica redondez de sus ideas −crecí escuchando aquella famosa frase de que las cosas pasaban porque Fidel no se enteraba de nada; porque tenía un estratégico parabán −funcionarios tamizadores de la luz− que le ocultaba la verdad. Poco después, la proclamada libertad de prensa también quedaría relegada a la sombra de la impostura, mientras la luz serviría solo para mostrar las breves −y autorizadas− instantáneas de gloria.
(Casi 50 años después de aquel discurso, un amigo camarógrafo me comentó que, a pesar del ventajoso salario de los operadores de la “Mesa Redonda” cuando comenzó a emitirse, y de la simplicidad infantil de las tomas, muchos rehusaban este trabajo por el peligro siempre latente de enfocar, un día, lo que debía permanecer en la sombra: cualquier discusión inoportuna, cualquier desliz imprevisto o secreción inadecuada colgando de una boca envejecida… Para este tipo de imprevistos, o para espetarle a los disidentes, a los críticos o a los turistas de oscuras gafas, siempre ha estado a mano la frase de Martí: “El sol tiene manchas. Los desagradecidos no hablan más que de las manchas. Los agradecidos hablan de la luz”).
Con la vejez, el azote del sol insular se convertirá en pretexto para concluir las arengas cada vez más pronto, como atajos necesarios para el cuerpo cansado. En el último de sus discursos −como Presidente−, el 26 de julio de 2006, explicaba: “No quiero extenderme, aunque podría hablar hoy de muchas cosas. Vean lo que yo escribí −y como poeta iluminado, recita: 'El Sol se levanta minuto a minuto y sus rayos pueden hacerse insoportables'”. Después se refugiaría en la sombra de la enfermedad y la lenta recuperación, en la sombra verbal, y en la sombra del Poder, mientras cedía la luz, aparentemente, a su hermano, que llevaba años diciendo: ¡La luz, bróder, la luz!
Sin embargo, a pesar de que le otorgasen el mando, en el aniversario 56 del Moncada (celebrado en Holguín, 2009), Raúl se autoproclamaba una sombra; esa que vieron los que estaban allí reunidos, una sombra que hablaba y gesticulaba como si fuera el Presidente. En un acto fallido, o en inocente comentario de novato triunfador, o en perversa burla que avivaba los dobles sentidos, a la vez que advertía de su destino perennemente ensombrecido, Don Segundo Sombra afirmaba: “Pudiéramos empezar haciendo una pregunta por pura curiosidad personal […] a qué comprovinciano se le ocurrió ponernos el sol, aquí detrás, que a mí no me molesta, pero estoy seguro de que ninguno de ustedes me puede ver; verán, si acaso, una sombra: ese soy yo.”
Como una parábola, el sol insular es un azogue en el que se reflejan o proyectan las imágenes. Aquella primera vez el sol oscurecía la masa en éxtasis: Fidel debía ignorar al pueblo mientras hablaba -tal y como lo hizo periódicamente en aquellas infinitas jornadas de verbo inflado con martirio. Pero que el orador se encandile no le resta efectividad ni potencia al acto. Todo lo contrario, le permite el ensimismamiento… Lo importante es que lo miren a Él, y mejor aún si el sol se colocara como un halo detrás de la figura. (Si lo hubiese podido mover como parte del atrezzo, seguramente lo hubiera colocado allí).
Otra cosa es que el orador, como Raúl, sea quien desaparezca de la mirada común de los que se congregan para idolatrar al César: se rompe el círculo de la adoración cuando sucede el eclipse.
Y ahora que, llevada de la mano por el juego de ilusiones ópticas o por el resplandor del verano, creía que el pueblo comenzaría a estar alumbrado, mientras sus conductores permanecerían en la sombra, vuelve a salir el ‘iluminado’ para advertir al travieso mundo −que en su ausencia ha seguido jugando con bombas− que el que juega con fuego se quema, y como si fuera poco, descubrir que el modelo cubano ya no funciona ni en Cuba −ese que hace más de 30 años los propios cubanos ya saben que hay que darle golpes, como a un muñeco de cuerda para que siga andando.
El pueblo hace rato que ya no quiere morir de cara sol.