domingo, 12 de septiembre de 2010
[20] De cumplimientos y sobrecumplimientos
Los cubanos tenemos fama de ser hospitalarios, algo que hemos aprendido y heredado de nuestras familias. De quitarnos lo que tenemos −y lo que no− para dárselo al prójimo. De recibir, con bombo y platillo, al amigo que se queda en casa −y segundos antes de su llegada, salir disparados a recoger los regueros, a hacer una limpieza rápida, y si no queda más remedio, a echar el polvo bajo los butacones…
Aún me tengo que cohibir cada vez que viene un obrero a mi casa, ya sea el pintor o el reparador de la lavadora, para no brindarle un vaso de agua bien fría o una tacita de café. Cuando lo hacía, al inicio, me respondían con un rotundo “no” que me cortaba las buenas intenciones. Y aún así les decía: “pero si quieren pasar al baño o ponerse cómodos, están en su casa”.
Ese empeño por “quedar bien” nos ha llevado muy lejos.
¿Alguien tuvo que fingir alguna vez saberse la pregunta del maestro cuando, en la etapa primaria, algún inspector revisaba las clases? Teníamos un código bien ensayado: si levantábamos la mano derecha, nos sabíamos la pregunta. El maestro tendría luz verde. Si levantábamos la izquierda, entonces no éramos los más indicados para responder: sólo rellenábamos la escena.
Estábamos bien coordinados a la espera de que algún día viniera alguna visita o inspección. Las cosas se complicaban para el pobre maestro si los niños −¡ay! los niños− con su espontaneidad, metían la pata.
Recuerdo el día que tocó, por fin, que un inspector eligiera nuestra aula: ensayamos el código minutos antes. Lanzó la pregunta el maestro, pocos levantaron la mano derecha (muchos la izquierda) y señaló a Ana, quien respondió con titubeos y de forma incorrecta. Sin darme cuenta le solté un reproche:
−¿Pero si no te sabes la respuesta por qué levantaste la derecha?
−¡Porque me equivoqué de mano!, me respondió sin pensárselo dos veces.
El aula se vino abajo de la risa y el inspector desplazó al maestro y nos dirigió un breve interrogatorio que debimos responder con caritas llorosas. Aquel cuento llegó hasta mis padres, que también pertenecían a la odiada raza de los inspectores de educación.
En otra ocasión, colaron a alumnos de un grado más avanzado −entre los que estaba yo− en el grupo de segundo. Era una clase de matemáticas y recién empezaban a enseñar los productos. Como parte del teatro, la maestra dice que elegirá algunos alumnos al azar para comprobar si se han aprendido las tablas. Otra vez volví a meter la pata. Como estaba en tercero se suponía que ya me las sabía y no, le hice quedar mal, cancaneé sin parar. Lo peor fue que tuve que soportar la humillación de que los de segundo se burlaran de mi ignorancia. Al llegar a casa me castigué severamente: no salgo a jugar hasta que no recite las tablas.
Este desvelo por quedar bien, por aparentar ser mejor de lo que éramos se debía a la dichosa “emulación socialista”, al cumplimiento y sobrecumplimento de los planes. Nuestra escuela tenía que ser bien evaluada; los maestros tenían que aprobar al 100% de los estudiantes para no afectar los índices (aunque para ello tuviesen que repasar el examen el día antes), y contaminados con el entusiasmo de las centenas, debíamos tener 100% de asistencia y puntualidad, 100% de retención escolar, 100% de aprovechamiento, y de paso, medio grupo con 100 de promedio. Empezando por el aula y terminando en los talleres, empresas y fábricas, se inflaban las estadísticas, los resultados.
En las etapas al campo, como Jefe de brigada, me enseñaron a bajar las cifras de cumplimiento pronosticadas para poder sobrecumplir fácilmente. O sea, nos poníamos como norma sembrar 10 surcos diarios, aún a sabiendas de que normalmente podíamos hacer el doble. Así, a la caída de la tarde, reportábamos 20 surcos por estudiante, con lo cual cumplíamos y sobrecumplíamos las normas y nos convertíamos en brigada vanguardia. De esta forma, repito, funcionaba la “emulación socialista”.
Eran verdaderamente lamentables las performances que se montaban en la Vocacional cada vez que venía un visitante. Un despliegue de demostraciones, y no olvidemos que esta palabra viene de monstruo: los estudiantes se convertían en enanos de feria que exhibían sus dotes, sus habilidades. Aquel, que había estudiado varios años en una escuela de Arte, ponía su caballete como al descuido y, si le preguntaban, explicaba que todas las técnicas las había adquirido en un “Círculo de Interés” de la Vocacional; más allá, el cuerpo de baile mostraba sus coreografías y el grupo musical cantaba algunas canciones. Instrumentos y zapatillas se recogían hasta la próxima función: hasta que alguna delegación de visitantes extranjeros asomara su cabecita preguntona y otra vez a preparar el show.
De todas aquellas mentiras, la que más me conmovió y repugnó fue el día que el Ministro de Educación de entonces (Luis Ignacio Gómez) visitó el IPVCE con todos los directores de Educación de provincias y de Vocacionales. Estaba en 12 grado y como miembro de la FEEM Provincial formé parte de la comitiva, no ya de recibimiento, sino que me integré a la nómina de los visitantes. Por primera vez hice todo el recorrido por la Vocacional contemplando las habilidades y mentiras de mis colegas con impertérrita vergüenza: mis amigos se mostraban, enseñaban sus números de circo. Pero lo que sin dudas fue contundente, como un mazazo en medio de la cervical, fue el almuerzo que nos ofrecieron. En un “ranchón” de madera que habían reconstruido rápidamente en la huerta donde trabajábamos (y preciosamente adornado), había mesas de varias decenas de metros a la redonda con varias decenas de alimentos variados. En unas, los arroces; en otra, las chicharritas de plátano, papa y malanga; en otra, las carnes: jutía, conejo, oca, cordero, cerdo; en otra, el pescado (de un cultivo acuífero que jamás de los jamases probamos). El director general explica −antes del “tropelaje” del “sírvase usted mismo”− que todos, absolutamente todos los alimentos que comeríamos, se producían en la finca de la Vocacional y que todos, absolutamente todos, eran disfrutados por los estudiantes (¡aquel día quedaba demostrado que las escuelas podían autoabastecerse!). Y vengan los aplausos, y el orgullo de pertenecer a una escuela Vanguardia, en la que pasaríamos los mejores años de nuestras vidas.
Juro que no pude tragar bocado, apenas algunas cosas que picaba al vuelo, mientras el Ministro y su séquito se “apunchinchaban” con la comida que nos pertenecía. Deberé recordar que estoy hablando del año 1993, en pleno Período Especial; el año en que nos daban sopa de coles, boniatos duros y huevos hervidos. El año en que empezamos a ir a trabajar al campo para producir lo que el Ministro ahora se comía.
(Ese día mis compañeros estaban felices: en el Comedor les habían dado arroz blanco con tres mini−croquetas de cerdo y una botella de refresco de “tropicola”).
Y, como si esto fuera poco, el propio Director anunció, al término de la comida, que el postre nos lo comeríamos en la propia escuela, en un sitio habilitado para ello. El lugar elegido fue el Museo de Historia que, acristalado e impúdico exhibía, como joyas medievales, las bandejas de repostería fina (“confeccionadas en la dulcería de la escuela, y también, disfrutadas por nuestros estudiantes”), mientras algunas caras curiosas se pegaban al cristal, hipnotizadas y hambrientas. A este circo final no me sumé. Ya era demasiado el rubor de mi cara.
Días después, y con la incomodidad acumulada, fui a hablar con el Director: tenía que desahogarme. Por respuesta una simple pregunta: “¿Cuando tienes una visita en casa no le ofreces lo mejor que tienes, e incluso, lo que no tienes?”